martes, 20 de abril de 2010

ENTREVISTA A WILL SELF


Los hombres no lloran
Por Martín Schifino,
desde Londres

Esta mañana, con la ciudad cubierta de niebla, las calles son prácticamente invisibles. Las siluetas desaparecen a los veinte metros, los semáforos se aureolan como vistos a través de filtros fotográficos y los autos, lentos en la miopía general, avanzan a veinte por hora. Es imposible no pensar en el cuento de Will Self, “Chest”, donde los habitantes de un pueblito de Inglaterra, que incongruentemente poseen teléfonos celulares pero una moral decimonónica, viven bajo las toxinas de una nube cargada de tuberculosis. El autor de ésta y otras distorsiones me espera en su casa de Stockwell, en el sur de Londres, donde quedamos en encontrarnos después de un ping-pong de mensajes electrónicos.
Novelista beatnik honoris causa, epígono de J.G. Ballard, satirista swiftiano, periodista intempestivo, todas estas etiquetas se mezclan en las insólitas credenciales de Self, sin duda uno de los escritores más personales de la literatura inglesa contemporánea. El hombre ostenta además el dudoso honor de ser el yonqui literario más famoso de su país, un laureado de la heroína que en 1997 llegó a tomar la sustancia en el avión presidencial después de entrevistar a John Major, el primer ministro de entonces (desde hace más o menos un año, Self está “limpio”). Quizás, poniendo las cosas en la balanza, el mote más exacto sea el de eterno artista adolescente; anti-establishment, anti-canon, anti-tradición inglesa, Self es famoso por los alardes que hace de sus desafueros estéticos y de la desconcertante singularidad de su arte. “No escribo para que la gente se identifique. Escribo para asombrar.”
Su primer libro, The Quantity Theory of Insanity (relatos), se publicó con gran fanfarria en 1991; desde entonces han aparecido otras tres colecciones de cuentos (Grey Area; Tough, Tough Toys for Tough, Tough Boys; Sore Sites), tres novelas (My Idea of Fun; Grandes simios; How the Dead Live), tres nouvelles (Cock; Bull; The Sweet Smell of Psychosis) y un libro de periodismo misceláneo (Junk Mail). Cualquier lector se da cuenta instantáneamente de que la obra de Self es un pequeño oasis en la literatura inglesa contemporánea. Para empezar está su estilo, una corriente de inglés lisérgico, veteado de norteamericano, donde abundan las metáforas, los conceptos y las comparaciones barrocas. “El estilo es algo que no se puede cambiar una vez que se tiene uno; es como una huella digital. Afortunada o desafortunadamente, soy un escritor que tiene una voz per se”, dice Self, que no es precisamente modesto en estos temas.
Pero además el universo de sus ficciones resulta inconfundiblemente excéntrico. En su última novela, How the Dead Live, los muertos conviven con los vivos de Londres; en Cock, escrita en pleno auge de los estudios de género, una mujer sufre el crecimiento de un pene y lo usa para violar a su marido; en Grandes simios, la novela más aclamada de Self, los chimpancés son la especie evolutiva dominante, mientras que los humanos habitan la sabana de Africa, al borde de la extinción. “Me seducen completamente las ideas radicales.”

Cosas de varones
Desde hace cinco minutos estoy en el living de la casa de Self, adonde me hizo pasar una empleada, sosteniendo una tasa de té y mirando sorprendido alrededor. Conociendo el universo del autor, cualquiera esperaría superficies de aluminio, lámparas polimorfas, o una escultura con un tiburón flotando en formol como las del amigo de Self, Damien Hirst. Pero se trata de un living convencional, con un piano, parquet oscuro, plantas, paredes pintadas de bordó opaco, fotos de padres e hijos. Cuando se materializa, Self lleva los mismos Levi’s, la misma campera de cuero, quizás las mismas botas con las que aparece en las últimas fotos de prensa que he visto de él. Will Self ciento por ciento, tan real como un simulacro. “Perdoname que te hice esperar. Aguantame un cachito más.” Se va a hacer una llamada; oigo que le dice a alguien que vaa llegar quince minutos más tarde. Vuelve enseguida y se sienta enfrente de mí. Durante toda la entrevista armará sus cigarrillos y fumará como una locomotora.
Empezamos a hablar de su último libro, Perfidious Man, un estudio inclasificable que es además su primer trabajo en colaboración. Publicado hace pocas semanas, puede describirse quizás como una colección de retratos tomados por el fotógrafo David Gamble, a los que Self agregó un texto sobre el estado de lo que llamamos masculinidad. Las fotos, en su mayoría no posadas, muestran hombres inmersos en todo tipo de actividades; pero a diferencia de las de un libro como Women, de Annie Leibovitz y Susan Sontag, no amparan una empresa esteticista ni mucho menos una declaración de principios. El texto de Self comienza por una breve memoria de su padre, un padre “ausente incluso en su presencia” y que, según el autor, fue un modelo negativo de masculinidad. Self confiesa que, en ese contexto, creció “sin ninguna idea o concepción de lo que significaba ser un hombre o ser masculino”. Y acto seguido, en busca del quid de la cuestión, decide entrevistar a un transexual mujer-a-hombre que haya perseguido su género. Stephen Whittle, un académico admirable que enseña leyes en la universidad de Manchester, cubre este rol. Self sale entonces de escena, dejando que la historia de Whittle hable por sí sola. El resultado alude a una crisis de la identidad masculina, pero complementariamente, “las respuestas a muchas de las preguntas que se quieran formular acerca de la masculinidad, acerca del impacto del feminismo en ella, y acerca de ser transexual, están todas aquí. Creo que se trata de una idea provocativa”, dice Self. “Aunque el libro hace más preguntas de las que concebiblemente puede contestar, estoy de acuerdo con Stephen en que hay un modelo potencial de la masculinidad basado en la experiencia de un transexual. Pero esa hipótesis pretende ser provocativa antes que una afirmación definitiva sobre la naturaleza de la masculinidad.”
Una de las ideas más bien chapuceras de Susan Sontag –que no parece ser uno de los héroes intelectuales de Self– es que un libro de retratos de hombres, a diferencia de uno de retratos de mujeres, no puede ser aseverativo. “Lo que se me ocurre es que hay un libro sobre masculinidad -no el que escribí o en el que colaboré con Stephen Whittle– que sí sería muy aseverativo. La masculinidad, por definición, se entiende como fuertemente afirmativa. Se podría hacer un libro agresivo, celebrando la agresión, y eso sería interesante, ¿no? Sobre todo en el clima actual... Pero lo que yo estaba tratando de hacer era acercarme a la sensación que todos tenemos acerca de nuestro propio género, que uno no puede definir del todo. Creo que uso la imagen del gato que intenta atraparse la cola. Se sabe que está ahí. Se sabe que es grande. Se sabe que es obvio. Pero aun así no se puede ver. Es ese aspecto del género el que más me interesa.”
Hay toda una literatura, al menos en Inglaterra, que se ocupa de esta crisis de las figuras masculinas. Nombres como los de Tony Parsons, Ben Elton y Tim Lott vienen a la mente, capitaneados desde luego por Nick Hornby, el autor de Alta fidelidad y legítimo inventor del género. “Creo que están afirmando algo. Leí un par de libros de Hornby. No puedo decir que se me hayan grabado muy fuerte... Supongo que él se hace las mismas preguntas que me confunden o me conflictúan en cuanto a la idea tradicional de la masculinidad, pero tampoco tiene mucha idea de adónde vamos. Para los personajes masculinos de Hornby hay, en cierto sentido, un aspecto de ser hombre que está muy poco recompensado, que es el de tomar responsabilidades que las mujeres siempre han tenido que tomar. Y creo que hay una tensión en los personajes masculinos entre no querer ser anticuado y tampoco querer ser nuevos hombres que se hacen cargo de las nuevas responsabilidades.” Los hombres ficticios de Self, en este aspecto, son como la imagen que el autor da de sí mismo en la introducción a Perfidious Man. Impera a menudo en ellos una indefinible anomia genérica; la figura de un padre ausente, además, suele determinar esta emasculación simbólica. Hasta dónde, le pregunto, ha explorado conscientemente este tema en su ficción. “No es intencional. Creo que un escritor necesita mantener su psiquis en estado embrionario. Tiene que ser algo que se pueda explotar más tarde; sobreanalizarla sería explicarla hasta la desaparición. Creo que es casi hermoso tener todos esos problemas y complejos en la psiquis y poder aprovecharlos una y otra y otra vez. Lo del padre ausente es cierto. Lo sé porque yo escribí los libros y vagamente me acuerdo.” Self se ríe por primera vez. “Pero la verdad es que no leo mis libros ni miro mucho hacia atrás. Sé que hay cosas más cosas extrañas en un sentido psicoanalítico: muchos bebés muertos, muchos padres perdidos, mucha mutilación genital, todo tipo de cosas así. Es gracioso: lo que esta pregunta evoca en mí es la novela que estoy escribiendo ahora, cuyo título provisional es The Last of the White Russians; la cosa es que también tiene un padre ausente. Pero no fue que pensé: ‘Bueno, acá viene otro’. No sé, a este personaje lo veo con un padre ausente. Quiero decir, yo tuve un padre así. Me parece que el tema produce una resonancia en mucha gente, en cuanto a que es un aspecto de nuestra sociedad.”

Interiores
Es interesante que Self hable de las resonancias sociales de su obra, pues su universo ficcional resulta tan idiosincrásico (comparaciones con el de Franz Kafka o el de Alasdair Gray no son ociosas) que sólo mediante una lectura esforzadamente oblicua podría verse en él una representación del mundo que habitamos. “Pongo ideas fantásticas por escrito. Gente que toma drogas y se interesa tremendamente en ciertas cosas. La mente de un hombre es incorporada en la de otro. La hija de una mujer muerta da a luz a esa mujer. Todas éstas son ideas extrañas y drásticas, que por supuesto dominan nuestro pensamiento.” Will Self, en otras palabras, es un fabulista radical, al que le interesa sobremanera la dimensión alegórica de sus cuentos. Y sin embargo, en una entrevista reciente para The Observer, admitió que lo atraía el hecho de concebir obras más ancladas a la realidad. Cabe preguntarse, entonces, hasta dónde pretende convertirse en un mitógrafo de lo contemporáneo. ¿Podemos esperar de él un personaje como el megaconsumidor ochentista que era el John Self de Martin Amis? “¿John Self? Mmmm.” Se queda pensando. “¡No!” Self se ríe con gusto. “De ninguna manera. Cada vez que publico una novela doy entrevistas y digo que me voy a portar bien y a escribir como quieren que escriba... He confesado que los personajes o el estudio de personajes no es lo que más me atrae. Creo que hay una idea tradicional de que la novela debe ser una línea temporal que muestre el desarrollo de un personaje en el tiempo, y de alguna manera eso me interesa ahora más que antes. Pero supongo que filosóficamente soy bastante escéptico en cuanto a la posibilidad de hablar de otras mentes. Una vez más, pienso en el libro que estoy planeando ahora: de alguna manera es un libro sobre un personaje, pero no es para nada naturalista. Transcurre en uno de mis mundos paralelos y no en un mundo que sea reconociblemente el nuestro.”
En How the Dead Live, el mundo paralelo es un reverso límbico de Londres, donde los muertos matan el tiempo con triviales tareas burocráticas y cigarrillos. La extrañeza de ese mundo, con todo, quizás eclipsa a la narradora y protagonista, Lilly Bloom, cuya fuente de inspiración es la madre de Self. “Pero Lilly Bloom pretende ser la quintaesencia de la mujer del siglo XX. Al fin y al cabo ella habla de una gran variedad de experiencias que se relacionan con hechos históricos: la Segunda Guerra, la Depresión de los 30, el hecho de ser judío en relación con el holocausto, la llegada de la tecnología en la segunda mitad delsiglo XX, el discurso psicoanalítico. Y todas estas cosas influyen en ella. Sin embargo, por una cosa u otra, no se la ve como un personaje emblemático en ese sentido.” ¿Qué opina Self de los que la han visto como una respuesta a la Molly Bloom de Joyce, sin duda uno de los grandes emblemas de la literatura del siglo XX? “Lo del nombre es fortuito. El de mi madre es Rosenbloom y mi abuela se llamaba Lillian Rosenbloom. No tiene nada que ver con Joyce. No leí Ulysses en los últimos veinte años y no lo recuerdo bien; es un libro muy complicado. La verdad, odio esas comparaciones. ¿Para qué me pondría a imitar a Joyce? Es una idea ridícula. Naturalmente me doy cuenta de las resonancias. Pero volviendo a lo de antes, uno puede ver la propia psiquis, más todo lo que está en ella y en la propia historia familiar, como una mente que se puede explorar y de la que se pueden tomar y exhumar cosas, pero no es la mente de Joyce.”

La educación literaria
“Hubo una época en que no hacía casi nada sino leer ficción. No existe una mejor educación para un escritor, aparte de la vida misma. Muchos escritores fueron muy importantes para mí: Céline, Kafka, Borges, Burroughs, Ballard, Swift, Shakespeare. Ahora, en cuanto al tema de las influencias literarias... Creo que en un punto uno tiene que dejar de leer si quiere escribir, porque no quiere que lo admiren por sus influencias; uno quiere tomar distancia de ellas. Toda obra de ficción es como caerse de un avión con una pila de objetos con los que hay que armar un ala delta antes de estrellarse contra el suelo. Es un problema de reinvención así de crítico. Hay textos, de todas maneras, que se quedan grabados. He leído los ensayos de Borges últimamente, pero no he leído su ficción quizás en los últimos veinte años. Sin embargo, me acuerdo de ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ perfectamente. Si me llevaran a una isla desierta, probablemente podría escribirlo de nuevo.” De alguna manera, Self lo escribió de nuevo; su versión, “Inclusion” –uno de los cuentos de Grey Area– es una contracara farmacológica de “Tlön...”, donde una droga lleva a los personajes a interesarse de tal modo por el mundo que terminan construyendo un universo paralelo de datos. Self admite la relación. “Gran parte de mi ficción, como el cuento de Borges, es sobre mundos que son alegóricos y a la vez reales. Y ése fue un cuento muy importante para mí. No me quiero comparar con Borges, pero su obra siempre ha sido una suerte de modelo de las cosas que yo quería hacer como escritor, a diferencia, digamos, de la de Martin Amis, con quien se me compara a menudo. Martin es amigo mío, y lo quiero mucho, pero no quiero hacer lo que él hace.”
Muchos lectores –Amis entre ellos– sienten que Self es un excelente cuentista, pero encuentran sus novelas ilegibles. Preguntarle a Self por su aspiración a ser reconocido como novelista es meter el dedo en la llaga. Enseguida se pone tenso y hace bromas acerca de que no tiene un plan para avanzar en su carrera. Escribe lo que se le ocurre, dice, aunque “las novelas son más interesantes. Son como una gran comida en vez de una picada”. ¿No cree entonces que hay una suerte de prestigio agregado en el hecho de escribir novelas? “No. Me cago en el prestigio. Te puedo decir con toda honestidad que las cosas no funcionan así para nada en mi conciencia creativa. Tomemos How the Dead Live. Quería escribir algo sobre el culto occidental a la anti-muerte, algo sobre el modo en que, en la sociedad occidental, la decadencia de la religión significa que no haya una respuesta secular a la muerte, salvo la internación. ¡Cómo vas a tratar eso en un cuento! Al mismo tiempo quería escribir sobre la experiencia más íntima y personal y emotiva que tengo de la muerte: la muerte de mi madre. ¿Por qué? Mi madre era una atea convencida de que no creía en ningún tipo de trascendencia, personal ni general. Nada escapaba a la muerte. Cuando uno se moría, se pudría. Y yo la vi morirse, aterrada, con una sonda de morfina en el hospital. Así que tengo mis materiales, y los temas que quiero tratar, y no lo puedo hacer en veinte páginas. Porquetambién quiero introducir cierta dimensión de la religión oriental y algunas ideas del budismo tibetano. No puedo hacerlo en un cuento. Quiero decir, lo he hecho de manera alusiva en el pasado, por ejemplo en ‘The North London Book of the Dead’ y en mi novela My Idea of Fun. Pero quería volver a esas ideas y eso me iba a llevar 400 páginas.”
Es difícil imaginar a Self cultivando las investigaciones bibliófilas de un Flaubert o los peregrinajes periodísticos de un Tom Wolfe. “Hago investigación, aunque no mucha. Colecciono conceptos, remates cómicos, metáforas y palabras, servilmente. Si vieras mi estudio, arriba, las paredes están cubiertas, como en la biblioteca de Montaigne, pero a un nivel mucho más craso, de miles de papelitos con cosas que encontré. Siempre me atrajo lo que decía Roosevelt de Winston Churchill: tiene cien ideas por día, de las cuales una es buena. Uno tiene también las otras noventa y nueve: las colecciono y llevo un cuaderno conmigo y observo cosas, hasta que gradualmente sé adónde van a encajar o no. Y en cuanto a los principales elementos temáticos de mis libros, también tengo que investigar en otros sentidos. Pero es cierto, el asunto de cómo se resuelven las cosas sucede sobre la página. La razón es que así es más interesante. No escribo thrillers. No considero el texto como una clase de mecanismo meticuloso. Quiero que el lector me acompañe en la creación. Y tengo una especie de reverencia mística por la idea de que el texto piensa por sí mismo. Es como una máquina de inteligencia artificial. Si programo lo suficiente de un lado, entonces al final de todo el tecleo va a empezar a hablarme. Y eso es mucho más estimulante.”
Pienso en la Londres de Self: minuciosamente reconocible, pero poblada por figuras fantásticas. ¿Qué tan importante es para él, como fabulista urbano, crear una topografía fidedigna? “Concuerdo con Nabokov en que el lugar es crucial. En sus Lecciones de literatura dibujaba un diagrama de los dos caminos de Combray o un plano de la casa de Mansfield Park. En mi estudio tengo también muchos mapas. Me parece importante que la gente sepa dónde está para que la historia sea creíble. A veces son cositas en los cuentos, como en ‘A story for Europe’, en el que un tipo del distrito financiero de Frankfurt se vuelve senil; es esencial que, cuando mira por la ventana, vea lo que vería en la realidad. Creo que los lectores saben intuitivamente cuando un escritor tiene control del lugar; el lugar informa el texto de mil maneras diferentes. Por eso, a diferencia de John Updike, no me sentiría para nada inclinado a escribir una novela llamada Brazil después de pasar una semana en Brasil. Oí que alguna gente me criticaba por la sección en Australia de How the Dead Live, diciendo que cómo podía escribir todas esas cosas groseras sobre Australia sólo por haber pasado una semana en el país. Pero yo pasé un año en Australia. Por eso pude escribir treinta o cuarenta páginas sobre Australia. Lo demás pasa en Londres, sencillamente, porque viví acá treinta y cuatro o treinta cinco años. Es fidelidad al propio material.”
La entrevista llega a su fin. Self tiene que ir a encontrarse con uno de los organizadores de la bienal de Lyon, que le ha prometido espacio para exhibir construcciones escultóricas. Antes de salir, me muestra las nuevas tapas para las ediciones norteamericanas de sus libros en Penguin. “Están buenas, ¿no?” Muy buenas. Después me pregunta adónde voy y, como los dos tomamos el mismo subte, me dice que lo espere un segundo. Vuelve envuelto en un sobretodo negro. “¿Hace frío?” Hace. “Odio el frío.” Afuera la niebla se ha levantado, pero igual el día sigue sucio, monótono, inconfundiblemente invernal.


Publicado originalmente por Página 12




TOO BRITISH. Epígono de Ballard, amigo y protegido de Martin Amis y émulo de Hunter Thompson,
Self es, tal vez, el autor más personal de su generación.



No es el tipo de hombre que se diluye en la multitud. Desde la ventana del Club Groucho, uno de los clubes privados más chic de Londres, que reúne a escritores, cineastas y artistas, se lo ve emerger de las calles del Soho como un Godzilla, balanceando sus dos metros enfudados en unos Levi’s azules y una chaqueta al tono. En primer plano, su cabello dorado enmarca una cara larga y delgada, hermosa y horrible, inteligente y amenazante. Una cara que ocupó en 1997 las portadas de los tabloides por esnifar cocaína en el avión presidencial del ex primer ministro británico John Major, después de cubrir su campaña electoral como enviado especial de The Observer. Pero Self no sólo es el yonqui más célebre de su país: novelista beatnik, epígono de Ballard, satirista swiftiano, periodista endiablado, Self es el autor más personal de la nueva generación de escritores ingleses. Posee un universo propio, fabuloso, obsceno y salvajemente divertido: en Cock and Bull. Dos patrañas, un ama de casa insatisfecha descubre que le está creciendo un pene y viola a su alcohólico marido; en Grandes simios, un pintor bohemio despierta una mañana metamorfoseado en un mono y descubre que los chimpancés son la especie evolutiva dominante; en Cómo viven los muertos, los muertos residen en los suburbios de Londres matando el tiempo con tareas burocráticas y cigarrillos; en The Book of Dave, el diario de un taxista demente es desenterrado y erigido como la nueva Biblia entre los ciudadanos que habitan los restos inundados de Londres.
Self es, en suma, el pintor de la vida apocalíptica moderna: retrata en una corriente de inglés lisérgico los cuerpos irreales, retorcidos y angustiados por la metrópolis. “Esta es una sociedad decadente, y mi ficción intenta exhibir esa decadencia. Mis libros no son libros felices. Hablan sobre un mundo duro, difícil, perturbador. Mis críticos se preguntan una y otra vez por qué estoy obsesionado con el cuerpo, con un imaginario sexual violento y escatológico. ¡Pues todo el mundo está obsesionado con el cuerpo!”, dice tras la columna de humo de un Camel sin filtro.
—En su última novela, “The Book of Dave”, hay un paralelo con “Grandes simios”: pero la transformación no es en monos sino en hamsters. ¿Es la metamorfosis una herramienta satírica, o se trata de una de sus obsesiones?
—Nunca entendí del todo mi obsesión por la metamorfosis. Es una rareza de mi historia personal. El texto que de chico encendió en mí el deseo de ser un escritor fue, sí, La metamorfosis de Kafka. Pero quizás haya alguna razón psicoanalítica que explique esta obsesión. ¿Es porque soy gay? ¿Es porque padezco dismorfia corporal? Cocteau dijo que todos los artistas son hermafroditas porque el acto de creación es una autoinseminación. No lo sé. Los escritores somos calculadamente estúpidos, como sentenció Flannery O’Connor.
Debemos mantenernos en este estado mental de niños. Tengo cuarenta y pico de años, desde que he escrito mi novela de Oscar Wilde, Dorian, me pregunto: ¿soy gay? ¿Quién más anda por la vida pensando eso? Aunque no me inclinaría por analizar demasiado el tema de la metamorfosis porque, como se dice, ¿quién mata a la gallina de los huevos de oro? Hace tiempo lo entendí, y no dejaré de poner huevos.
—¿Cree en la utilización de la sátira contra la política contemporánea, como lo hizo Swift, por ejemplo?
—Creo, como Mencken, el pensador y periodista norteamericano, que “la sátira debe afligir a los confortables y confortar a los afligidos”. Mi impulso como autor satírico es atacar a la gente que tiene dinero y poder para que haga sentir mejor sobre su situación a la gente que no lo tiene.
—¿Podría describir el mapa de su Londres?
—Una ciudad enorme y vieja, imposible conocerla en su totalidad. Ni físicamente ni, menos aún, psíquica o sentimentalmente. Como Iain Sinclair y Peter Ackroyd, percibo la ciudad como una entidad, como una persona, así que instalarse en ella significa investigar su cuerpo de algún modo. He vivido aquí toda mi vida, habito la ciudad completamente. Ella soy yo, yo soy ella; por lo tanto, el mapa de Londres es una extensión de mi entendimiento sobre mí mismo.
—Como fabulista urbano, ¿cree que es importante la fidelidad geográfica o prefiere que los lectores experimenten la Londres real como una especie de ficción?
—Su pregunta corta el corazón de mi teoría estética, porque no creo, como dice Stendhal, que el “arte sea un espejo vuelto frente a la realidad”. Supongo que mi Londres es una substitución de Londres. Espero que los lectores crean en mi Londres, que algunas de las cosas extrañas en mis libros son también verdaderas: los chimpancés como la especie evolutiva dominante, los muertos vivos caminando entre nosotros... Es todo parte del mismo mundo creíble. No estoy tratando de engañar a los lectores, es lo que creo. Pienso que la realidad supera ampliamente a la ficción, que nunca será tan extraña como el mundo.
—En “Junk mail” medita acerca de la vida informe de los escritores. ¿Es su trabajo literario el que provee una forma a la suya, como Lacan sostiene sobre Joyce?
—Generalmente, la vida de los escritores carece de forma. No están interesados, a diferencia de los músicos y de los artistas visuales, en las trampas del estilo. Pero decir que tu trabajo es lo que te define es bastante peligroso. Lo que le da forma a mi vida es lo que le da forma a la vida de todos: el amor, la muerte, el matrimonio, los hijos. ¿Qué le dio forma a la vida de Joyce? Nora Barnacle, desde luego. El le dice a ella: “Tú me hiciste un hombre”. Con respecto a mi imagen pública de enfant terrible, desde que comencé a escribir los críticos han estado diciendo: “Sus libros aluden a él, su voz es tan alta que no nos deja pensar, y todo lo que puede hacer es esta payasada”. Vivimos en una cultura donde el avant garde está muerto, cualquiera puede decir cualquier cosa y nadie está escuchando. Si querés que la gente escuche, lo que tienes que decir debes decirlo en voz alta. Sé que una parte de mi naturaleza es extravagante y extrovertida, que no encaja en Inglaterra. Los ingleses prefieren a los escritores calmos, vestidos con trajes tweed.
—Durante los 90, los novelistas británicos se convirtieron en celebridades mediáticas: Julian Barnes, Martin Amis. Ian Mc Ewan… Desde el escándalo en el jet de Major, ¿cree haber sido víctima de otro tipo de “literalism”, esa categoría definida por Amis donde el trabajo de un escritor es tratado de un modo menos literario que fenomenal?
—Sí. Pero esto es algo que realmente sucedió, y no puedes luchar contra tu destino. Fui un yonqui durante veinte años. Tengo que vivir con eso. Pero desde fines de los 90 he estado volviendo sobre mis pasos en muchos sentidos. Dejé todas las drogas y, al mismo tiempo, el alcohol. No estaría aquí si hubiera continuado. Pero fumo un montón de tabaco.
—¿Qué ideas tiene sobre la relación entre drogas e inspiración creativa?
—Es un campo complejo. Hay una diferencia entre la gente que tiene un problema con las drogas y el alcohol, y la gente que no. La gente como yo no experimenta, abrimos un laboratorio entero donde podemos instalarnos. La primera vez que tomé LSD o cocaína estaba experimentando, la milésima vez, no. Muchos artistas son obsesivos compulsivos, por eso tienen problemas con las adicciones. Para algunos escritores, afortunadamente, su obsesión es la escritura, su compulsión es escribir. Y realmente es también la mía, las drogas fueron una desviación. Nunca escribiría drogado. El alcohol pone tu cerebro a dormir, la marihuana te vuelve loco, la cocaína también, la heroína es absolutamente imposible. Me levanto temprano por la mañana, trabajo hasta el mediodía en un mal día, en uno bueno hasta la noche... y entonces comienzo a beber algo. Cuando me drogaba, me aislaba para poder trabajar. Probablemente, escribir me salvó la vida.

*Desde Londres.
Traducción: Mariana Elizeche
y Analía Hounie.

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