miércoles, 23 de septiembre de 2009

LOS SUEÑOS Y LA CREACIÓN LITERARIA POR MARÍA ZAMBRANO


En el siglo del predominio del frenesí, la máquina y el desencantamiento, María Zambrano aún piensa desde la convergencia de la poesía, la filosofía y lo sagrado. Este pensar que se extiende hacia una trascendencia plena de símbolos y sugerencias sacras se manifiesta en El hombre y lo divino, una de sus obras fundamentales. Uno de los textos pocos conocidos de la escritora española nació en un coloquio celebrado en el famoso Círculo cultural de Royaumont, en la década del 60. Participaron de esta reunión pensante 25 especialistas de diversas disciplinas (entre los que se encontraban por ejemplo Roger Bastide, Roger Caillois y Mircea Eliade). El tema común que motivó sus reflexiones fue el mundo del sueño. Zambrano aportó su ensayo Los sueños y la creación literaria, que ahora presentamos aquí, en este nuevo momento de Textos olvidados de Temakel.

En su ensayo, Zambrano primero explora "los sueños del despertar", que se nutren de la relevación poética y la experiencia religiosa y metafísica. Luego, investiga el despertar de la conciencia mediante la experiencia trágica en Edipo y Antígona.

Se incluye también a continuación una síntesis biográfica de María Zambrano y el listado de sus obras fundamentales. Y, también un artículo escrito por el reconocido poeta y ensayista Hugo Mujica, que descubre los manantiales hondos de la excitación de Zambrano hacia un pensar de la trascendencia y la esperanza.

E.I




María Zambrano: un claro en el bosque, una esperanza en toda crisis.
Biografía de María Zambrano

María Zambrano nace en Vélez-Málaga (Málaga) el 22 de abril de 1904, donde permanece hasta los cuatro años. En 1909, tras una breve estancia en Madrid, la familia se traslada a Segovia, donde transcurre su adolescencia. Siempre acosada por su mala salud, crecerá en un ambiente eminentemente intelectual puesto que tanto su padre como su madre son maestros, y el primero, fundador del periódico "Segovia" y de la revista "Castilla", es amigo personal de Antonio Machado. Este hecho va a tener una influencia fundamental en María Zambrano.

En estos primeros años de su vida empieza el calificado por ella misma como el gran amor de su vida: su primo Miguel Pizarro. Junto a él descubrirá la literatura. La familia finalmente los separará y obligará a éste a viajar al extranjero. En 1921 inicia sus estudios de Filosofía como alumna libre en la Universidad Central de Madrid. Completa sus estudios en 1927 asistiendo a las clases de Ortega y Gasset, Julián Besteiro y de Javier Zubiri. Comienza a asumir un papel de mediadora entre Ortega y algunos escritores jóvenes, como Sánchez Barbudo o J.A. Maravall.

En 1931 es profesora auxiliar de la Cátedra de Metafísica en la Universidad Central, hasta el año 1936. Por estos años trabaja en la que va a ser su tesis doctoral: " La salvación del individuo en Spinoza".

Durante los años de II República conoce a Luis Cernuda, Rafael Dieste, Ramón Gaya, Miguel Hernández, Camilo José Cela o Arturo Serrano Plaja, a través de diversas iniciativas culturales.
El 14 de septiembre de 1936 contrae matrimonio con Alfonso Rodríguez Aldave, y dado que éste ha sido nombrado secretario de la embajada española en Santiago de Chile, parten hacia allí. En esta ciudad trabajará activamente por la causa republicana.
En el camino hacen parada en La Habana donde conocerá a su más grande amigo: José Lezama Lima.
En 1937, el mismo día en que cae Bilbao, María Zambrano y su marido regresan a España; a la pregunta de por qué vuelven si la guerra está perdida, responderán: por eso. Reside primero en Valencia y posteriormente en Barcelona.
Su marido se incorpora al ejército, y María Zambrano colabora en defensa de la República como Consejero de Propaganda y Consejero Nacional de la Infancia Evacuada.
El 28 de enero de 1939 María Zambrano cruza la frontera francesa, camino del exilio, en compañía de su madre, su hermana y el marido de ésta.
Tras unas breves estancias en París y Nueva York se dirige a La Habana, donde se reencuentra con Lezama Lima, invitada como profesora de la Universidad y del Instituto de Altos Estudios e Investigaciones Científicas. De La Habana se dirige a México, donde es nombrada profesora de Filosofía en la Universidad San Nicolás de Hidalgo de Morelia, Michoacán.
En 1946 viaja desde La Habana a París con motivo del fallecimiento de su madre, permaneciendo en esta ciudad, en estos duros años de posguerra, hasta principios de 1949. Desde esta fecha se traslada a La Habana, donde vivirá hasta el año 1953, impartiendo conferencias, cursos y clases particulares.
En 1953 vuelve a Europa y se instala en Roma, donde vivirá hasta 1964, relacionándose con intelectuales italianos, como Elena Croce, Elemire Zolla y Victoria Guerrini y españoles, como Ramón Gaya, Diego de Mesa, Enrique de Rivas, Rafael Alberti y Jorge Guillén.
En 1964, María Zambrano, tras ser prácticamente expulsada de Roma a causa de las denuncias de un vecino fascista, se instala en una vieja casa de campo de La Piéce, junto a un bosque del Jura francés cerca de la frontera suiza, lugar sin duda emparentado con la concepción extraordinaria de su libro "Claros del bosque".
Con un artículo de J.L. Aranguren "Los sueños de María Zambrano" (Revista de Occidente, feb. 1966) se inicia un lento reconocimiento en España de la importancia de la obra de María Zambrano.
El deterioro de su salud física es constante cuando en 1978 se traslada a Ferney-Voltaire, donde permanece dos años, hasta que en 1980 se traslada a Ginebra. En ese año, a propuesta de la colonia asturiana en Ginebra, es nombrada Hija Adoptiva de Principado de Asturias, lo que constituyó el primer reconocimiento oficial de Zambrano en España.
En 1981 le es concedido el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y el Ayuntamiento de su pueblo, Vélez-Málaga, la nombra Hija Predilecta.
Al año siguiente, la Junta de Gobierno de la Universidad de Málaga acuerda el nombramiento de María Zambrano como Doctora "Honoris Causa".
El 20 de noviembre de 1984, vuelve a España y se instala en Madrid, de donde salió en pocas ocasiones.
En esta última etapa la actividad intelectual de María Zambrano es incansable, siendo nombrada Hija Predilecta de Andalucía en 1985. En 1987 se constituye en Vélez-Málaga la Fundación que lleva su nombre y en 1988 le es concedido el Premio Cervantes.
El 6 de febrero de 1991 fallece en Madrid, siendo enterrada en Vélez-Málaga, su pueblo natal.



Principales obras de María Zambrano:

Hacia un saber sobre el alma (1930)
- Horizonte del liberalismo (1930)
- Los intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra civil (1937)
- Filosofía y poesía (1939)
- La agonía de Europa (1940)
- La confesión, género literario y método (1943)
- Séneca (1944)
- El hombre y lo divino (1955)
- Persona y democracia (1958)
- La tumba de Antígona (1967)
- Claros del bosque (1977).
- De la Aurora (1986)
- Senderos (1986)
- Delirio y Destino (1989)
- Algunos lugares de la pintura (1989)
- Los bienaventurados (1990)
- Los sueños y el tiempo (1992)
- Las palabras del regreso (1995)








LOS SUEÑOS Y LA CREACIÓN LITERARIA

Por María Zambrano



Vienen los sueños del despertar; son ya un despertar, y así no fuese, la vigilia no podría acogerlos. Lo que es extensamente válido para aquellos sueños que necesitan y que portan en sí como un germen la palabra poética, que les confiere su legitimidad; que los salva.

La conciencia, en cambio, no puede acoger sino como simple hecho los sueños puramente psicofisiológicos.

De otra parte, los sueños creadores, cuya especie procuramos ir delimitando, arrastran un "ser así", un conflicto sin aparente salida, una "aporía". Encierran al sujeto dentro de un círculo mágico, como hace la totalidad de la vida. Y así, el sujeto visitado por ellos se encuentra en modo análogo a como se encuentra frente a la totalidad de su vida, como si la vida, ella, fuera un círculo mágico a trascender, a trascender viviendo.

Ante la totalidad, en sueños simbólicamente, en la vigilia en virtud de ciertos "suspensos" más que en el vivir intervienen, el ser humano se siente y aun se ve, como ante una montaña inaccesible, o como ante un desierto sin límites, o ante una extensión inerte. Imágenes que revelan al sujeto una situación liminar en que el vivir se ha escindido; queda de un lado el sujeto a solas, y del otro, la totalidad de la vida como algo a recorrer, o a escalar imposiblemente. Y ello, ni el ser a quien esto ocurre se mantiene conservando su entereza en pie frente a la totalidad de la vida.

A la imagen de la montaña que se presenta en esta situación corresponde, sin duda, la pirámide en la que conciencia la trasforma, racionalizándola. Y al entrar en razón esta imagen de los sueños, adquiere entonces la plenitud de su carácter simbólico.

Pues que el símbolo es ya razón. Sólo cuando una imagen cargada de significado ente en la razón adquiere la plenitud de su carácter simbólico. Porque solamente entonces su significación está plenamente aceptada por la conciencia y se ha extendido a todas las regiones del alma. Cuando no es así es sólo fetiche, figura mágica que se resiste a entrar en razón o que se queda a las puertas de una razón que la rechaza. No puede ser descifrada; vaga amenazadora.

Descifrar una imagen onírica, una historia soñada, no puede ser por tanto analizarla. Pues que analizarla es someterla a la conciencia despierta que se defiende de ella; enfrentar dos mundos separados de antemano. Descifrarla, por el contrario, es conducirla a la claridad de la conciencia y de la razón, acompañándola desde el sombrío lugar, desde el infierno atemporal donde yace. Lo que sólo puede suceder si la claridad proviene de una razón que la acepta porque tiene lugar para albergarla: razón amplia y total, razón poética que es, al par, metafísica y religiosa.

Es cierto que en la civilización moderna, posracionalista, la conciencia del hombre "normal" ha perdido contacto con el resto de su ser. Su alma y su cuerpo se le presentan extraños como "fenómenos". Desde esta asediada conciencia y en virtud de creencias que no es el momento de examinar, piensa que el análisis sea el único método o el método entre todos para entenderse con su propio ser. Y dentro de él con esa oscura zona de los sueños que son el alba de la conciencia.

Sin embargo se ha descubierto, como es sabido, que el contenido mítico de las religiones es la manifestación misma de la vida del alma, especie de procesión de los sueños objetivados en que el ser humano se revela a sí mismo y busca al par su lugar en el universo.

Sin embargo se ha descubierto, como es sabido, que el contenido mítico de las religiones es la manifestación misma del alma, especie de procesión de los sueños objetivados en que el ser humano se revela a sí mismo y busca al par su lugar en el universo.

Mas esta búsqueda del hombre de su lugar en el universo es un pasar por sus diversas zonas, un transitar en el sentido de haber de traspasar, unos tras otro, diversos umbrales, lo que sólo es posible transformándose; transformándose desde el centro de su ser.

Desprendidos ya de las religiones, con existencia autónoma, aparecen los grandes géneros de la creación por la palabra que vienen a ser como pasos de esta procesión de los sueños, actualización de este irreprimible trascender del ser humano.

Los sueños tienden a realizarse, es cosa sabida. Puede hacerlo de dos maneras; es decir, pasando del umbral del sueño a la vigilia sin sufrir transformación alguna, ocupando asi violentamente el tiempo con su atemporalidad. Son las obsesiones que atormentan y que a veces un día se realizan: delito, crimen a menudo, violencia siempre, y no sólo en la vida individual sino en la historia. El otro modo en que los sureños pasan el umbral que los separa de la vigilia -de la realidad- es realizarse transformándose, "desentrañándose". Descentrañándose, pues que al fin y en principio todo sueño es una entraña, un "quantum" de los inferos del alma, que cuando se realizan poéticamente entran en el reino de la libertad y del tiempo, el reino donde, sin violencia, el ser humano se reconoce a sí mismo y se rescata, dejando, al transformarse, la oscuridad de las entrañas y conservando su secreto sentido en la claridad.

Se trataría, pues, al pretender conocer un sueño tomando las cosas elementalmente, no de analizarlo sino de contarlo simplemente, mas ¿cómo es esto posible? Puede ocurrir que alguien cuente, sin más, el haber sido rey por haberse casado con su madre y matado a su padre; puede ocurrir que alguien cuente el haber soñado ser rey de una ciudad apestada sin más, y el haber despertado cuando iba a saber el porqué y el remedio. O más apegado aún a las entrañas infernales, el haber matado al padre y encontrarse y a casado con la madre. O sólo esto último. Ya el contrario tendría una virtud liberadora, ya eso no se podría hacer ni en sueños. O quizás, sólo al soñarlo de nuevo en otra forma alcanzaría el exorcismo. Que exorcismo sería solamente el simple cuento.

El origen de la tragedia: Edipo

A un cierto nivel de la aparición de la conciencia y de la actualización de la libertad en la historia, la tragedia ya no existe; ha sido superada, se podría decir, y sin duda que alguien lo habrá dicho.

Y puede que sea así: que la situación específicamente trágica no se presente ya en su legitimidad; que el padecer que en otro tiempo servía a la trascendencia y a la libertad sea nada más que un anómalo padecer, y hasta una enfermedad rezagada, si es que todas las enfermedades del "ser" no lo son siempre. Ciertas religiones, la filosofía desde su nacimiento en Grecia hasta hace bien poco, épocas enteras de la música y aun de la poesía, aparecen como habiendo ido más allá del conocimiento trágico, ese que se adquiere padeciendo el conflicto hasta apurarlo. Mas este establecerse "más allá" de lo trágico ha sucedido casi siempre un tanto apresuradamente, en el afán de aprovechar el espacio apenas entreabierto de la libertad y el breve respiro que concede, como sucedió con la filosofía en Grecia.

El reconocimiento de la situación trágica, sea en un autor o en una simple persona que despierta, se da a un cierto nivel de la libertad, en un despertar de esa libertad en una conciencia no desarraigada. La conciencia que no ha roto con el alma, que reconoce sus zonas más infernales, que no se ha constituido en instrumento de poder sobre la realidad; que no se ha instalado, pues, en el tiempo sucesivo exclusivamente destituyendo a las demás manifestaciones de la temporalidad donde encerradas quedan, como islas a la deriva o como oscuras condensaciones los sentires que pueden llegar a ser contenidos de conciencia, oscuros gérmenes de los sueños, ya que lo privado del tiempo lo está igualmente de la luz.

El despertar de la conciencia que puede asumir el padecer trágico no puede darse sino en una conciencia inocente que precede en su acción a la "conciencia pura" de la filosofía. El despertar trágico es un despertar en los infiernos del ser. La conciencia en que este despertar se enciende, es una conciencia inocente, que no impone su ley. Es una conciencia mediadora que no teme al "descendimiento".

Y pues que, aun en la temporalidad hay una escala, resulta más propio llamarla infratemporalidad, cuando del conflicto trágico se trata. Porque sucede en principio en los "inferos" o entrañas del tiempo, que lo encerrado allí clama, gime, se agita por salir de "allí" ante todo, según les sucede a todos los condenados. El término infratemporalidad sugiere un anuncio del tiempo y el sufrir por su privación.

El contenido del sueño trágico puede no contener un conflicto determinado, aunque siempre lo estará un tanto por la situación y circunstancias del individuo en que se dé. Por eso el sueño de obstaculo es especialmente privilegiado para reconocer el conflicto trágico, por la representación de la barrera que opone la realidad al ser del hombre, por la inexorable necesidad de atravesarla, por la finalidad que llama a despertar en la libertad, elementos que denuncian la necesidad de proseguir el nacimiento inexorablemente.

Pues que nacer es haber de atravesar una envoltura dentro de la cual el sujeto no puede permanecer y no ya a riesgo de su vida, sino de su ser. El haber de abandonar un lugar donde el ser está replegado sobre sí mismo, sumido en la oscuridad. Nacer, en el sentido primario y en todos los demás posibles sentidos, es ir a constituirse en la autonomía del propio ser. Por tanto, afrontar la luz y lo que en ella sucede: ver y ser visto. Ya que la luz es el lugar de la suprema exposición para el hombre; del darse a ver, aun antes que exposición para el hombre; del darse a ver, aun antes que del ver. El sentirse y saberse a sí mismo como sujeto del ver, es cosa ya de filósofos: de gentes que han superados o creen haber superado la tragedia. Si a Edipo le hubiera sido concedida una segunda vida tras su purificadora ceguera, no hubiera tenido más camino que el dedicarse enteramente a mirar según cuentan, de los primeros filósofos de Grecia, fundadores de la especie.

El protagonista de tragedia puede alcanzar la visión, como Antígona que se encuentra en el peldaño más alto de la escala trágica, víctima de sacrificio más que protagonista de tragedia.

La zozobra que sufre el protagonista de tragedia proviene de sentirse visto y aun de tener que darse a ver. En el sueño correspondiente, por haber salido a un lugar donde le aguarda la visibilidad. Los sueños de "umbral" en que aparece un claro espacio vacío no son trágicos, pues que el vacío es el lugar de la libertad. Y el umbral a traspasar simboliza el último estadio de la salida de una situación que fue trágica; su consumación y la salida a la personal historia.

Toda tragedia poética lleva en su centro un sueño que se viene arrastrando desde lejos, y que al fin se hace visible. La visibilidad es la acción propia del autor trágico y del suelo mismo trágico. Todo en principio está ahí, en darse a ver. Y por eso es el despliegue, un solo instante en que se abre el abismo infernal del ser humano, donde yace aprisionado, en sus propias entrañas. Y así el protagonista de tragedia está apegado a lo que sucede, apegado a su sueño. Que sueño es, aunque le suceda en la vigilia.

Le ha pasado algo, una visión. Ha visto algo de lo que no puede desprenderse. Todo ver es también un suceder. Al ver algo nos sucede algo, cosa que se olvida en ciertos momentos de la historia.

Ver es por sí mismo terrible; la luz en la que vemos se alumbró con la participación del ser humano. No hay visión que no implique el aceptar visto, el comparecer. El hombre sufre la pasión de la luz, y en ella, viendo, dándose a ver naciendo, se recrea.

En el nacer, el ser se lanza más allá del límite que envuelve a la situación en que está y de su horizonte. En el instante de nacer, de los naceres, no hay horizonte, como no lo hay cuando se traspasa un umbral. El movimiento consume la visión; se nace siempre ciego.

Mas no fatalmente ciego se nace. La ceguera se establece por un fallar del ser en ese decisivo instante, por detenerse en él o por un error de dirección. Adviene, entonces, la situación trágica, como "fatum"; se crea el círculo mágico.

De esto modo lo vemos en Edipo Rey. Edipo había de nacer, esta cosa de un instante. No lo logró y quedó apegado a la placenta oscura, cosa que el autor de su fábula no pudo figurar sino haciéndose casarse con su madre, lo que en la realidad de una historia puede, en efecto suceder y más aun, ser como si sucediera, según el ya famoso "complejo" de Edipo. Mas, en realidad, se trata de una inercia; la inhibición de un movimiento esencial o existencial o esencial-existencial. La inercia que arrastra, desviando, eso sí, de su dirección trascendente al "eros".

Y la falla de un movimiento del ser lleva consigo la consolidación de la inicial ceguera. Y así Edipo no ve que ha de nacer ante todo como hombre y no como rey, o como cualquier otra cosa; como un personaje que encierra con su máscara al ser del hombre, de la persona en un sueño sin poros, más hermético aun, que el sueño inicial.

Y así el sueño de un Edipo real podría consistir simplemente en verse como rey o en ver la figura de un rey que no lo deja; en una visión que le está pasando sin cesar, sin permitirle ver ninguna otra. Una enceguecedora visión.

Los errores cometidos por el cegado por una visión resultan fatales, consecuencias de haber nacido de veras. Lo que podrá suceder, pensamos, con el morir y la muerte.

Nos vemos así frente al nacimiento y la muerte habidos como hechos fatales, no vividos desde lo íntimo del ser, según al hombre, el ser que padece su propia trascendencia, le está exigido.

Actúa entonces la "némesis", vengadora, implacable, el ser mismo que se venga. La esfinge casi resulta ser una burla, pues que es la figura del mismo Edipo que en ella no se reconoce. Y más precisamente, la invitación a la "anagnórisis" cuando todavía había algún tiempo.

La "némesis" es la justicia del ser sin más, cuando ha sido burlado. Y todo lo que bajo ella sucede es ciega fatalidad.

"¿Quién no ha querido matar a su padre?", dice Dostoievsky; todos, todos los que han fallado al nacer y no se disponen a seguir naciendo interminablemente.

El matar al padre sucede siempre en la encrucijada. También en la historia colectiva, cuando empujado fatalmente por la ineludible necesidad de reformarse, de recrearse en la historia, el hombre desviaría, soñándose un personaje, máscara de enceguecido poderío.

No soñó otra cosa, Edipo, que con coronarse, como suele el mendigo. Pues que el hombre es el mendigo de su propio ser.

Si soñó Edipo con su madre fue por estar ya dentro de ella. Uno de esos sueños que trasparentan una situación real y no un deseo. Una pesadilla del pasado. Y en ese sentido también está dentro de la madre todo el que no se desprende del pasado. Puede haber en ello ciertamente una cierta libidinosidad, el paradójico goce de la inercia, el apego a la residencia material donde el alma tiende a asimilarse a la materia. Suprema pasividad en la que sólo es posible una actividad soñada o como en sueños.

La conciencia del autor trágico recoge el instante no vivido tal como lo debió ser por el protagonista. Lo vive por él. Mas, para que el autor llegue a serlo, tendrá que ofrecer para rescatar ese instante único tiempo, tiempo en varias de sus dimensiones. Por lo pronto tiempo sucesivo para trasformar el conflicto en fábula, o la fábula en historia.

Pues que así como la infratemporalidad que mantenía encerrados al larvado personaje y a su sueño, se ha abierto para dejárselo ver al autor, se ha de abrir el tiempo sucesivo que la conciencia del autor presta. Y más allá una especie de supratemporalidad propia de la lucidez. Solamente desde ella la infratemporalidad se hace visible.

En el tiempo sucesivo el caso de Edipo resulta simplemente monstruoso. Relatándolo en él, viéndolo en él, como si Edipo hubiera ya nacido y nacido ya, se condujera así, Edipo deja de ser el "inocente-culpable" y es sólo un condenado a muerte según vienen a ser todavía condenados los inocentes-culpables de hoy.

Sólo desde una estancia superior de la temporalidad, en que la conciencia presenta lo que capta sin ocupar todo el tiempo, resulta visible un tal suceso. Desde un tiempo que asume diferentes planos de la temporalidad sin confundirlos y sin cancelarlos, sin abstracción ni "epojé" alguna. Así como supratemporalidad es una unidad que encierra la multiplicidad de las dimensiones del paso del tiempo y que permite que haya historia-fábula, y que recoge en su centro mismo el instante no vivido del nacer, y los infiernos en que tal criatura queda.

El autor consuma así un sacrificio, como parece sea necesario en los casos en que alguien, por sí mismo o por otro, rescata un extravío del ser. Lo que resulta propio de una conciencia inocente. La conciencia pura de la filosofía ha cumplido ciertamente algún sacrificio, que no es cosa de este lugar el señalar. Mas la diferencia estriba en que la inocencia se cumple, se usa en el sacrificio; la pureza, se adquiere.

La inocencia en cambio no se adquiere. Hay pues cierta afinidad entre el autor y el personaje clásico. Se sacrifican conjuntamente, el uno entregándose a ser visto, el otro entregándose para ver. En este sentido toda tragedia es un sacrificio a la luz en que el hombre se recrea. Y de esa recreación participa el espectador. La luz de la tragedia es una luz no impasible. Es la luz de la pasión del hombre; ese ser que ha de seguir naciendo. La luz que deshace la fatalidad del nacimiento. La que penetra en el abismo del tiempo. "Heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras", dice Celestina conjurado al Príncipe infernal.

El personaje autor: Antígona

Existe una simbiosis entre el autor y el protagonista de la tragedia a través del tiempo: el autor ofrece el tiempo sucesivo donde la historia puede desarrollarse; esa historia que se origina de la pérdida de un instante -error, simple vacilación- de la abstención, en suma de no haber hecho el juego preciso, a imagen y semejanza de la caída o culpa originaria, a partir de la cual la humana historia comienza. La historia surge de un error inicial. Pero el que la haya es un don del tiempo que permite el apurar el error y su rescate. "El tiempo es la paciencia de Dios", decía Mounier.

En esta simbiosis entre personaje y autor, sucede que el personaje, según el acercamiento de su inicial sueño a la libertad, partícipe de la condición del autor y venga a ser autor de sí mismo, coautor. Es la diferencia que separa, como a dos especies de personajes dentro de la tragedia, a Edipo y a Antígona. Cada uno ellos rige una especie y podría darle nombre. El origen de que sea así se encuentra en ese movimiento trascendente que hemos señalado, como el elemento real del sueño creador. Sueño creador quiere decir tanto el sueño del autor que crea, como el sueño necesitado de creación. Y sueño necesitado de creación quiere decir que el personaje necesita recrearse o ser recreado.

Edipo no llegó a nacer. Antígona tampoco. Mas de diferente manera. Pues que Antígona cumplió la acción verdadera. Pero era una muchacha que tenía su vida propia, y por cumplir la acción que su ser reclamaba, por ofrecerse más que aceptar la finalidad que se le tendía no llegó a florecer como mujer. No sólo la vida sino las nupcias le fueron sustraídas. Era la encrucijada que se le presentó. O declinaba su ser, su ser trascendente, o declinaba el cumplimiento de su femeneidad, en sus vísperas. Para Edipo la cuestión era la de ser, ser hombre, pues que de ser rey no tenía obligación, a no ser que este afán de coronarse, esta superhombría, se considere como fatalidad inherente de la humana historia. Y entonces, Edipo sería el personaje que asume la tragedia de tener que ser rey, con todo lo que ello simboliza, sin haber nacido del todo como hombre; de tener que ser sabio sumido en la ceguera; de haber de descubrir lo que las cosas son, sin saber quién es él mismo.

Lo que el destino propuso a Antígona fue cumplir una acción muy simple, rescatar el cadáver de su hermano, muerto en una guerra civil, para rendirle las honras fúnebres. Mas para realizarla, tenía que cruzar un dintel, que era la ley, de una ley de la ciudad, es decir, del recinto de los vivos. Como una lanzadera de telar fue lanzada para entretejer vida y muerte. La movía el amor, no la "orexis", que la hubiera hundido en uno de esos sueños que poseen toda la vida. Y sueño de la "líbido" le hubiera desatado el apetito de la muerte a través de la imagen de su hermana; se hubiera convertido en una viva muerta, se hubiera quedado fija, como amortajada. Fue un sueño de amor el suyo, es decir: de conocimiento, de lucidez que ve su condenación inevitable, su propia muerte y la acepta, puesta que está situada en el punto del tiempo en que vida y muerte se conjugan. En un momento de pura trascendencia en que el ser absorbe en su vida y muerte, transmutando la una y la otra. Fue la tejedora que en un instante une los hilos de la vida y de la muerte, los de la culpa y los de la desconocida justicia, lo que sólo el amor puede hacer. Fue está su acción; el resto son las razones que su antagonista le obliga a dar; razones de amor que incluyen la piedad.

Nació así en una forma pura, recreándose a sí misma en el sacrificio. Y salva a toda su estirpe de la remota culpa ancestral que venía arrastrándose como una pesadilla del ser. Y se desenreda así el enrevesado hilo de su anómalo nacimiento, simbolizado sin duda por el cordón con que se estranguló Yocasta.

Podría Antígona ser representada llevando un hilo entre las manos que, como una araña hilandera, ha extraído de sus propias entrañas que han dejado de ser laberínticas. Se ha recreado en una acción, la más trascendente de todas, un inevitable sacrificio cumplido con la lucidez en que se unen sueño y vigilia.

Ya que el sacrificio no ha de ser elegido; cuando lo es, la víctima queda destituida de la inocencia propia de la condición de víctima auténtica, frente de fertilidad.

Su sacrificio, pues, desató el nudo del error o de la culpa de su padre Edipo, inocente-culpable que fue padre, pero no autor. Y dejó así el ser autor al hijo, al mediador. En Antígona se cumple humanamente la pasión propia del hijo.

En esta clase de sacrificio propia del mediador hay que atravesar un espacio desierto, una tierra de nadie, campo de batalla abandonado donde nadie osa poner el pie; hay que transgredir una ley para que aparezca la nueva ley de la amplia justicia.

Se recela en Antígona su naturaleza femenina en el modo como cumplió esa su pasión; en su figura de doncella que va con el cántaro de agua, símbolo de la virginidad, de una agua contenida que se derramara entera, sin que se haya vertido antes ni una sola gota. Y así Antígona es la imagen en la plenitud de su significado de esa figura tan remota, de la doncella que va y viene con el cántaro a la fuente; fuente en verdad ella misma, pues que de ella se derrama la vida sin dispersarse, en forma trascendente. La vida que da no a un ser humano determinado sino a la conciencia de todo hombre. Vida que vivifica, libera, salva.

Arrastra un símbolo lejano y por tanto un sueño; un sueño sacrificial. La doncella que va y viene a la fuente, ciertos pueblos aún lo saben, no se casa. Pero no se pierde. Es la virgen sacrificada que todas las culturas un día u otro necesitan. Un día u otro, cuando los hilos de la historia se han enredado, cuando el cauce amenaza quedarse seco, o en el dintel de la unidad a lograr. La virgen sacrificada en toda histórica construcción. Tal Juana de Arco.

Mas para llegar a cumplir el sentido total que la simbólica figura contiene, Antígona tuvo que llegar a la palabra. Tuvo que hablar, hacerse conciencia, pensamiento. Y por eso la inocencia de su perfecta virginidad, no le bastaba. Tuvo que ser conciencia pura y no sólo inocente. Tuvo que saber. Llegar a ese saber que se busca, que se abre como el claro espacio que se ofrece más allá de ciertos sueños de dintel, símbolo de la libertad. Lo que no quita que el traspasar el dintel se vaya la vida. Pues esto no puede ser cambiado por la conciencia pura del autor, por la palabra. La palabra libera porque revela la verdad de esa situación, su única salida real. Mas no puede evitar el pago porque ello sería cambiar la situación.

La palabra del autor le ha sido dado a la protagonista dentro de los límites de su situación, sin romper el círculo mágico de su sueño. Trascender no es romper sino extraer del conflicto una verdad válida universalmente, necesaria de ser revelada a la conciencia.

El poeta aquí, como el personaje, ha cumplido por entero su acción trascendente; ha vertido su conciencia intacta -tiempo, luz- en modo que diríamos transubjetivo. Se ha convertido, así como Antígona se convirtió en vida más allá de la muerte. Brota así la vida de la ciencia, lo que se ha llamado a veces espíritu, la conciencia viviente.

Sófocles podría haber dicho "Yo soy Antígona", que no es lo mismo que "Antígona soy yo". Antígona y él han cumplido la misma acción en planos diferentes. (*)



(*) Fuente: María Zambrano, "Los sueños y la creación literaria", en Los sueños y las sociedades humanas. Coloquio de Royaumont, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 1964, pp.659-671 (traducción: Luis Echávarri).


Extraido de Temakel

EL SIMBOLISMO RELIGIOSO Y LA VALORIZACION DE LA ANGUSTIA POR MIRCEA ELIADE


Para el Occidente, la Muerte es vacío definitivo, disolución sin continuidad. A pesar de las creencias muchas veces pregonadas en un más allá de índole cristiana, en la atmósfera mental occidental predomina la certeza de que la muerte es una noche o sueño inapelable, al que no le sigue ningún nuevo despertar. La mortalidad es así fuente de angustia. La imposibilidad de un salto desde la vida en el tiempo hacia una dimensión otra de eternidad se asocia a su vez con una absolutización de la historia. Para el occidente urbano principalmente quiza, la vida sólo es dentro del devenir histórico. Otras culturas, en cambio, sin negar la pertenencia del hombre al tejido de la historia y sus contigencias, atisban un lazo con una realidad que trasciende la historia y la finitud. La muerte aquí no es definitiva. La mortalidad no provoca de esta forma angustia que lesiona o eclipsa. Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, que ya hemos difundido con anterioridad en Temakel, es autor del texto que ahora presentamos; un texto que no es tal vez leído habitualmente en su especificidad por la vastedad de la producción de este intelectual y narrador de origen rumano. Presentamos aquí una versión parcial de un ensayo perteneciente a la obra Mitos, sueños y misterios donde Eliade medita la contraposición entre la muerte como extinción total en Occidente y la creencia en una posible trascendencia de la mortalidad en otras culturas como la hindú y las llamadas sociedades arcaicas o míticas.

E.I





EL SIMBOLISMO RELIGIOSO Y LA VALORIZACION DE LA ANGUSTIA

Por Mircea Eliade




Nos proponemos situar y estudiar la angustia del mundo moderno en la perspectiva de la historia de las religiones. Esta empresa podrá parecer, para más de uno, singular, cuando no francamente inútil. Porque para algunos de nosotros, la angustia del mundo moderno es la resultante de las tensiones históricas, específicamente propias de nuestro tiempo y explicables por las crisis de profundidad de nuestra civilización, nada más. Entonces ¿qué sentido tiene comparar ese momento histórico, que es el nuestro, con simbolismos e ideologías religiosas de otras épocas y de otras civilizaciones acabadas ya hace tiempo? La objeción no es verdadera más que a medias. No existe civilización perfectamente autónoma, que no tenga alguna relación con las civilizaciones que le precedieron. La mitología griega había perdido actualidad hacia 2.000 años cuando a alguien se le ocurrió explicar uno de los comportamientos fundamentales del europeo moderno por el mito de Edipo. El piscoanálisis y la psicología profunda nos han acostumbrado a tales comparaciones -inverificables a primera vista- entre dos situaciones históricas sin aparente relación entre sí. Se ha comparado por ejemplo la ideología del cristianismo con la del totemista, se ha intentado explicar la noción del Dios-Padre por la del totem. No discutimos los fundamentos de esas comparaciones, ni su base documental. Bastará con constatar que ciertas escuelas psicológicas han utilizado la comparación entre los tipos más diversos de civilización a fin de comprender mejor la estructura de la psiquis. El principio rector de este método es que la psique humana tiene una historia y, por consiguiente, no se deja explicar enteramente por el estudio de la situación actual: toda su historia, y aun su prehistoria, serían discernibles todavía en lo que llamanos actualidad písquica.

Esta breve alusión a los métodos utilizados por la psicología profunda nos basta, por cuanto no es nuestra intención seguir en la misma vía. Cuando decíamos que podíamos situar la angustia de los tiempos modernos en la perspectiva de la historia de las religiones, pensábamos en un método totalmente distinto de comparación. En dos palabras, veamos en qué consiste: queremos trastocar los términos de comparación, colocarnos en el exterior de nuestra civilización y de nuestro momento histórico y juzgarlos en la perspectiva de otras culturas y de otras religiones. No soñamos encontrar entre nosotros, europeos de la primera mitad del siglo XX, ciertos compartamientos ya identificados en las antiguas mitologías, como se ha hecho, por ejemplo, a propósito del complejo de Edipo; la cuestión es observarse a si mismo como podría observarnos y juzgarnos un observador inteligente y simpático, situado al nivel de una civilización extra-europea. Para precisarlo más todavía, nos enfrentamos con un observador que participa de otra civilización y nos juzga en la escala de sus propios valores; y no como un observador abstracto que podría juzgarnos desde la estrella Sirio.

...Es sorprende a veces comprobar cómo ciertas costumbres cultural, que se han vuelto para nosotros tan familiares hasta el punto de parecer un comportamiento natural del hombre civilizado, revelan significados insospechados cuando son juzgadas en la perspectiva de otra cultura. Pondremos como ejemplo uno de los rasgos más especifícos de nuestra civilización, a saber: el interés apasionado, casi monstruoso, del hombre moderno por la Historia. Sabemos que ese interés se manifiesta sobre dos planos distintos, por otra parte solidarios: el primero es lo que podríamos llamar la pasión del historiógrafo, el deseo de conocer más completamente y más exactamente cada vez el pasado de la humanidad, y, en particular, el pasado de nuestro mundo occidental; sobre el segundo plano, el interés por la historia manifiéstase en la filosofía occidental contemporánea: es la tendencia a definir el hombre como ser histórico en particular, ser condicionado y, a fin de cuentas, creado por la Historia. Lo que llamamos historicismo, tanto como el marxismo y ciertas corrientes existencialistas, no son más que filosofías que, en uno u otro sentido, acuerda una fundamental importancia a la Historia y al momento histórico.

...Intentemos ahora acercar esa pasión por la historia colocándonos en el exterior de nuestra perspectiva cultural. En muchas religiones y aun en el folklore de los pueblos europeos, recogemos la creencia de que en el instante de la muerte el hombre recuerda su pasado en sus más ínfimos detalles y que no puede morir antes de haber reencontrado y revivido la historia de su total existencia. Sobre su pantalla interior, el moribundo vuelve a caer una vez más en su pasado. Considerado desde ese punto de vista, la pasión historiográfica de la cultura moderna resultaría un simple anunciador de su muerte inminente. Antes de caer a fondo, la civilización occidental recuerda una vez más su pasado, desde la protohistoria hasta las guerras totales. La conciencia histórica de Europa -que algunos consideran como su más alto título de gloria- constituiría en realidad el instante supremo que precede y anuncia la muerte.

Eso no es más que un ejercicio preliminar a nuestra búsqueda comparativa, y si lo hemos elegido, es precisamente porque nos muestra a la vez los riesgos de una empresa semejante y el provecho que podemos obtener de ella. Es harto significativo en efecto que juzgada desde un punto de vista totalmente exterior- el de la mitología funeraria y del folklore-, la pasión moderna por la historiografía nos revela un simbolismo arcaico de la Muerte; por cuanto, como se lo ha hecho notar tantas veces, la angustia del hombre moderno está secretamente ligada a la conciencia de su historicidad, y esta deja a su vez transparentar la ansiedad frente a la muerte y a la Nada.

Es verdad también que para nosotros los europeos modernos, la pasión historiográfica no nos revela ningún presentimiento funesto; pero situada en la perspectiva del simbolismo religioso, ella traiciona no obstante la inminencia de la Muerte. Es así como la psicología profunda nos ha enseñado a dar más importancia a la presencia activa de un símbolo que a la experiencia consciente que la manipula y valoriza. En nuestro caso, esto puede comprenderse fácilmente: por cuanto la pasión historiográfica no representa más que uno de los aspectos, y el más exterior, del descubrimiento de la Historia; el otro, más profundo, se refiere a la historicidad de toda existencia humana y, por consecuencia, implica directamente la angustia frente a la Muerte.

Tratando de confrontar esta angustia frente a la Muerte -es decir, tratando de situarla y de juzgarla en otro perspectiva diferente a la nuestra- es como el intento comparativo comienza a resultar fecundo. La angustia frente a la Nada de la Muerte parece ser un fenómeno específicamente moderno. Para todas las otras culturas no-europeas, esto es, para las otras religiones, la Muerte no es sentida jamás como un fin absoluto, como la Nada; la Muerte es más bien un rito de tránsito hacia otra modalidad de ser, y es por ello que se encuentra siempre relacionada con los simbolismo y los ritos iniciatorios de renacimientos o de resurección. Esto no quiere significar que el mudno extra-europeo no conoce la experiencia de la angustia frente a la Muerte; la experiencia existe, bien entendido, pero ello no es absurdo ni inútil; por el contrario, esta valorizada en el más alto grado, como un experiencia indispensable para alcanzar un nuevo nivel del ser. La Muerte es la Gran Iniciación. Sin embargo, para el mundo moderno la Muerte aparece vacía de su sentido religioso y es por ello que se la asimila a la Nada; y ante la Nada, el hombre moderno se siente paralizado.

Abramos aquí un breve paréntesis: cuando hablamos del "hombre moderno", de su crisis y de sus angustias, pensamos particularmente en aquel que no tiene fe; en aquel que no tiene ya lazo vivo alguno con el judeo-cristianismo. Para el creyente, el problema de la Muerte es un rito de transición. Pero una gran parte del mundo moderno ha perdido la fe, y para esa masa humana la angustia frente a la Muerte se confunde con la angustia frente a la Nada. Es solo con respecto a esa parte del mundo moderno a la que nos referimos. Es su experiencia la que trataremos de comprender y de interpretar situándonos en otro horizonte cultural.

La angustia del hombre moderno parece pues que fuese provocada y alimentada por el descubrimiento de la Nada. ¿Qué dirá al respecto de esta situación metafísica un no europeo? Coloquémonos, para comenzar, en el horizonte espiritual del hombre arcaico, de ese hombre al que erróneamente hemos llamado "primitivo". Esta angustia de la Muerte no es desconocida para él: esta ligada a su experiencia fundamental, a la experiencia decisiva que ha hecho de él lo que es: un hombre maduro, consciente y responsable; que lo ha ayudado a sobrepujar la infancia y a desligarse de su madre y de todos los complejos infantiles. La angustia de la Muerte vivida por el primitivo es la de la iniciación. Y si pudiésemos traducir con vocablos de su propia experiencia y de su lenguaje simbólico la angustia del hombre moderno, un primitivo nos dirá substancialmente esto: es una gran prueba inciatoria, es la penetración en el laberinto o en las malezas frecuentadas por los demonios y las almas de los antepasados, las malezas que corresponden al Infierno, al otro mundo; es el gran miedo que paraliza al candidato a la inciación en el momento en que es engullido por el monstruo y se encuentra en las tinieblas de su vientre o cuando se siente cortado en trozos y digerido a fin de poder renacer como un hombre nuevo. No hemos olvidado todas las pruebas terribles que comporta la iniciación, pensables para toda inciación, que han sobrevivido hasta en ciertos misterios de la antiguedad greco-oriental. Sabemos que los muchachos y también con frecuencia las muchachas, abandonan sus casas y vivían algún tiempo -a veces muchos años- en las malezas, esto es: en el otro mundo, para perfeccionar su iniciación. Esta inicuación comprende torturas, pruebas coronadas por un ritual de muerte y de resurección simbólicas. Es este último ritual en particular el más terrible, por cuanto el muchacho debe considerarse como tragado por el monstruo, enterrado vivo, perdido en la selva, es decir: en los Infiernos. Es en estos términos con los que un primitivo juzgará nuestra angustia, pero llevándola a la escala colectiva: el mundo moderno está en la situacion de un hombre tragado por un monstruo, que lucha en las tinieblas de su vientre, o bien perdido en su laberinto, que también simboliza los infiernos, y está angustiado, se cree ya muerto o a punto de morir y no ve a su alrededor ninguna salida más que las tinieblas, la Muerte y la Nada.

Y sin embargo, a los ojos del primitivo, esta terrible experiencia de angustia es indispensable para el nacimiento de un hombre nuevo. No hay iniciación posible sin agonía, una muerte y una resurección rituales. Juzgada en la perspectiva de las religiones primitivas, la ansgustia del mundo moderno es el signo de una muerte inminente, pero una muerte necesaria, salvadora, por cuanto está seguida por una resurección y habrá sido posible el acceso a un nuevo modo de ser, el de la madurez y de la responsabilidad.

.. No encotramos, ni entre los primitivos, ni en las civilizaciones extraeuropeas más evolucionadas, la idea de la nada intercambiable con la idea de la Muerte. Entre los cristianos como en la religiones no cristianas, la Muerte no está homologada a la idea de la nada. La Muerte es, entiéndase bien, un fin - pero un fin que es inmediatamente seguido por un nuevo comienzo. Morimos a un modo de ser a fin de poder tener acceso a otro. La muerte constituye una ruptura de nivel ontológico y a la vez un rito de tránsito, tal como el del nacimiento o el de la iniciación.

Resulta igualmente interesante saber cómo ha sido valorizada la Nada en las regiones y en las metafísicas de la India donde el problema del Ser y del No-ser es considerado, a justo título, como una especialidad del pensamiento indio. Para el pensamiento indio, nuestro mundo así como nuestra experiencia vital y psicológica son los productos más o menos directos de la ilusión cósmica, de la Maya. Sin entrar en detalles, recordemos que el "velo de Maya" es una fórmula hecha a imagen para expresar la irrealidad ontológica del mundo y a la vez de toda las experiencias humanas constituidas por el devenir universal, por la temporalidad, son, pues, ilusorias, creados y destruidas por el Tiempo. Pero esto no quiere significar que no existen, que son una creación de mi imaginación. El mundo no es un espejismo o una ilusión en el sentido inmediato del vocablo: el mundo físico, mi experiencia vital y física existen, pero existen únicamente en el Tiempo, lo cual quiere decir, para el pesamiento indio, que no existirán ya mañana o de aquí a cien millones de años; por consiguiente, juzgados en la escala del Ser absoluto, el mundo, y con él toda experiencia dependiente de la temporalidad son ilusorios. Es en este sentido que la Maya revela, para el pensamiento indio, una experiencia particular de la Nada, del No-Ser.

Tratemos de describir ahora la angustia del mundo moderno con la clave de la filosofía india. Un filósofo indio diría que el historicismo y el existencialismo introducen a Europa en la dialéctica de la Maya. He ahí mas o menos cuál sería su razonamiento; el pensamiento europeo acaba de descubrir que el hombre está implacablemente condicionado, no solamente para la fisiología y su herencia, sino también por la Historia y el hombre que se encuentra siempre en situación; participa siempre de la historia, es un ser esencialmente histórico. El filósofo indio añadirá: esta "situación", nosotros la conocemos desde hace mucho tiempo; es la existencia ilusoria en la Maya. Y la llamanos existencia ilusoria justamente porque ella está condicionada por el Tiempo, por la Historia. Esta es por otra parte la razón por la cual la India nunca dio importancia filosófica a la Historia. La India se ha preocupado del Ser, y la Historia, ceada para el devenir, es justamente una de las fórmulas del No-Ser. Pero no quiere decir que el pensamiento indio ha descuido el análisis de la historicidad: sus metafísicas y sus técnicas espirituales han procedido desde hace largo tiempo a una análisis extremadamente sutil de lo que la filosofía occidental llama hoy: "estar en el mundo" o "estar en situación"; el Yoga, el budismo y el Vedanta se han preocupado por demostrar la relatividad y por lo tanto la no realidad de toda "situación", de toda "condición". Muchos siglos antes que Heidegger, el pensamiento indio había identificado en la temporalidad la dimensión fatal de toda existencia, exactamente como había presentido, antes que Marx o que Freud, el condicionamiento múltiple de toda experiencia humana y de todo juicio sobre el mudno. Cuando las filosofías indias afirmaban que el hombre está "encadanado" por la ilusión, esto quería significar que toda existencia se constituye necesariamente como una ruptura, separádonse pues de lo absoluto. Cuando el Yoga o el budismo decían que todo es sufrimiento, que todo es pasajero (sarvam dukham, sarvam anityam) el sentido era el del Sein und Zeit, a saber que la temporalidad de toda existencia humana engendra fatalmente la angustia y el dolor.

...Nos es del todo cierto que el descubrimiento de la ilusión cósmica y la sed metafísica del Ser se traducen en la India por una desvalorización total de la Vida y por la creencia de la vacuidad universal. Comenzamos ahora a comprender que, más tal vez que ninguna otra civilización, la India ama y respeta la vida y goza de ella en todos sus niveles. Por cuanto la Maya no es una ilusión cósmica, absurda y gratuita, como se reputa absurda, para ciertos filosífos europeos, la existencia humana urdida de la nada, que se dirige hacia la Nada. Para el pensamiento indio, la Maya es una creación divina, un juego cósmico que tienen por fin tanto la experiencia humana como la liberación de esa experiencia. Por consiguiente, tomar conciencia de la ilusión cosmica, no quiere significar, en la India, descubrir la universalidad de la Nada, sino, simplemente, que toda experiencia en el Mundo y en la Historia está desprovista de validez ontológica; por consiguiente, que nuestra condición humana no debe ser considerada como un fín en sí. Pero una vez adquirida esta toma de conciencia, el hindú no se retira del mundo; de haber sido asi hace rato que la India habría desaparecido de la historia, por cuanto la concepción Maya ya sido aceptada por la inmensa mayoría de los hindúes. La toma de conciencia de la dialéctica de Maya no conduce necesariamente a la ascesis y al abandono de toda existencia social e histórica. Esta toma de conciencia se traduce generalmente por una muy distinta actitud; la que reveló Krisna a Arjuna en la Bhagavad Gita, a saber: continuar en el mundo y participar de la historia, pero cuidándose bien de dar a la historia un valor absoluto. Más que una invitación a renunciar a la Historia, es el peligro de la idolatría ante la Historia lo que nos revela el mensaje de la Bhagavad Gita. Todo el pensamiento indio insiste sobre este punto preciso; que la ignorancia y la ilusión no es la de vivir en la Historia sino la de creer en la realidad ontológica de la Historia. El mundo, aunque ilusorio -por cuanto se encuentra en perpetuo devenir- no deja de ser una creación divina. El mundo, también es sagrado; pero resulta paradojal que no descubramos la sacralidad del mundo sino después de haber descubierto que se trata de un "juego" divino. La ignorancia, y asi la angustia y el sufrimiento, están nutridos por la creencia absurda de que este mundo peredecedero e ilusorio representa la realidad última. Descubrimos una dialéctica similar a propósito del Tiempo. Conforme a la Maitri Upanishad, Brahman, el Ser Absoluto, se manifiesta a la vez bajo dos aspectos polares: el Tiempo y la Eternidad. La ignorancia consiste en no ver más que su aspecto negativo, la temporalidad. La "mala acción", como dicen los hindúes, no está en vivir en el Tiempo, sino en creer que no existe nada más fuera del Tiempo. Estamos devorados por el Tiempo, por la Histotria, no porque vivimos en el Tiempo, sino porque creemos en la realidad del Tiempo y, por lo tanto, olvidamos o despreciamos la eternidad.

Debemos detener aquí nuestras consideraciones, nuestro propósito no era el de discutir la metafísica india ni oponerla a ciertas filosofías europeas, sino descubrir solamente lo que un hindú podría decirnos sobre la angustia contemporánea. Ahora bien, es significativo que, juzgada tanto en la perspectiva de las culturas como en el horizonte de la espiritualidad india, la angustia nos revela el símbolo de la Muerte. Es decir que, vista y juzgada por los otros, por lo no-europeos, nuestra angustia revela el mismo significado que nosotros los europeos le habíamos dado: la inminencia de la Muerte. Con la diferencia de que la identidad en las maneras de ver entre nosotros y los otros se detiene aquí. Por cuanto, para los no-europeos la Muerte no es no definitiva ni absurda; por el contrario, la angustia provocada por la inminencia de la muerte es ya una promesa de resurección, revela el presentimiento de un renacimiento a otro modo de ser, y este modo trasciende la Muerte. Colocada nuevamente en perspectiva de las sociedades primitivas, la angustia del mundo moderno puede ser homologada con la angustia de la muerte iniciatoria; vista en la perspectiva india, es homologable al momento dialéctico del descubrimiento de la Maya. Pero como decíamos hace un rato, tanto para las culturas arcaicas o"primitivas" como para la India, esta angustia no constituye una situación donde puede instalarse; nos resulta indispensable como experiencia iniciatoria, como ritmo de transición. Pero en ninguna otra cultura que no sea la nuestra, es posible detenerse en medio de un rito de transición e instalarse en una situación consiste justamente en terminar con el rito de transición y en resolver la crisis desembocando en un nivel superior, tomando conciencia de un nuevo modo de ser. No se concibe, por ejemplo, que se puede interrumpir un rito de transición iniciatorio: en esa caso, el muchacho dejaría ya de ser el niño que era antes de comenzar la inciación, pero tampoco sería ya el adulto que debe ser al final de todas sus pruebas.

Es preciso mencionar también otra fuente de la angustia moderna, el presentimiento oscuro del fin del mundo, o, mejor dicho, del fin de nuestro mundo, de nuestra civilización. No discutimos los fundamentos de ese temor: nos basta recordar que está lejos de ser un descubirmiento moderno. El mito del fin del mundo estatuido universalmente se lo encuentra ya en los pueblos primitivos que están aún en el estadio paleolítico de la cultua, como por ejemplo los australianos, y se lo encuentta también en las grandes civilizaciones históricas, babilonias, indias, mejicanas y greco-latinas. Es el mito de la destrucción y de la recreación periodica de los mundos, formula cosmológica del mito del eterno retorno. Pero es preciso alegar inmediatamente que en ninguna cultura extra-europea el terror del fin del mundo ha logrado jamás paralizar la Vida ni las Culturas. La espera de la catástrofe cósmica, es, por cierto, angustiante, pero se trata de una angustia religiosamente y culturalmente integrada. El fin del mundo no es nunca absoluto; está siempre seguido por la creación de un mundo nuevo; regenerado. Por cuanto para los no-europeos, la Vida y el Espíritu tiene esto de particular, que no pueden desaparecer jamás de un modo definitivo.

...Terminaremos esta exposición con una historia jasídica, que ilustra admirablemente el misterio del reencuentro. Es la historia del rabino Eisik, de Cracovia, que el indianista Heinrich Zimmer desenterró de los Khassidischen Bucher de Martín Buber. Este piadoso rabino Eisik, de Cracovia, tuvo un sueño que le ordenaba ir a Praga: allí, sobre el gran puente que lleva al castillo real descubrirá un tesoro oculto. El sueño se le repitió tres veces y es así que el rabino se decidió a partir. Llegado a Praga, encontró el puente, pero como éste se encontraba custodiado día y noche por centinelas no intentó la busqueda. Vagando por los alrededores, atrajó la atención del capitán de la guardia; éste le preguntó amablemente si había perdido alguna cosa. Con simplicidad el rabino le refirió su sueño. El oficial estalló en risa: "Verdaderamente, pobre hombre, le constesto el oficial- ¿has gastado tus zapatos para andar todo este camino a causa simplemente de un sueño? ¿Qué persona razonable creería en un sueño?".

Ese mismo oficial había escuchado también una voz en sueños: "Me hablaba de Cracovia, me ordenaba ir allí para buscar un gran tesoro en la casa de un rabino cyyo nombre era Eisik, hijo de Jrekel. El tesoro debía ser descubierto en un rincón polvoriento donde se encontraba enterrado, detras de la estufa". Pero el oficial no agregaba voz alguna a las voces escuchadas en sueños: el oficial era una persona razonable. El rabino se inclinó entonces profundamente, le agradeció y se apresuró a volver aCracovia. Cayó en un rincón abandonado de su casa y descubrió el tedoro que puso fin a su miseria.

"Así pues -comenta Heinrinch Zimmer-, el verdadero tesoro, el que pone fin a nuestra miseria y a nuestra desgracia, nunca está muy lejos, no es preciso buscarlo en un lejano país, yace envuelto en los lugares más íntimos de nuestra propia casa, es decir, de nuestro propio ser. Está detrás de la estufa, el centro dador de vida y calor que ordena nuestra existencia, el corazón de nuestro corazón, si es que supiésemos excavar. Pero ocurre el hecho singular y constante que es sólo después de un piadoso viaje en una región lejana, en un país extraño, sobre una tierra nueva, que el significado de esa voz interior que guía nuestra búsqueda podrá revelarse a nosotros. Y, a ese hecho singular y constante, se agrega otro, a saber: que el que nos revela el sentido de nuestro misterioso viaje interior debe ser él tambien un extranjero, de otra creencia y de otra raza".

Y este es el profundo sentido de todo verdadero encuentro; y este podría constituir también el punto de partida de un nuevo humanismo de escala mundial. (*)



(*) Fuente: Versión parcial de Mircea Eliade, "Simbolismo religioso y valorización de la angustia", en Mitos, sueños y misterios, Buenos Aires, Ed. Compañía General Fabril Editora, pp. 57-73.

Extraido de Temakel

LA PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN POR ALDOUS HUXLEY


PRESENTACION

Aldous Huxley se atrevió a explorar la realidad que a diario no percibimos. En lo que llamamos nuestra vida cotidiana las cosas y seres, y el espacio mismo, laten con colores y formas intensas. Aun en el más minúsculo milímetro de materia danzan los árboles de bosques desconocidos y fantásticos.

A principios de los años 50', Huxley se entregó a la experimentación con la mescalina, un alcaloide psicoactivo del peyote. El nuevo paisaje perceptivo que amaneció en su mirada lo intentó recrear luego en su trascendental obra Las puertas de la percepción. Huxley inició mucho antes el camino en pos de la realidad que es y nos rodea. A través de la imaginación literaria, en los años 30', escribió la célebre novela Un mundo feliz en la que la droga denominada soma es virtualmente el personaje crucial de la obra. En aquel entonces, Huxley sospechaba que la farmacología se acercaba a la elaboración de una sustancia que liberaría al hombre de sus miedos. Pero, a la vez, presentía que el Estado se opondría a la sustancia emancipadora para reemplazarla por un "encefalograma plano", capaz de perfeccionar el control estatal y universal sobre la individual y particular. Esta hipótesis aflora en Un mundo feliz, obra cercana en sus visiones futuristas de hipercontrol social a 1984 de Orwell (que luego inspirará el famoso film Brazil).

Las preocupaciones por la vida religiosa y por el estado de conciencia místico le inspiraron a Huxley la laboriosa escritura de La filosofía perenne. Aquí, el escritor británico reunió vastas fuentes de diversas religiones que hablan de las palpitaciones arquetípicas de la experiencia religiosa, como ser el silencio, la oración, la relación entre lo infinito y lo finito, o lo uno y lo múltiple.

En su última obra, Isla, su pluma talló una atmósfera cultural apabullada por la neurosis de la guerra. Sólo una aislada minoría que vive en una Isla cultiva una sabiduría trascendental. Los miembros de esta población singular practicaban la costumbre de ingerir unas setas durante la experiencia de la muerte. Según Huxley, en el instante del tránsito al otro lado, el ser humano debe hallarse especialmente lúcido. Fiel a esta prédica, llegado el tiempo de su propio salto al trasmundo, Huxley le pidió a su esposa que le suministrara 100 mcg de LSD.

En Las puertas de la percepción, Huxley expandió su poder sensitivo ante la rica creatividad del mundo que, silenciosamente, nos acompaña. Fuente inspiradora esencial de su travesía exploratoria fue William Blake, el visionario poeta y grabador inglés del siglo XVIII. El nombre del escrito vivencial de Huxley procede de un conocido verso de Blake perteneciente a Las bodas del cielo y el infierno: "Y cuando las puertas de la percepción se abran, entonces veremos la realidad tal cual es: infinita". Tras abrir estas puertas, Huxley meditó en la experiencia visionaria y en el arte creador como una fuerza que nos restituye la urdimbre iridiscente y polimorfa de la realidad que nos abraza. El viaje que la inteligencia sensitiva de Huxley trazó en Las puertas de la percepción ejerció una fuerte influencia en el movimiento contracultural de los años 60, en la generación Beatnik de Keoruac y Allen Ginsberg, y en el interés por explorar los estados alterados de conciencia.

En este momento de Textos Olvidados de Temakel me es muy grato presentarles una selección de lo que estimo son los momentos más cruciales de Las puertas de la percepción. Esta selección la dividimos en cuatro sustantivos fragmentos cuyos títulos nacen de sus temáticas específicas y no pertenecen al ordenamiento original de la obra. En el primer fragmento, "La percepción y la Inteligencia Libre", Huxley reconstruye su nueva percepción de lo cotidiano bajo el efecto de la mescalina. Acontece entonces la transfiguración de lo habitual que, así, manifiesta pliegues más profundos y complejos de vitalidad. En "La visión artística de lo cotidiano" se expone la recuperación de las cosas como irradiación de Eternidad y el mundo otro que revela un autorretato de Cézanne más allá de su propia condición de pintura; en "Pintura y vacío" se reflexiona sobre la pintura de paisajes, en Oriente y Occidente, como formas de fusión con el espacio; y, en " Más allá del mundo verbal" Huxley traza una aguda crítica de la tendencia propia de nuestra cultura a reducir lo real al ámbito de lo verbal, de lo decible.

La experiencia de Huxley dará nuevos bríos a aquellos que sospechan o perciben que la realidad es un valle extraño y enigmático que siempre huye de nuestra estrecha mirada humana.

Esteban Ierardo



1. La percepción y la Inteligencia Libre

Vivimos juntos y actuamos y reaccionamos los unos sobre los otros, pero siempre, en todas las circunstancias, estamos solos. Los mártires entran en el circo tomados de la mano, pero son crucificados aisladamente. Abrazados, los amantes tratan desesperadamente de fusionar sus aislados éxtasis en una sola autotrascendencia, pero es en vano. Por su misma naturaleza, cada espíritu está condenado a padecer y gozar en la soledad. Las sensaciones, los sentimientos, las intuiciones, imaginaciones y fantasías son siempre cosas privadas y, salvo por medio de símbolos y de segunda mano, incomunicables. Podemos formar un fondo común de información sobre experiencia, pero no de las experiencias mismas. De la familia de la nación, cada grupo humano es una sociedad de universos islas.

La mayoría de los universos islas tienen las suficientes semejanza entre sí para permitir la comprensión por inferencia y hasta la empatía o "dentro del sentimiento". Así, recordando nuestras propias aflicciones y humillaciones, podemos condolernos de otros en análogas circunstancias, podemos ponernos -siempre desde luego un poco al estilo Pickwick- en su lugar. Pero, en ciertos casos, la comunicación entre universos es incompleta o hasta inexistente. La inteligencia es su propio lugar y los lugares habitados por los insanos y los excepcionalmente dotados son tan diferentes de aquellos en que viven los hombres y mujeres corrientes que hay poco o ningún terreno común de memoria que pueda servir de base para la comprensión o la comunidad de sentimientos Se pronuncian las palabras, pero son las palabras que no ilustran. Las cosas y los acontecimientos a que los símbolos hacen referencia pertenecen a campos de experiencia que se excluyen mutuamente.

Vernos a nosotros mismos como los demás nos ven es un don en extremo conveniente. Apenas es menos importante la capacidad de ver a los demás como ellos mismos se ven. Pero ¿qué si los demás pertenecen a una especie distinta y habitan un universo radicalmente extraño? Por ejemplo, ¿cómo puede el cuerdo llegar a saber lo que realmente se siente cuando se está loco? O, a menos que también se haya nacido visionario, médium o genio musical, ¿cómo podemos visitar los mundos en los que Blake, Swedenborg o Johann Sebastián Bach se sentían en su casa? Y ¿cómo puede un hombre que se halla en los límites extremos de la ectomorfia y cerebrotonía ponerse en el lugar de otro situado en los límites de la endomorfia o viscerotonía o, salvo en ciertas zonas muy circunscriptas, compartir los sentimientos de quien se encuentra en los límites dc la mesomorfía o somatotonía? Supongo que estas preguntas carecen de sentido para el behaviourista sin paliativos, atento únicamente a los comportamientos. Pero, para quienes teóricamente creen lo que en la practica saben que es verdad -concretamente, que hay un interior para la experiencia, lo mismo que un exterior-, los problemas planteados son problemas reales, tanto más graves cuanto que algunos son completamente insolubles y otros solubles tan sólo en circunstancias excepcionales y por métodos que no están al alcance de cualquiera. Así, parece virtualmente indudable que nunca sabré qué se siente cuando se es un Sir John Falstaff o un Joe Louis. En cambio, siempre me ha parecido que, por ejemplo, mediante la hipnosis o la autohipnosis, por medio de una meditación sistemática o también tomando la droga adecuada, es posible cambiar mi modo ordinario de conciencia hasta el punto de quedar en condiciones de saber, desde dentro, de qué hablan el visionario, el médium, y hasta el místico.

Por lo que había leído sobre las experiencias con la mescalina, estaba convencido por adelantado de que la droga me haría entrar, al menos por unas cuantas horas, en la clase de mundo interior descrito por Blake y A. E. Pero no sucedió lo que yo había esperado. Yo había esperado quedar tendido con los ojos cerrados, en contemplación de visiones de geometrías multicolores, de animadas arquitecturas llenas de gemas y fabulosamente bellas, de paisajes
con figuras heroicas, de dramas simbólicos, perpetuamente trémulos en los lindes de la revelación final. Pero no tenía en cuenta, era manifiesto, los rasgos de mi formación mental, los hechos de mi temperamento, mi preparación y mis hábitos.

(...) Media hora después de tomada la droga advertí una lenta danza de luces doradas. Poco después hubo sinuosas superficies rojas que se hinchaban y expandían desde vibrantes nódulos de energía, unos nódulos vibrantes, con una vida ordenada, continuamente cambiante. En otro momento, cuando cerré los ojos, se me reveló un complejo de estructuras grises, dentro del que surgían esferas azuladas que iban adquiriendo intensa solidez y, una vez completamente surgidas, ascendían sin ruido hasta perderse de vista. Pero en ningún momento hubo rostros o formas de hombres o animales. No vi paisajes, ni espacios enormes, ni aparición y metamorfosis mágicas de edificios, ni nada que se pareciera ni remotamente a un drama o una parábola. El otro mundo al que la mescalina me daba entrada no era el mundo de las visiones; existía allí mismo, en lo que podía ver con los ojos abiertos. El gran cambio se producía en el campo objetivo.

Tomé la píldora a las once. Hora y medía después estaba sentado en mi estudio, con la mirada fija en un florerito de cristal. Este florero contenía únicamente tres flores: una rosa Bella de Portugal completamente abierta, de un rosado de concha, pero mostrando en la base de cada pétalo un matiz más cálido y crema; y, pálida púrpura en el extremo de su tallo roto, la audaz floración heráldica de un iris. Fortuito y provisional, el ramillete infringía todas las normas del buen gusto tradicional. Aquella misma mañana, a la hora del desayuno, me había llamado la atención la viva disonancia de los colores. Pero no se trataba ya de esto. No contemplaba ahora unas flores dispuestas del modo desusado. Estaba contemplando lo que Adán había contemplado a la mañana de su creación: el milagro, momento por momento, de la existencia desnuda.

-¿Es agradable?- preguntó alguien. Durante esta parte del experimento se registraban todas las conversaciones en un dictáfono y esto me ha permitido refrescar mi memoria.

-Ni agradable ni desagradable -contesté-. Simplemente, es.

Istigkeit... ¿no era esta la palabra que agradaba a Meister Eckhart? "Ser-encía". El ser de la filosofía platónica, salvo que Platón parece haber cometido el error y absurdo error de separamos del devenir e identificarlo con la abstracción matemática de la Idea. El pobre hombre no hubiera podido ver nunca un ramillete de flores brillando con su propia luz interior... nunca hubiera podido percibir que lo que la rosa, el iris y el clavel significaban tan intensamente era nada más, y nada menos, que lo que eran, una transitoriedad que era sin embargo vida eterna, un perpetuo perecimiento que era al mismo tiempo puro Ser, un puñado de particularidades insignificantes y únicas en las que cabía ver, por una indecible y sin embargo evidente paradoja, la divina fuente de toda existencia.

Continué en contemplación de las flores y, en su luz viva, creí advertir el equivalente cualitativo de la respiración, pero de una respiración sin retorno al punto de partida, sin reflujos recurrentes, con sólo un reiterado discurrir de una belleza a una belleza mayor, de un hondo significado a otro todavía más hondo. Me vinieron a la mente palabras como Gracia y Transfiguración y esto era, desde luego, lo que las flores, entre otras cosas, sostenían. Mi vista pasó de la rosa al clavel y de esta plúmea incandescencia a las suaves volutas de amatista sentimental que era el iris. La Visión Beatífica, Sat Chit Anada, Ser-Conocimiento-Bienaventuranza... Por primera vez comprendí, no al nivel de las palabras, no por indicaciones incoadas o a lo lejos, sino precisa y completamente, a qué hacían referencia estas prodigiosas sílabas. Y luego recordé un pasaje que había leído en uno de los ensayos de Suzuki: "¿Qué es el Dharma-Cuerpo del Buda?" (El Dharma-Cuerpo del Buda es otro modo de decir Inteligencia, Identidad, el Vacío, la Divinidad). Quien formula la pregunta es un fervoroso y perplejo novicio en un monasterio Zen. Y con la rápida incoherencia de uno de los Hermanos Marx, el Maestro contesta: "El seto al fondo del jardín." El novicio, en la incertidumbre, indaga: "Y el puede que comprende esta verdad ¿qué es, puede decírmelo?" "Groucho" le da un golpecito en el hombro con el báculo y contesta: "Un león de dorado pelaje."

Cuando lo leí, no fue para ni más que desatino con algo dentro, vagamente presentido.
Ahora, todo era claro como el día, evidente como Euclides. Desde luego, el Dharma-Cuerpo del Buda era el seto al fondo del jardín. Al mismo tiempo y de modo no menos evidente, era estas flores y cualquier otra cosa en que Yo -o mejor dicho, el bienaventurado No-Yo, liberado por un momento de mi asfixiante abrazo- quisiera fijar mi vista. Los libros, por ejemplo, que cubrían las paredes de mi estudio. Como las flores, brillaban cuando los miraba, con colores más vivos, con un significado más profundo. Había allí libros rojos corno rubíes, libros esmeralda, libros encuadernados en blanco jade; libros de ágata, de aguamarina, de amarillo topacio; libros de lapislázuli de color tan intenso, tan intrínsecamente significativos, que parecían estar a punto de abandonar los anaqueles para lanzarse más insistentemente a mi atención.

-¿Qué me dice de las relaciones espaciales? -indagó el investigador, mientras yo miraba a los libros.

Era difícil la contestación. Verdad era que la perspectiva parecía rara y que se hubiera dicho que las paredes de la habitación no se encontraban ya en ángulos rectos. Pero esto no era lo importante. Verdaderamente importante era que las relaciones espaciales habían dejado de importar mucho y que mi mente estaba percibiendo el mundo en términos que
no eran los de las categorías espaciales. En tiempos ordinarios, el ojo se dedica a problemas como: ¿Dónde?, ¿A qué distancia? ¿Cuál es la situación respecto a tal o cual cosa? En la experiencia de la mescalina, las preguntas implícitas a las que el ojo responde son de otro orden. El lugar y la distancia dejan de tener mucho interés. La mente no tiene su percepción en función de la intensidad de la existencia, de la profundidad del significado, de relaciones dentro de un sistema. Veía los libros, pero no estaba interesado en las posiciones que ocupaban en el espacio. Lo que advertía, lo que se grababa en mi mente, ya que todos ellos brillaban con una luz viva y que la gloria era en algunos de ellos más manifiesta que en otros. En relación con esto la posición y las tres dimensiones quedaban al margen. Ello no significaba, desde luego, la abolición de la categoría de espacio. Cuando me levanté y caminé pude hacerlo con absoluta normalidad, sin equivocarme en cuanto al paradero de los objetos El espacio seguía allí. Pero había perdido su predominio. La mente se interesaba primordialmente no en las medidas y las colocaciones, sino en el ser y el significado.
Y junto a la indiferencia por el espacio, había una indiferencia igualmente completa por el tiempo.
-Se diría que hay tiempo de sobra. -Era todo lo que contestaba cuando el investigador me pedía que le dijera lo que yo sentía a cerca del tiempo.

Había mucho tiempo, pero no importaba saber exactamente cuánto. Hubiera podido, desde luego, recurrir a mi reloj, pero mi reloj, yo lo sabía, estaba en otro universo. Mi experiencia real había sido, y era todavía, la de una duración indefinida o, alternativamente, de un perpetuo presente formado por un apocalipsis en continuo cambio.

El investigador hizo que mi atención pasara de los libros a los muebles. Había en el centro de la habitación una mesita de máquina de escribir; más allá, desde mi punto de vista, habla una silla de mimbre y, más allá todavía, una mesa. Los tres muebles formaban un complicado dibujo de horizontales, verticales y diagonales, un dibujo que resultaba más interesante por el hecho mismo de que no era interpretado en función de relaciones espaciales. Mesita, silla y mesa se unían en una composición que parecía alguna pintura de Braque o Juan Gris, una naturaleza muerta que, según se advertía, se relacionaba con el mundo objetivo; pero expresándolo sin profundidad y sin ningún afán de realismo fotográfico. Yo miraba mis muebles, no como el utilitario que ha de sentarse en sillas y escribir o trabajar en mesas, no como el operador cinematográfico o el observador científico, sino como el puro esteta que sólo se interesaba en las formas y en sus relaciones con el campo de la visión o el espacio del cuadrado. Pero, mientras miraba, esta vista puramente estética de cubista fue reemplazada por lo que sólo se puede describir como "la visión sacramental de la realidad". Estaba de regreso donde había estado al mirar las flores, de regreso en el mundo donde todo brillaba con la luz interior y que era infinito en su significado. Las patas de la silla, por ejemplo, ¡Que maravillosamente tubulares eran, que sobrenaturalmente pulidas!. Pasé varios minutos - ¿o fueron siglos?-, no en mera contemplación de estas patas de bambú, sino realmente siendo ellas o, mejor dicho, siendo yo mismo en ellas o, todavía con más precisión -pues "yo" no intervenía en el asunto, como tampoco en cierto modo, "ellas"-, siendo mi No-mismo en él No-Misma que era la silla.

Al reflexionar sobre mi experiencia, me sentí de acuerdo con el eminente filósofo de Cambridge Dr. C. D. Broad en que "haríamos bien en considerar que hasta ahora que el tipo de teoría que Bergson presentó en relación con la memoria y la percepción de los sentidos". Según estas ideas la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente eliminativa, no productiva. Cada persona, en cada momento, es capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos, por esta masa de conocimiento en gran parte inútiles y sin importancia, dejando fuera la mayor parte de lo que de otro modo percibiríamos o recordaríamos en cualquier momento y admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos prácticamente útil. Conforme a esta teoría, cada uno de nosotros es potencialmente Inteligencia Libre. Pero, en la medida en que somos animales, lo que nos importa es sobrevivir a toda costa. Para que la supervivencia biológica sea posible, la Inteligencia Libre tiene que ser regulada mediante la válvula reducidora del cerebro y del sistema nervioso. Lo que sale por el otro extremo del conducto es un insignificante hilillo de esa clase de conciencia que nos ayudara a seguir con vida en la superficie de este planeta. Para formular y expresar el contenido de este reducido conocimiento, el hombre ha inventado e incesantemente elaborado esos sistemas de símbolos y Filosofía implícitas que denominamos lenguajes. Cada individuo se convierte enseguida en el beneficiario y la víctima de la tradición lingüística en la que ha nacido.

Lo que en el lenguaje de la religión se llama "este mundo" es el universo del conocimiento reducido, petrificado por el lenguaje. Los diversos "otros mundo" con los que los seres humanos entran de modo errátil en contacto, son otros tantos elementos de la totalidad del conocimiento pertenecientes a la Inteligencia Libre. La mayoría de las personas sólo llegan a conocer, la mayor parte del tiempo, lo que pasa por la válvula reductora y está consagrado como genuinamente real por el lenguaje del lugar. Sin embargo, ciertas personas parecen nacidas con una especie de válvula adicional que permite trampear a la reductora. Hay otras personas que adquieren transitoriamente el mismo poder, sea espontáneamente sea como resultado de "ejercicios espirituales", de la hipnosis o de las drogas. Gracias a estas válvulas auxiliares permanentes o transitorias discurre, no, desde luego, la percepción de "cuando está sucediendo en todas las partes del universo -pues la válvula auxiliar no suprime a la reductora que sigue excluyendo el contenido total de la Inteligencia Libre-, sino algo más -y sobre todo algo diferente del material utilitario-, cuidadosamente seleccionado, que nuestras estrechas inteligencias individuales consideran como un cuadro completo, o por lo menos suficiente, de la realidad. (*)



2. La visión artística en lo cotidiano

El artista está congénitamente equipado para ver todo el tiempo lo que los demás vemos únicamente bajo la influencia de la mescalina. La percepción del artista no esta limitada a lo que es biológica o socialmente útil....Para el artista y para el que toma mescalina, los ropajes son jeroglíficos vivos que representa, de un modo peculiarmente expresivo, el insondable misterio del puro ser. Más inclusive que la carne, aunque menos tal vez que aquella flores totalmente sobrenaturales, los pliegues de mis pantalones grises de fanela estaban cargados de "ser-encia". No puedo decir a qué debían esta privilegiada condición. ¿Se debe acaso a que las formas del ropaje plegado son tan extrañas y dramáticas que atraen al ojo y, de este modo, imponen a la atención el hecho milagroso de la pura existencia? ¿Quién sabe? La razón de la experiencia importa menos que la experiencia misma. Al fijarme en la falda de Judit, allí en la Droguería Mayor del Mundo, comprendí que Botticelli, y no solamente Botticelli, sino también muchos otros, habían contemplado los ropajes con los mismos ojos transfigurados y transfigurantes que yo había tenido aquella mañana. Habían visto la Istigikeit, la Totalidad e Infinitud de la ropa pegada, y habían hecho todo lo posible para expresar esto en pintura o piedra. Necesariamente, desde luego, sin lograrlo. Porque la gloria y la maravilla de la pura existencia pertenecen a otro orden, más allá del poder de expresión que tiene el arte más alto. Pero yo pude ver claramente en las faldas de Judit lo que hubiera podido hacer con mis viejos pantalones grises si hubiese sido un pintor de genio. No gran cosa, Dios lo sabe, en comparación con la realidad, pero lo bastante para deleitar a generación tras generación de espectadores, lo bastante para hacerles comprender un poco por lo menos del verdadero significado de lo que, en nuestra patética imbecilidad, llamamos "meras cosas" y desdeñamos en favor de la televisión.
"Es así como deberíamos ver", decía una y otra vez, mientras miraba mis pantalones, los enjoyados libros de los anaqueles o las patas de mi silla. "Así es como deberíamos ver; así son realmente las cosas. " Y, sin embargo, había reparos. Porque si viera siempre así, nunca se querría hacer otra cosa. Bastaría con mirar, con ser el divino No-mismo de la flor, del libro, de la silla, del pantalón. Esto sería suficiente. Pero en este caso, ¿qué sería los demás? ¿Qué de las relaciones humanas? En la grabación de las conversaciones de aquella mañana, hallo constantemente repetida esta pregunta: "¿Qué hay acerca de la relaciones humanas?" ¿Cómo se podrían conciliar esta bienaventuranza sin tiempo de ver como se debería ver con los deberes temporales de hacer lo que se debería sentir? "Deberíamos ser capaces de ver estos pantalones como infinitamente importantes", dije. Deberíamos... Pero, en la práctica, esto parecía imposible. Esta participación en la gloria manifiesta de las cosas no dejaba sitio, por decirlo así, a lo ordinario, a los asuntos necesarios de la existencia humana, y, ante todo, a los asuntos relacionados con las personas. Porque las personas son ellas mismas y, en un aspecto por lo menos, yo era ahora un No-mismo, que simultáneamente percibía y era el No-mismo de las cosas que me rodeaban. Para este No-mismo recién nacido, el comportamiento, la apariencia y la misma idea de sí mismo habían dejado momentáneamente de existir y, en cuanto a los otros sí mismos, sus antes semejantes, no parecían realmente desagradables -el desagrado no era una de las categorías en función de la que estaba pensando-, sino enormemente ajenos. Obligado por el investigador a analizar y decir lo que estaba haciendo -¡cómo ansiaba estar a solas con la Eternidad en una flor, con la Infinitud en las cuatro patas de una silla y con lo Absoluto en los pliegues de unos pantalones de franela!-, advertí que estaba eludiendo deliberadamente las miradas de quienes estaban conmigo en la habitación, tratando deliberadamente de no darme cuenta de sus presencias. Una de aquellas personas era mi mujer y otra un hombre al que respetaba y tenía mucha simpatía pero ambos pertenecían al mundo del que, por el momento la mescalina me había liberado, al mundo de los sí mismos, del tiempo, de los juicios morales y las consideraciones utilitarias al mundo - y era este aspecto de la vida humana el que quería ante todo olvidar- de la afirmación de sí mismo, de la presunción de las palabras excesivamente valoradas y de las naciones adoradas idolátricamente.

En esta frase de la experiencia se me entregó una reproducción en gran tamaño del conocido autorretrato de Cézanne: la cabeza y los hombros de un hombre con sombrero de paja, de mejillas coloradas y labios muy rojos, con unas pobladas patillas negras y unos ojos oscuros de pocos amigos. Es una pintura magnífica pero yo no la veía ahora como pintura. Porque la cabeza adquirió muy pronto una tercera dimensión y surgió a la vida como un duendecillo que se asomara a la ventana en la página que yo tenía delante. Me eché a reír y, cuando me preguntaron por qué me reía dije una y otra vez: "¡Que pretensiones! pero ¿quién se cree que es?" La pregunta no estaba dirigida a Cézanne en particular, sino a la especie humana en general. ¿Quiénes se creían que eran? (*)



3. Pintura y vacío


La mayoría de los imaginativos se transforman con la mescalina en visionarios. Algunos de ellos -y son tal vez más numerosos de lo que generalmente se supone- no necesitan transformación: son visionarios todo el tiempo. La especie mental a la que Blake pertenecía está muy difundida hasta en las sociedades urbanas-industriales de nuestros días. El carácter único del poeta-artista no consiste en el hecho -para citar sus Catálogos Descriptivos - de que veía realmente "estos maravillosos originales llamados el Querubín en las Sagradas Escrituras". No consiste en el hecho de que "estos maravillosos originales percibidos en mis visiones eran a veces de cien pies de estatura... todos con un significado mitológico y recóndito". Consiste únicamente en la capacidad de este hombre para expresar, en palabras, o de manera algo menos lograda, en línea y color, alguna indicación por lo menos de una experiencia no extraordinariamente desusada. El visionario sin talento puede percibir una realidad interior no menos tremenda, hermosa y significativa que el mundo contemplado por Blake, pero carece totalmente de la capacidad de expresar, en símbolos literarios o plásticos, lo que ha visto. Resulta manifiesto de las constancias religiosas y de los momentos sobrevivientes de la poesía y las artes plásticas que, en la mayoría de los tiempo y lugares, los hombres han atribuido más
importancia al paisaje interior que a las experiencias objetivas y han atribuido a lo que veían con los ojos cerrados una significación espiritualmente más alta que a lo que veían con los ojos abiertos. ¿La razón? La familiaridad engendra el desdén y el cómo sobrevivir es un problema cuya urgencia va de lo crónicamente tedioso al auténtico tormento. El mundo exterior es aquello a lo que nos despertamos cada mañana de nuestras vidas, es el lugar donde, nos guste o no, tenemos que esforzamos por vivir. En el mundo interior no hay en cambio ni trabajo ni monotonía. Lo visitamos únicamente en sueños o en la meditación, y su maravilla es tal que nunca encontramos el mismo mundo en dos sucesivas ocasiones. ¿Cómo puede extrañar entonces que los seres humanos, en su busca de lo divino, hayan preferido generalmente mirar hacia adentro? Generalmente pero no siempre. En su arte del mismo modo que en su religión, los taoístas y los budistas Zen miraban, más allá de las visiones, al Vacío y, a través del Vacío, a las diez mil cosas de la realidad objetiva. A causa de su doctrina del Verbo hecho carne, los cristianos hubieran debido ser capaces, desde el principio, de adoptar una actitud análoga frente al universo que los rodeaba. Pero, como consecuencia de la doctrina del Pecado, les resultaba ortodoxa y comprensible una expresión de total negación del mundo y hasta de su condenación. "Nada nos debe asombrar en la Naturaleza, con la sola excepción de la Encamación de Cristo." En el siglo XVII, la frase de Lallemant parecía tener sentido. Hoy, suena a locura.

La elevación de la pintura de paisajes al rango de forma de arte mayor se produjo en China hace unos mil años, en Japón hace un seiscientos años y en Europa hace unos trescientos. La creación del Dharma-Cuerpo con el seto fue formada por esos Maestros Zen que unieron el naturalismo taoísta con el trascendentalismo budista. Fue, por tanto, únicamente en el Lejano Oriente donde los paisajistas consideraron conscientemente su arte cono religioso. En Occidente, la pintura religiosa consistía en retratar a santos personajes, en ilustrar textos sagrados. Los paisajistas se consideraban a sí mismos artistas del siglo. Hoy reconocemos en Seurat a uno de los supremos maestros de lo que podría ser llamada pintura mística de paisajes. Y sin embargo, este hombre que fue capaz, más efectivamente que cualquier otro, de expresar lo Uno en los muchos, se indignaba cuando alguien le alababa por la "poesía" de su trabajo. "Yo me limito a aplicar el Sistema", protestaba. En otros términos, era meramente un pointilliste y, a sus propios ojos, nada más. Se cuenta una anécdota análoga de John Constable. Hacia el fin de su vida, Blake conoció a Constable en Hampstead y contempló uno de los boceto del joven artista. A pesar de su desdén por el arte naturista, el anciano visionario advertía algo bueno cuando lo veía. "Esto no es dibujo; esto es inspiración", exclamó. "Yo he tratado de que sea dibujo", fue la característica respuesta de Constable. Los dos hombres tenían razón. Era dibujo, preciso, veraz, y era al mismo tiempo inspiración, inspiración de un orden tan alto por lo menos como la de Blake. Los pinos del Heath habían sido vistos verdaderamente como identificados con el Dharma-Cuerpo. El boceto era una expresión, necesariamente impresionante de lo que una percepción purificada había revelado a los ojos abiertos de un eran pintor. De una contemplación según la tradición de Wordsworth y Whitman, del Dharma-Cuerpo como seto y de visiones, como las de Blake, "de los originales maravillosos" dentro del espíritu, los poetas contemporáneos se han retirado a una investigación de lo subconsciente personal y a una expresión en términos sumamente abstractos no del hecho dado objetivo, sino de meras nociones científicas y teológicas. Y algo parecido ha sucedido en el campo dc la pintura. Aquí hemos experimentado un abandono general del paisaje, la forma artística predominante en el siglo XIX. Este abandono del paisaje no ha sido para pasar a eso otro, al Dato divino interior a que se han dedicado la mayoría de las escuelas tradicionales del pasado, al Mundo Arquetípico donde los hombres han hallado siempre las materias primeras del mito y de la religión. No, ha sido un paso al Dato exterior a lo subconsciente personal, a un mundo mental más escuálido y más herméticamente cerrado que inclusive el mundo de la personalidad consciente. ¿Donde había había visto yo antes estas chucherías de hojalata y materias plásticas? En cualquiera de las galerías que exponen lo último en arte no representativo. (*)



4. Más allá del mundo verbal

(...) Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es un experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual. Porque el intelectual es por definición el hombre para el que, según la frase de Goethe, "la palabra es esencialmente fecunda". Es el hombre que entiende que "lo que percibimos con los ojos nos es extraño como tal y no debe impresionamos mucho". Y sin embargo, aunque él mismo es un intelectual y uno de los supremos maestros del lenguaje, Goethe no se muestra siempre de acuerdo con sus propias valoración de la palabra. En la madurez de su vida, escribió: "Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más. A mi, personalmente, me gustaría renunciar totalmente a la palabra y, como la Naturaleza orgánica, comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar de mi ventana a la serena espera de su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta -siento la tentación de decirlo- afectado en la palabra. En cambio, ¡cómo Impresiona la gravedad y el silencio de la Naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes!" No podremos nunca eximirnos dcl lenguaje o de los otros sistemas de símbolos; porque es gracias a ellos, solamente a ellos, como hemos podido elevamos por encima de los brutos, al nivel de los seres humanos. Pero, así como somos sus beneficiarios, podemos también muy fácilmente convertirnos en sus víctimas. Debemos aprender a manejar con eficacia las palabras, pero, al mismo tiempo, debemos preservar y, en caso necesario, intensificar nuestra capacidad para mirar al mundo directamente y no a través del medio semiopaco de los conceptos.
(...) En un mundo donde la educación es predominantemente verbal, las personas muy cultas encuentran casi imposible dedicar una seria atención a lo que no sea palabras y nociones. Siempre hay dinero y doctorados para la culta necedad de lo que constituye entre los eruditos el problema más importante: ¿Quién influyó en quien para decir tal o cual cosa en tal o cual ocasión? Hasta en estos tiempos de tecnología se rinde pleitesía a las Humanidades. En cambio, apenas se hace el menor caso a las humanidades no verbales, a las artes de percibir directamente los hechos concretos de nuestra existencia. Es completamente seguro que hallarán aprobación y ayuda financiera, un catálogo, una bibliografía, una edición definitiva de un versificador de tercera clase, un estupendo índice que pone fin a todos los índices. Pero si se trata de averiguar cómo usted y yo, nuestros hijos y nuestros nietos podemos hacernos más perceptivos, más intensamente conscientes de la realidad interior y exterior, más abiertos al Espíritu, menos propenso a caer, por nuestros vicios psicológicos, físicamente enfermos y más capaces de regular nuestro propio sistema nervioso; si se trata de cualquier forma de educación verbal que sea más fundamental que la Gimnasia Sueca, ninguna persona respetable ni ninguna universidad o religión que se respete hará absolutamente nada.

Los verbalistas temen a los no verbales; los racionalistas temen al hecho concreto no racional; los intelectuales entienden que "lo que percibimos con el ojo (o de cualquier otro modo) nos es extraño como tal y no debe impresionarnos mucho". Además, este asunto de la educación en las Humanidades no verbales no encaja en ninguno de los casilleros establecidos. No es religión, ni es neurología, ni es gimnasia, ni es moral, ni es civismo, ni es psicología experimental. Siendo esto así, el tema, a los efectos académicos y eclesiásticos no existe y puede ser tranquilamente pasado por alto o dejado, con una sonrisa de superioridad, a quienes son llamados farsantes, curanderos, charlatanes y aficionados ineptos por los fariseos de la ortodoxia verbal.
Blake escribió con mucha amargura: "Siempre he advertido que los Ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como de los únicos sabios. Hacen esto con una confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático."
El razonamiento sistemático es algo de lo que tal vez no podamos prescindir ni como especie ni como individuos. Pero tampoco podemos prescindir, si hemos de permanecer sanos, de la percepción directa de los mundos interior y exterior en los que hemos nacido. Esta realidad es un infinito que está más allá de toda comprensión y, sin embargo, puede ser percibida directamente, y desde cierto punto de vista, de modo total. Es una trascendencia que pertenece a un orden distinto del humano y que, sin embargo, puede estar presente en nosotros como una inmanencia sentida, corno una participación experimentada. Saber es darse cuenta, siempre, de la realidad total en su diferenciación inmanente; darse cuenta de ello y, aun así, permanecer en condiciones de sobrevivir como animal, de pensar y sentir como ser humano, de recurrir cuando convenga al razonamiento sistemático. Nuestra finalidad es descubrir que siempre hemos estado donde deberíamos estar. Por desdicha, nos hacemos muy difícil esta tarea. Bajo un sistema de educación más realista y menos exclusivamente verbal que el nuestro, todo Ángel -en el sentido que Blake le da a la palabra- tendría autorización para un banquete sabático, sería inducido y hasta, en caso necesario, obligado a hacer de cuando en cuando, por medio de alguna Puerta Química en el Muro, un viaje al mundo de la experiencia trascendental. Si esto le aterrara, sería una desdicha, sin duda, pero probablemente saludable. Si le procurara una iluminación breve, pero sin tiempo, tanto mejor. En cualquiera de los casos, el Ángel perdería algo de la confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático y de la conciencia de haber leído todos los libros.
Cerca ya del fin de su vida, Aquino experimentó la Contemplación Infusa. Después de esto, se negó a trabajar de nuevo en su libro no terminado. Comparado con esto, cuanto había leído, discutido y escrito -Aristóteles y las Sentencias, las Cuestiones, las Proporciones, las majestuosas Summas- no era más que broza o paja. Para la mayoría de los intelectuales, una huelga de brazos cruzados así sería una equivocación y algo moralmente censurable. Pero el Doctor Angélico había hecho más razonamiento sistemático que doce Ángeles ordinarios juntos y estaba ya maduro para la muerte. Había conquistado el derecho, en esos últimos meses
de su mortalidad, a pasar de la broza o paja meramente simbólica al plan del Hecho real y sustancial. Para Ángeles de un orden menor y con mejores perspectivas de longevidad, conviene que haya un retorno a la broza. Pero el hombre que regresa por la Puerta en el Muro ya no será nunca el mismo que salió por ella. Será más instruido y menos engreído, estará
menos satisfecho de sí mismo, reconocerá su ignorancia humildemente, pero, al mismo tiempo, equipado para comprender la relación de las palabras con las cosas, del razonamiento sistemático con el insondable Misterio que trata, por siempre jamás, vanamente, de comprender. (*)

(*) Fuente: Todas las citas pertenecen a Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, E.L.E. Ediciones, Barcelona, 1986.




Extraido de Temakel