miércoles, 29 de octubre de 2008
EL PITAGORISMO Y LA ESCUELA ITÁLICA
El primer acontecimiento que encuentra el historiador del pensamiento griego después de la escuela de Mileto, es la aparición de la escuela pitagórica. Por su fundador, esta nueva Filosofía es jónica pero adquiere consistencia y se desarrolla en aquella región de la Italia meridional que los romanos llamaron la Magna Grecia, en donde se establecieron, hacia comienzos del siglo VII a. J. C., colonos griegos, aqueos, mesenios, etc. Se trataba de un medio relativamente nuevo, menos sometido a las tradiciones y, en consecuencia, más modelable, inteligente y apasionado, en el que, al parecer, la cultura siguió el ascendente proceso de la prosperidad material; hacía mucho tiempo, por ejemplo, que había en Crotona -cuna del pitagorismo- una famosa escuela de Medicina.
¿Cuáles fueron las razones que determinaron el desplazamiento de la actividad filosófica desde Jonia a aquellas distantes regiones, dando así nacimiento a una escuela "itálica", según la feliz denominación de Aristóteles? ¿Qué participación tuvieron para ello los factores sociales y los individuales y contingentes? Son estas preguntas a las que resulta difícil dar respuesta. Además, no existe problema más lleno de dificultades que el de la historia del pitagorismo.
Quedan, es verdad, los escritos pitagóricos que constituirán fuentes inmediatas. Pero, desgraciadamente, son, en su mayoría, altamente sospechosos. Ciertamente, el problema es demasiado complejo para que intentemos resolverlo en este lugar.
En resumen, dado el estado actual de la cuestión pitagórica, es prudente, a mi juicio, limitarse a considerar en conjunto el antiguo pitagorismo desde fines del siglo VI hasta mediados del IV a. J. C., como una doctrina relativamente homogénea, sin intentar, salvo en casos excepcionales, determinar la contribución personal de cada filósofo.
Pitágoras, nacido en Samos, tenía aproximadamente cuarenta años cuando, por razones poco conocidas, abandonó su país natal y pasó a Italia. Su fama se extiende: llegan a él discípulos de toda la Magna Grecia, de Sicilia y hasta de Roma. Tales fueron los orígenes de la asociación pitagórica: cuyo propósito educativo y místico es la iniciación en un nuevo modelo de vida, asociación abierta a las mujeres y también a los extranjeros.
Parece que Pitágoras alcanzó una edad avanzada y que su muerte debe situarse hacia los finales del primer tercio del siglo V a. J. C. En cualquier caso, parece evidente el oscurecimiento de las individualidades detrás de la personalidad de la Escuela, lo que nos dispensa de citar algún que otro nombre.
Lo primero que habría que decir del pitagorismo es que fue mucho menos una escuela filosófica, aún en forma embrionaria, que una especie de francmasonería religiosa. Ahora bien, ya existía entonces y, probablemente, desde tres siglos antes, una asociación análoga, el orfismo. Sus orígenes son oscuros y aunque, seguramente, haya influido en el pitagorismo, es posible, que éste, a su vez, contribuyera poderosamente a darle la forma en que ha llegado a nuestro conocimiento. Muy temprano aparece unido a los misterios dionisíacos. Pero aparte de estas cuestiones de influencia, particularmente espinosas, el objetivo del orfismo era la revelación mística de un modelo de vida por medio de una iniciación secreta.
La regla de vida pitagórica, a diferencia del orfismo, permitía, además, junto a creencias y prácticas religiosas, especulaciones intelectuales que, por lo demás, representaban en ella verdaderas prácticas religiosas. Pitágoras pasa por ser el "inventor" de la palabra "filosofía" y, precisamente, el "esfuerzo hacia la sabiduría" era un factor de santificación moral.
La moral de la cofradía, parece que se recopiló en un catecismo, versificado para que fuera más fácilmente retenido en la memoria, con el título de discurso sagrado.
Las reglas del conocimiento y de la conducta se denominaban los "acúsmatas", los artículos de la fe; constituían la filosofía de los "acusmáticos", a los que se oponían, según se dice, los "matemáticos" u hombres de ciencia.
Pero tal oposición no parece que existiera primitivamente; no corresponde a la de los novicios, o exotéricos, y de los iniciados, o esotéricos. Proviene de un misma que se produjo, sin duda a fines del siglo V. Como asociación espiritual, tuvo el pitagorismo la ambición de convertirse en potencia temporal. No lo logró, y hay que creer que por este fracaso se produjo el desdoblamiento de las tendencias religiosa y especulativa, cuya unión era, en el origen, tan íntima. Unos se adscribieron con ciega pasión al elemento sacramental y misterioso de la revelación, a ritos y a fórmulas: los acusmáticos quisieron ser creyentes y devotos. Los otros, sin abandonar formalmente el credo de los primeros, juzgaron que su horizonte era demasiado reducido; quisieron ser -y también para la salvación de su Orden- hombres de ciencia. Pero esto no era posible, sino a condición de renunciar a la obligación del secreto místico y justificar racionalmente proposiciones doctrinales. Para los devotos, estos sabios eran, por tanto, herejes. Pero fueron ellos, los hombres de la segunda generación pitagórica, los que transformaron en escuela de Filosofía la original asociación religiosa. Sin embargo, fue esta última, limitada a sus ritos y a sus dogmas, la que sobrevivió hasta el renacimiento neopitagórico, mientras que los errores, así como los descubrimientos de la escuela filosófica, estaban destinados a perderse en el avance general de la reflexión y de la ciencia. ¿Qué es lo más sabio? El Número. ¿Qué es lo más hermoso? La Armonía. En estos dos artículos del catecismo de los acusmáticos están místicamente enunciando los dos conceptos dominantes de la doctrina pitagórica.
En los números, lo más simple de las cosas matemáticas -dice, en sustancia, Aristóteles-, creyeron percibir los pitagóricos, mucho mejor que en el agua, el fuego, etc., una gran cantidad de semejanzas con los seres y los fenómenos. Pensaron, pues, que los elementos de los números son los elementos de todas las cosas y que el mundo entero es armonía y número. Así, de la misma manera que para algunos físicos, los números son para ellos aquello de que provienen las cosas y a lo que retornan, sus causas inmanentes y su sustancia. A esta concepción yuxtapone Aristóteles, sin distinción, otra según la cual los números son los modelos que imitan las cosas, sin que, no obstante, al parecer, estos modelos están separados de sus copias. Esta representación más sutil de la relación de los números con las cosas parece que fue la preferida por los nuevos pitagóricos y no es dudoso que haya inspirado a Platón. Además no es imposible que coexistieran ambas en la doctrina primitiva.
Tendencia religiosa muy antigua que no debe sorprender encontrar en el pitagorismo primitivo, fue la de atribuir a determinados números un valor sagrado y una virtud misteriosa. Pero lo que, según la tradición, conduciría a Pitágoras a investigar en esta dirección el fundamento de una explicación sistemática de las cosas, sería la comprobación experimental de lo que hace que las cualidades y las relaciones de los acordes musicales estén constituidas por números. Si el número es lo que constituye el acorde musical, puede serlo, por analogía, de otras cosas y hasta de todas las cosas. En resumen, todas las cosas que nos es dable conocer poseen un número y nada puede concebirse ni ser conocido sin el número (Filolao). El número nos revela, por tanto, la esencia de las cosas y por esto es lo más sabio que existe.
Por lo que hace a la armonía, la cosa más hermosa, es la unificación de lo múltiple compuesto y la concordancia de lo discordante (es probable que lo hubiera dicho también Filolao). Cada cosa es una armonía de números y el número una armonía de opuestos, aunque, como hemos visto, los elementos de los números sean igualmente los de las cosas. La oposición fundamental es la de lo Ilimitado y el Límite. Después vienen, dependiendo respectivamente de estos primeros términos, lo Par y lo Impar, lo Múltiple y lo Uno. Una tabla sistemática de estos pares de opuestos, contenía, además, dispuestas por filas o series lineales, debajo de las tres primeras, otras siete oposiciones: Izquierda y Derecha; Hembra y Macho; En reposo y Movido; Curvo y Rectilíneo; Oscuridad y Luz; Malo y Bueno; Oblongo y Cuadrado. Así, pues, hay diez parejas de opuestos, ni menos ni más, pues 10 es el número perfecto. Por esto, sin duda, no se había insertado Falso y Verdadero, aunque Filolao haya colocado el error al lado de lo Ilimitado. Este extraño simbolismo contiene, por lo demás, muchas otras oscuridades.
¿Cómo se concebía el número? Parece que lo era en extensión: no se trata de sumas aritméticas, sino de figuras y magnitudes: 1, es el punto; 2, la linea; 3, el triángulo; 4, el tetraedro; los números son causas de las cosas por ser los límites o términos que les definen, de igual manera que los puntos determinan las figuras. Un signo simbólico, como una letra de alfabeto, no es, por tanto, una representación suficiente del número. Es necesario, ante todo, demostrar intuitivamente, por una construcción, como es una armonía de lo Ilimitado y del límite, bordeando éste con sus unidades-términos una extensión indeterminada. En resumen, no se concibe todavía el número en forma rigurosamente abstracta, pues, sin que por ello se le considere como un continuo, es una figuración espacial de puntos separados unos de otros.
El factor capital de esta construcción es lo que los pitagóricos denominan el gnomon, es decir, la escuadra, por cuyo medio los números, y por consiguiente las cosas, se definen materialmente, forman grupos homogéneos y se hacen casi cognoscibles.
Es importante observar que todas estas especulaciones aritméticas derivan de la inspiración religiosa; una profundización de esta inspiración mística fue la que separó definitivamente la Aritmética especulativa de los cálculos aplicados. Sin embargo, sobre todo con el antiguo pitagorismo, descubrir alguna propiedad de los números siempre era descubrir alguna cualidad simbólica o algún epíteto divino característico. Así, 3 es el primer número que tiene comienzo, medio y fin, el primer perfecto, aquel por el que se definen la Armonía y el Todo. Pero el número verdaderamente perfecto, porque -dice Filolao- es el que manifiesta mejor la virtud del Número, es la Década: pues es grande, perfecta y realiza todas las cosas; principio y guía de la vida, lo mismo divina y celeste que humana...; sin ella todo es indeterminado, misterioso, oscuro. En la década, por vez primera, se halla encerrado un número igual de impares y de pares, la unidad con el primer par, el primer impar con el primer cuadrado. Es el fundamento de todos los números.
El mismo carácter marca la contribución del pitagorismo a la constitución de una Geometría autónoma. Se dice que cuando Pitágoras descubrió la demostración abstracta de la relación, ya conocida de los egipcios, entre la hipotenusa del triángulo rectángulo y sus lados, agradeció a los dioses tal revelación sacrificándoles un macho cabrío.
La consideración sobre los acordes musicales que, posiblemente, fue el principio de la doctrina y, verosímilmente, también la meditación sobre el canon de la estatuaria, dieron ocasión a los pitagóricos para descubrir y estudiar las medias o proporciones: aritmética, geometría y armónica. Nos limitaremos, sin continuar este análisis, a hacer dos observaciones. Las relaciones numéricas por las que se expresan los hechos de la experiencia van a permitir, seguidamente, adelantarse a éstos, y, por ejemplo, hallar la longitud relativa de una de las cuerdas por el estudio de una proporción. Este empleo de la Matemática fue de importancia considerable para el progreso de la ciencia. Por otra parte, cuando Filolao llamaba al cubo la armonía geométrica, por tener doce aristas, ocho vértices y seis caras, demostraba, por medio de una audaz analogía, cómo la relación numérica, aislada de su materia, llega a ser capaz de extenderse a una pluralidad de cosas diversas.
La cosmología pitagórica es mal conocida sin duda, sobre todo, porque la atención de los testigos se detuvo preferentemente en las especulaciones matemáticas de la escuela y, tal vez también, porque difería de la de Anaximandro y, especialmente, de la de Anaxímenes. Siendo una armonía, el mundo es algo que ha comenzado y cuya generación debe ser análoga a la de la armonía del número, es decir, una determinación de un espacio vacío indeterminado.
Lo que, en todo caso, demostraría la antigüedad de esta doctrina en la tradición de la sociedad, es la identificación -en el catecismo de los acusmáticos- del oráculo délfico con la tetractis y con la armonía. Si al moverse con bastante rapidez un cuerpo produce un sonido, debe suceder lo mismo, por analogía, con los astros. Ahora bien, su velocidad variará según su distancia, como la frecuencia de las vibraciones con la longitud de las cuerdas de la lira. ¿Por qué no percibimos esta armonía? Precisamente porque nunca hemos dejado de oírla, ya que un sonido sólo se percibe con relación a los silencios.
Es imposible desvincular las concepciones biológicas y médicas de los pitagóricos de sus relaciones con la escuela de Medicina de Crotona y, sobre todo, con Alcmeón.
Si hasta entonces, y aun después, se había considerado que el corazón era el común sensorio y la sede del pensamiento, Alcmeón atribuye esta función al cerebro al cual transmiten conductos, o poros, las modificaciones que se producen en los órganos sensoriales. Todo trastorno en el cerebro -y parece que Alcmeón lo comprobó por la disección que debió ser el primero en practicar- altera efectivamente la sensibilidad. Cada clase de sensación, exceptuando, posiblemente, el tacto, fue estudiada por él en su órgano y en su funcionamiento. Sin embargo, el pensamiento, como ciencia, no es para Alcmeón sino el modo estable de la memoria y de la opinión, cuya base es la sensación. En cuanto al alma, es el principio mismo de la vida: los hombres mueren -decía- porque no pueden enlazar el comienzo con el fin; en cambio, el alma es inmortal porque, semejante a los astros, cuyo movimiento es eterno, por ser circular y regresar siempre sobre sí mismo, se mueve constantemente.
La vida normal es una armonía, un concierto de contrarios. Sin embargo, en esta tesis hay algo más: el alma es, precisamente, este acuerdo, esta armonía del cuerpo.
Finalmente, Aristóteles, que no cita a los pitagóricos cuando se refiere al alma-armonía, sólo les atribuye expresamente dos opiniones: según una, cuyas relaciones con el atomismo no deja de señalar, el alma es el polvo que revolotea en el aire y que un rayo de sol nos permite percibir, perpetuamente móvil aun en medio del tiempo más tranquilo; según la otra, sería el principio mismo del movimiento. Con esto, cuando menos, nos damos cuenta de lo difícil que es extraer de todo lo dicho los rasgos, aunque sean simplemente probables, de una teoría filosófica del alma.
En cambio, es posible decir algo más definido con respecto a la famosa creencia de los pitagóricos en la migración de las almas, metensomatosis, y no, como se dice comúnmente, metempsícosis. Decía Porfirio, que únicamente tres cosas eran bien conocidas de las enseñadas por Pitágoras: que el alma es inmortal; que pasa por animales de especies diferentes y que, según ciertos períodos, recomienzan los seres (como el mundo mismo) su vida anterior; finalmente, que todos los seres animados son congéneres.
Todo lo que hicieron los pitagóricos fue, pues, purificar el politeísmo popular y acomodarlo a su moral y hasta a su Matemática.
En Resumen, el pitagorismo fue, a la vez, una secta religiosa que proporcionó a sus fieles, con un credo, un modelo de vida para la purificación y la salvación, y una escuela filosófica a la que debe el pensamiento sus primeros triunfos en su esfuerzo por extraer las esencias abstractas de las cosas y por asignar a los fenómenos leyes simples e inteligibles. Fueron, sin duda alguna, fisiólogos, pero por la forma en que lo fueron, tomando el número por principio de las cosas y buscando la ley suprema en una armonía de oposiciones nocionales, superaron, con mucho, la Física de la Escuela de Mileto y establecieron los fundamentos de una Metafísica.
Leon Robin
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