viernes, 9 de abril de 2010

ALDEN VAN BUSKIRK por MOME

Van Buskirk: el más certero escupitajo


Dulce introducción a la nada


…palabras, sólo palabras. Palabras ardientes, recalcitrantes, palabras empedernidas e indiferentes. Palabras sofocadas de tanto correr en la huida del sentido, la huida eterna del acérrimo enemigo. Una habitación infesta, desangelada…quiero decir: la habitación modélica del adicto: sin objetos de valor, sin enchufes sanos, sin paz. El hombre de los huesos marcados en la piel detecta con el rabillo del ojo la llegada del frenesí. Sus ojos ya no sirven, ni sus manos, ni su pija, ni sus piernas. No sirven al menos para lo que él quiere, para lo que necesita. El estallido se produce: allí está la palabra rondándolo violentamente sobre su cabeza, como un murciélago espástico, enloquecidos ambos en el encierro de la habitación. El hombre sabe, ya sabe…observó demasiadas cosas como para no saber: la lucha es inútil. El hombre traga la palabra como si se tratara de cien litros de aceite capilar. Cree que va a morir, y de algún modo está en lo cierto; pero momentáneamente la tortura cesa y la palabra regurgita desde sus entrañas, surge desde sus labios y resuena aterradoramente en la habitación, se posa en el viento y asume la eternidad.



El hombre es Alden Van Buskirk


La palabra…bueno, la palabra la conocen todos pero nadie sabría decirla. Es la palabra sin palabra.


De Van Buskirk se sabe poco y nada. Murió en 1961, antes de cumplir sus 25 años, gustaba de Keats, de Burroughs, de Beethoven y de Charlie Parker. Consumía todo tipo de drogas y de alguna manera ofició de enfant terrible de la Generación Beat o así dicen sus escasos críticos.


Ah, por cierto, también sabemos que escribió un solo libro, póstumamente recopilado y titulado Lami. Y los que lo leímos, también sabemos que es un estiletazo en el corazón de la vida sosegada.


Van Buskirk trabaja con esa palabra, con la palabra-sin-palabra. Es esa la palabra que lo persigue y lo alucina, es esa misma palabra la que él mismo persigue en el último estertor del ánimo. Van Buskirk penetra a la palabra y es penetrado a su vez por ella. La palabra-sin-palabra. La nada. Eso es: la única, exigua y rejuntada obra de Van Buskirk es una dulce introducción a la nada. A la ausencia de la ausencia, al calamitoso sentido del sinsentido:


“Venga, ¿has bajado ya las chimeneas impasables?
¿Me has enviado más guías aún para orientarme por el horror?
¿Has meado rojo, llorando, porque le faltaron sables?
Las hormigas han tapado los desnudos a color de los carteles”


Van Buskirk desata las cuerdas de la nada, las extiende, las inocula en las palabras. ¿O será que las palabras ya tienen una parte de nada? ¿O será que las palabras están hechas de nada; atiborradas, exhaustas, hartas de nada? Van Buskirk no puede una obra, o quizás no quiere, lo mismo da. Van Buskirk narra desde el sótano del hombre y vaya si se le nota el moho. El moho, que es como una nada que mancha. El moho, que es casi como las palabras.




Eso que no cabe nunca en el cuerpo


Los poemas de Lami – que en verdad se distribuyen entre poemas, prosas poéticas, fragmentos de cartas y otras yerbas – reflejan (como la nada refleja en el espejo ese vapor que nos desvela en las malas noches) un estilo de vida beat ya rendido, desastrado, entregado al inexorable futuro de una nueva dimensión, se llame esta muerte, locura o misticismo. Van Buskirk está enmarcado en la Generación Beatnik porque Ginsberg le tenía algún cariño y porque su propio estilo se nutre de algunos motivos típicos de Burroughs pero en realidad no pertenece a ninguna “generación”; en todo caso pertenece de otra manera, pero en lo que respecta a su manera de escribir, a su universo literario, Van Buskirk se hunde en un vacío que sólo alcanzaría un Kerouac viviendo como Burroughs.



Quiero decir: la desesperación que puebla Lami es comparable a la del último Kerouac, al de Big Sur, pero Kerouac no estaba tan resignado como consternado, y esa pavura en Van Buskirk deviene otra cosa, precisamente porque Van Buskirk está resignado a su forma de vida, no siente culpa alguna por ella. Escribe en el poema Última voluntad y:


“Hasta la fecha me entregué a la vida y desperté
tiritando, como un cobarde.
Cada vez más rígido empero,
Víctima de un arrastre mayor cada vez, muero
De deseos de explotar y juro no volver a batirme en retirada.
Dios también ansía follarme,
Y será la muerte mi última amante.
A ella me entrego”


Van Buskirk quiere explotar, y su literatura – tan vacía de “literaturidad”, tan desinteresada de cualquier gesto voluntario – también. El poeta le canta (con voz agria y oxidada, con una voz que, se me ocurre, solo Leonard Cohen podría encarnar) a eso que no cabe en el cuerpo, eso que jamás se serena del todo, eso que satura a ciertos seres humanos hasta el terror. Van Burskik se agencia un lugar en el otro lado del pensamiento y desde allí escribe; el lado humillado del pensamiento, el cono fuliginoso desde el cual solamente se puede balbucear. Desde allí envía sus notas a un cuaderno traslúcido, como de agua. Desde allí escribe: “Toda humillación es espiritual, toda degradación religiosa”. Es el fondo del mar, el mismísimo fondo del mar en donde siquiera agua queda, un desierto de aire que no sirve: el adicto rindiéndose cuentas a sí mismo sin mirarse a los ojos. Sin contrición y sin esperanza, sin remordimiento y sin futuro.




Rapsodia de la vida sin hechos


El primer Wittgenstein – el del Tractatus – dice, en el comienzo de su trabajo, lo siguiente:



1. El mundo es todo lo que acaece.
1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.
1.11 El mundo esta determinado por los hechos y por ser todos los hechos.
1.12 Porque la totalidad de los hechos determina lo que acaece y también lo que no acaece.


Como puede notarse, Wittgenstein (que escribía estas notas en las trincheras de la Gran Guerra, literalmente) no estaba bromeando en sus aporreos con la tradición filosófica: el mundo ya no estaría definido a partir de ser un conjunto de cosas sino más bien de hechos, lo que llamamos mundo no sería otra cosa que la combinación de hechos atómicos (es decir, hechos simples, sin partes que a su vez sean hechos). Por mi parte, me atrevo a decir que Van Buskirk es el pensador más serio de los que ha intentado refutarlo. Escribe en El poema del primer día:


“No subsiste ni un solo hecho
ni siquiera la desintegración
que da origen del poema
antes de que el lápiz se ponga en movimiento”


Van Buskirk no parte del pensamiento: él habita en el fondo del mar, sus palabras no tienen referencia ni sentido (tal como exigen los filósofos analíticos), sus palabras constituyen en realidad una sola palabra, la palabra-sin-palabras. Por eso puede responder de una vez y para siempre, porque Wittgenstein tampoco había partido del Pensamiento (en tanto institución), tampoco había leído a los filósofos tradicionales. Sólo desde la ignorancia de las categorías tradicionales básicas con que el pensamiento occidental se puede pensar, o eso al menos parece el caso de estos dos hombres.


Y Van Buskirk responde: los hechos, lo que imaginamos como “hechos”, no subsisten, los hechos que presuntamente nos constituyen como seres humanos, se diluyen antes de ser. La palabra-sin-palabras para el hecho-sin-hechos. Porque, claro, son ciertas las armonías de Monk y los cogollos pringosos de marihuana; son ciertas las habitaciones vacías y las autopistas fulminantes. Pero son ciertas de otra certeza…su certeza, su efectividad, están en otro orden del mundo, en un pretérito siempre huyente y al alcance de la mano. Los hechos no subsisten en el sumidero del mundo; Van Buskirk lo dice: “Aquí en el pantano se pudre el neumático, el caucho se derrite, la luna parte los cajones de madera tragados por las aguas servidas, sus amantes parasitarios recorren las tablillas…Y mi tronco erguido, con el gargüero ceñido hasta la asfixia, todo rezo”


El mundo de cualquier adicto terminal, antes de perecer experimenta el despoblamiento paulatino de sí mismo. Los hechos mismos van desapareciendo como tales, tornándose otra cosa, hecha más de relámpago y sangre que de duración o discernimiento. El adicto extremo, el que ha entregado su cuerpo y su espíritu (los adictos tal vez sean los únicos que conocen de veras la existencia y densidad del espíritu humano cuando contemplan su ruina) a aquello que lo hace consistir en algo, recorre un camino de despoblamiento, de borrado de huellas. El adicto extremo vive en el mundo sin hechos; un mundo que, pese a Wittgenstein o a quien sea, puede ser el mundo.


Gilles Deleuze, en el Abecedario que construyó junto a Claire Parnet, se refiere a las adicciones en los siguientes términos: “Está muy bien beber, drogarse. Uno puede siempre hacer lo que quiera si ello no le impide trabajar, si es un excitante; además es normal ofrecer algo del propio cuerpo en sacrificio, todo un aspecto muy sacrificial. En las actitudes de beber, de drogarse, ¿por qué uno ofrece su cuerpo en sacrificio? Sin duda, porque hay algo demasiado fuerte, que uno no podría soportar sin el alcohol. El problema no es aguantar el alcohol, sino más bien que uno cree que necesita, que uno cree ver; lo que uno cree experimentar, cree pensar y que hace que uno experimente la necesidad, para poder soportarlo, para dominarlo, de una ayuda: alcohol, droga, etc.”. Algo demasiado fuerte; enseguida se plantea la objeción que exige la determinación de ese algo. Nuestro carácter científico civilizatorio así lo reclama: la resolución del misterio, su reducción a unidad, a rótulo, a sustancia. Quizás sea la hora de no pedir más rendiciones al respecto, de mantener a ese algo en la indefinición que lo define.


Van Buskirk, por su parte, no tiene dudas, no tiene tiempo para inventar dudas. Sabe qué es ese algo demasiado fuerte que no se soporta. Aunque, más que su qué, conoce su escalofriante cómo: “Al mundo que despierta le han dado cuerda al revés, cuerda negra”. El camino invertido, el lento desandarse de los adictos perdidos, el retorno hacia el vacío que ahora ya no está tan vacío, que no puede estarlo, que está poblado por los fantasmas de los hechos, los fantasmas de los fantasmas. Van Buskirk tuvo tiempo tan sólo para un último lapso de lucidez, un postrero escupitajo hacia el mundo referencial y aparente, con cáustico cariño:



“Anunciamos/anuncio palabras de fuego negro a
los oídos obstruidos por letras impresas en amianto, yo, yo,
mensaje intemporal para todos los colgados,
perdedores y tristes desenamorados de esta tierra.
A vosotros os dedico mi lamento, este lamento”


Publicado originalmente La periódica revisión dominical.

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