miércoles, 7 de abril de 2010
NOTAS SOBRE LACAN Y LA FILOSOFÍA por IGNACIO CASTRO REY
El deseo, lo que se dice el deseo, basta para hacer que la vida no tenga sentido si produce un cobarde".
1 Una de las pocas ventajas de esta época mediada es poder ver a los pensadores muertos en "perspectiva", fuera de sus respectivas escuelas y de los enfrentamientos quizá circunstanciales que les limitaron. En este sentido, lo mejor que se puede decir de Lacan (al margen de una crítica cultural que se limita a manejarlo como un perverso tema de moda) es que nos sigue dando pistas para pensar a Nietzsche, el filósofo que aún nos espera oculto bajo la costra de todas las lecturas, incluyendo las mejor intencionadas. Visto desde la normalidad filosófica, una medianía dominada por la mezcla de las corrientes en boga con la endogamia de la burocracia universitaria, hubo siempre una virulencia especial en el autor de Encore que lo hacía atractivo para quienes buscábamos un "sistema" de lo irrepresentable (fundiendo a Heidegger en el vientre de Nietzsche, como llega a decir Foucault). En esta dirección, ya no era poca ventaja que el lacanismo se presentase por fuera, ganándose la vida en una práctica arraigada en el dolor de las vidas, lejos de la inercia y los pactos institucionales.
2 Interesa primero destacar que el talante "antifilosófico" del refundador del psicoanálisis no suena necesariamente mal, al menos desde una filosofía de corte heideggeriano. Al comienzo del Discurso del método, Descartes pone ya en suspenso toda una tradición filosófica que, según él, no había llevado más que a una completa confusión. Para poder reconstruir el edificio entero del pensamiento, la filosofía cartesiana sistematiza la duda y emprende un recomienzo desde otro punto. Y este gesto es relativamente frecuente. Al inicio de Ser y tiempo se realiza explícitamente una epojé de la tradición metafísica, incluso se propone una "destrucción" de su historia como condición para renovar la pregunta por el ser. Entre los dos momentos, la inauguración de cada sistema filosófico podría muy bien aparecer bajo el título que ha dado cobijo a la teoría de Lacan: "relámpago de verdad en la frontera entre dos mundos". En realidad, salvo el caso del Idealismo alemán, ha sido tal vez una excepción en el mundo moderno la figura del filósofo "profesional", formado en la ortodoxia de una escuela. Por el contrario, unos márgenes más o menos clandestinos parecen haber sido el terreno donde brota el pensamiento. No sólo Nietzsche se presenta como "psicólogo", o Foucault como "historiador", sino que Deleuze se ha extendido incluso sobre el papel represor de la Historia de la Filosofía ante aquel que se atreve a pensar por sí mismo.
3 Por otro lado, siguiendo con el haber de Lacan, tampoco suena mal un gesto "antimoderno", radicalmente crítico con el canon de la Modernidad, tal vez como forma última de ser contemporáneo. Así ocurre en Weber, en Adorno, en Benjamin. En primer lugar, lo que se puede reivindicar en Lacan es el imperativo de hacer resurgir violentamente la dualidad en el corazón de nuestra pretendida "inmanencia", particularmente la que se ensaya en Occidente a partir de los años cincuenta. Todo el impacto de Nietzsche, al menos desde las Intempestivas, proviene justamente de pensar un exterior (el suelo humeante de Zaratustra) desde la que nuestra pluralidad laica se presenta como un nuevo sistema de exclusión y dominio, a la manera de una nueva religión. En este sentido, la subversión lacaniana del sujeto de la Ciencia, el retorno de una Verdad que solamente se revela en la falla del Saber parece fiel a toda una dura tradición dual que tuvo la función de afirmar la exterioridad de lo ontológico frente a cualquier régimen positivo del conocimiento. Dionisos y Apolo en Nietzsche, posibilidad y realidad en Heidegger, bosque y nave en Jünger, devenir e historia en Deleuze, acontecimiento y situación en Badiou son, entre otros, modos de nombrar esa irreductibilidad de lo real a las pretensiones del concepto suprasensible. Podríamos decir incluso, con estos ejemplos en la mano, que la dualidad es la forma en que Occidente se autolimita, se relativiza, señalando una dimensión de la experiencia que queda siempre atrás, inconfesable (Blanchot) a nuestro poder histórico.
4 Por estas razones resulta gratificante que Lacan, cuando el sentido "religioso" triunfa bajo la perfección del Discurso Capitalista, preconice un retorno a Freud que permite repensar el inconsciente como un lenguaje, que obliga a considerar lo que de incurable hay en el malestar de nuestra cultura, lo que en lo real hay de imposible a toda pretensión simbolizadora. La "barra" que impide el cierre de la significación, la consiguiente caída del referente, la lógica de la castración son nociones que tienen su perfecta correspondencia en la filosofía que se reclama heredera de Nietzsche y Heidegger. En todo caso, resulta muy fiel a un pensamiento que busque despegarse del "Hegel" canónico (la dialéctica entendida como una cura de la contradicción) la idea de rescatar lo reprimido, lo excluido, una minoría insuperable, para el centro. Para una constelación de pensadores del siglo XX (de los que no se excluye Unamuno) se trata de pensar la excepción, la ley que se encierra en el lapsus, esa trágica "puntuación sin texto" que reclama otra textualidad del pensamiento. Al menos desde Kierkegaard, la obsesión de la filosofía es una diferencia no subsumible en ninguna sustancialización, en ningún régimen particular de lo diferente. Precisamente, la perfección del orden técnico obliga a pensar una diferencia intersticial: el enigmático Instante de Nietzsche, el Ereignis heideggeriano, el inconsciente como acontecimiento inanticipable, que desborda todas las situaciones.
5 De hecho, una dramática "caída del referente" es el comienzo mismo de la andadura de Nietzsche, para quien todas las verdades son "metáforas que han olvidado su condición". Después del inicio de la tragedia, lo que en Zaratustra tendrá correspondencia en la figura del camello, es obligado pensar lo humano, su autenticidad, desde la rajadura que lo abisma. Así, la "primacía significante" que adviene ante la imposibilidad de cerrar la significación es heredera de idea central que recorre todas las esquinas de Ser y tiempo: "La esencia del Dasein está en su existencia" (§9), esto es, no hay cielo suprasensible que nos libre de tener que reconstruir desde la inhospitalidad toda autenticidad, toda consistencia ética. Estar a la altura de la muerte de Dios significa asumir la parte del diablo, pensar el Mal de otra manera. El inconsciente es activo igual que el enigma retorna, dándole una densidad abismática al devenir. Que el inconsciente esté estructurado como un lenguaje implica que no se trata (como en algunas interpretaciones de Freud) de un fondo remoto que complemente románticamente nuestra vigilia, sino de una constante irrupción, una potencia activa que reclama en cada caso volver a partir desde el vacío, sin la cobertura de ningún metalenguaje. A partir de aquí es inevitable la estructura circular de un Dasein cuya eticidad se juega en sus modos de ser, teniendo que asir su caída (Verfallenheit) para apropiarse de la finitud de la existencia. Todo lo que era fatalidad ha de convertirse en tarea. Empuñar nuestra íntima impropiedad es el equivalente heideggeriano del imperativo de pensar a Kant con Sade, ese no ceder en cuanto al deseo que nos reclama Lacan.
6 Sólo deberíamos creer en un dios que supiese bailar, dice Zaratustra. El inconsciente es lo que irrumpe como una singularidad que reclama una escucha en cada caso ("uno por uno", según la fórmula que se emplea). El psicoanálisis no es un nuevo metalenguaje desde el cual se podría tratar genéricamente el inconsciente, desde arriba, desde un corpus teórico establecido. De ser así, no se trataría más que de un "dispositivo" de los criticados por Foucault. Por el contrario, entiendo que la práctica analítica exige la paradoja de un receptáculo, una posición, una comunidad de deconstrucción para escuchar su irrupción singular. Ciertamente, como Lacan señala siguiendo las señales de la filosofía (que no siempre cita), no hay Metalenguaje, Ente Supremo, Cielo inteligible que nos salve de la indefinición de la ex-sistencia, de la necesidad de tomar radicalmente en serio, para todo proyecto, su vacío inhóspito. Si La Mujer no existe, ni el Otro, ni la relación sexual, como tampoco se da correspondencia entre significante y significado, es porque nada nos puede librar de afrontar en cada caso de la escucha de un espanto que ha de mantenerse como referente. En este sentido, supongo que para Lacan todas las variantes actuales del Capitalismo, el Mercado, la Comunicación, la Tecnología, el Espectáculo (también la misma Democracia, con mayúsculas, como un Metasistema que nos libraría de un deseo que no sabe de garantías) son expresiones del sentido "religioso", pues practican la exclusión del núcleo imposible de lo real.
7 Por el contrario, el discurso lacaniano de la escucha nos propone pensar la pasividad, la impotencia, la desobra (Nancy) como un destino. Escuchar aquello que no se puede comprender: diría Heidegger (siguiendo a Kant), pensar aquello que no se puede conocer, un pensar que es un "mirar escuchando". En las antípodas de Rorty, que tiende a entender a Freud como el maestro de lo privado, para Lacan se trata de pensar una excepción que envuelve a la regla, el No-Todo que envuelve al Todo (hay unas páginas de Agamben sobre la excepción en la primera parte de Homo sacer que suponemos no desagradarían a Lacan). Kant, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Agamben: pensar la excepción como ley en su insurrección, pensar la universalidad de lo intempestivo. "Allí donde yo era, allí he de volver de nuevo": pensar la circularidad de lo singular, donde la muerte afirma radicalmente lo que no puede repetirse. Ciertamente, cada ser ha de morir ha su manera. Pensar el "no-todo" que late en cada mujer (esa que tal vez alienta en el temblor de cada existencia): por eso la mujer no existe como una clase, reclamando en cada caso una atención irrepetible.
8 En correspondencia con Nietzsche y Heidegger, con todo un linaje de pensamiento "pesimista", la Historia es un simple escenario de paso, el lugar donde lo reprimido retorna. Las metas que nos trazamos ahí son jalones provisionales (accidentales) de un devenir sin objeto. El mismo Sartre habla de una pasión inútil, de una suerte de existencial obsesión de repetición, más allá del principio del placer... o de utilidad. De ahí la inevitabilidad del "fracaso", también del psicoanálisis como ideal: es necesario el ocaso de los ídolos para que advenga Dioniso (una carencia, una falta sin sustantivar). Ciertamente, a diferencia de lo que en un momento creyó Deleuze, no se da en Lacan una "ideología de la carencia", sino más bien una falta sin imagen, el desierto como bandera afirmativa del pensamiento. La obsesión lacaniana por esquivar toda positivización del psicoanálisis se manifiesta en la fuga, el nomadismo, la traición constante a que somete al psicoanálisis, con esa constante refundación. Asimismo, el "estilo" barroco de Lacan, con unas homofonías tan parecidas a las etimologías heideggerianas, esa lingüistería que duplica la fuga del sentido como forma última del sentido. Un sentido que ya no sería religioso en cuanto tiene en su centro la imposibilidad real.
9 Especialmente importante en el momento actual, Lacan nos ayuda a pensar en Occidente una esencia (bíos) que sea sólo existencia (zoé), una libertad que no se contraponga a la necesidad, una riqueza que se arraigue en nuestra pobreza constitutiva. Cuando ya el poder es capilar (su globalidad estriba justamente en haber arraigado en el deseo), pensar la eticidad, incluso la politicidad, de lo impolítico, de aquello no distribuible que rige el deseo. Una libertad que sea sólo el devenir de la necesidad: libre juego que brota de la regla. Un límite tajante a la última forma de Dios, la Democracia: allí donde no puede haber diálogo, pacto, delegación. No ceder en cuanto al deseo, en cuanto a lo no sabido de sí mismo significa empuñar la impropiedad, asir la inhospitalidad que constituye a cada existencia como indelegable. Esto significa también saber mantenernos, bajo nuestros inevitables compromisos públicos, en una filía, en una comunidad inconfesable, en una clandestinidad donde se produce ese continuo rejuvenecimiento del deseo (todo trabajo es negro, clandestino, ha dicho Deleuze). DE ahí la idea de la comunidad analítica como una comunidad inconfesable (Blanchot), comunidad de los que no tienen comunidad. Una comunidad (Gemeinschaft) que se limita a darle continuidad a lo discontinuo, prolongando la discontinuidad que nos vincula, eso extranjero que no admite el tuteo.
10 Sólo dos palabras ad hominem. Optimista en cuanto a la imposibilidad (pensemos en ese semblante jovial), irónico en cuanto a la realidad, también en cuanto al Evangelio Marxista. Al final, en el colmo del juego, se atreve a pensar un sentido real: una plenitud taoísta del No-Todo, una mismidad que no sea monstruosa, una repetición que nos sea siniestra. Esto significaría, en palabras de Nietzsche, pasar del Camello al Niño, de la caída del referente a la caída como referente, de la tragedia a un dios que puede bailar. Ya lo decíamos antes: hay un sí que retorna eternamente, pues no afirma nada en particular, se atiene a una singularidad sin equivalencia, la obra de arte, el objeto (a), elevado a la dignidad de la Cosa. La "afirmación no positiva" de Foucault implica no ceder en cuanto al deseo, afirmar la propia excepción, lo no sabido de sí, como ley. Por lo demás, esto no supone desentenderse de la comunidad humana, sino todo lo contrario, arraigarla en aquello que no admite condiciones. Otra cosa es que este resultado tenga que ser irónico con todas las ofertas de la Historia. Ahora bien, ¿seremos algún día suficientemente libres, en suma, joviales, para esta tarea?
Madrid, 17 de diciembre de 2001.
(Publicado en Coloquio Jacques Lacan 2001, Paidós, Barcelona, 2002)
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