martes, 25 de noviembre de 2008

PIERRE HADOT: PLOTINO O LA SIMPLICIDAD DE LA PALABRA (NIVELES DEL YO)


Pierre Hadot:

Plotino o la simplicidad de la mirada

(Traducción de Maite Solana, ed. Alpha Decay, Barcelona 2004)


NIVELES DEL YO

"Mas nosotros [...]
¿Quiénes somos nosotros?
(Enéadas, IV,4,14,16)


"Plotino [...] se avergonzaba de estar en un cuerpo". (1) De este modo comienza Porfirio el relato de la vida de su maestro. No nos apresuremos a diagnosticar aquí algún rasgo mórbido propio de nuestro filósofo. Si existe una psicosis, no es la de toda una época, como pude pensar en otro tiempo y como se cree con frecuencia, sino la propia de un determinado medio espiritual y literario de aquella época.(2) En los tres primeros siglos de la era cristiana se difundieron las gnosis y las religiones mistéricas. Para ellas, el hombre se experimenta como un extranjero en este mundo, como exiliado en su cuerpo y en el mundo sensible. La divulgación del platonismo explica, en parte, este sentimiento: el cuerpo se considera una tumba y una prisión de la que el alma debe separarse porque está emparentada con las Ideas eternas; nuestro verdadero yo es puramente espiritual.
Y es preciso tener en cuenta también las teologías astrales: el alma es de origen celeste y descendió a la tierra en viaje estelar, en el transcurso del cual se revistió de envoltorios cada vez más toscos, el último de los cuales es el cuerpo terrestre.
Bajo la influencia de este platonismo difuso se experimenta cierta náusea hacia el cuerpo. Esta será, por otra parte, una de las razones de la hostilidad pagana frente al misterio de la Encarnación. Porfirio lo dirá claramente:


"Cómo admitir que lo divino se haya convertido en embrión, que después de su nacimiento se lo haya envuelto en pañales, sucio de sangre, de bilis y cosas aún peores".(3)


Sin embargo, los propios cristianos verán que este argumento se vuelve contra quienes, como los platónicos, creen en la preexistencia de las almas en un mundo superior:


"Si, como dicen, las almas fueran de la raza del Señor, vivirían siempre en la corte del Rey y no habrían abandonado de ningún modo ese lugar de beatitud [...] no habrían alcanzado, por medio de un movimiento irreflexivo, estos lugares terrestres en los que habitan unos cuerpos opacos, íntimamente mezclados con los humores y la sangre, en estos odres de excremento, en esas inmundas tinajas de orina".(4)

Puede decirse que todas las filosofías de aquella época intentan explicar esta presencia del alma divina en un cuerpo terrestre, y que responden a una angustiosa pregunta del hombre que se siente extranjero en este mundo:


"¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Dónde estamos? ¿Dónde hemos sido arrojados? ¿Adónde vamos? ¿De dónde nos viene la liberación?" (5)


En la propia escuela de Plotino, algunos daban a esta pregunta gnóstica la respuesta del gnosticismo. Para ellos, las almas habían caído en el mundo sensible como consecuencia de un drama exterior a ellas. Una Potencia malvada había creado el mundo sensible. Las almas, parcelas del mundo espiritual, se encontraban prisioneras en él a su pesar. Sin embargo, al proceder del mundo espiritual, seguían siendo espirituales. Su desdicha se debía únicamente al lugar en el que se encontraban. Con el fin del mundo, con la derrota de la Potencia malvada, su sufrimiento tocaría a su fin. Regresarían al mundo espiritual, al “Pléroma”. La salvación era, por tanto, exterior al alma: consistía en un cambio de lugar y dependía de la lucha entre unas Potencias superiores.

Contra esta doctrina, que adornándose de una apariencia platónica amenazaba con corromper a sus discípulos, Plotino reaccionará de forma apasionada en sus lecciones y escritos.
Y es que la experiencia fundamental de Plotino, a pesar de los parecidos superficiales, es diametralmente opuesta a la actitud gnóstica.
Como le ocurre sin duda al gnóstico, Plotino siente, incluso en el momento en el que está en el cuerpo, que siempre es lo que era antes de estar en el cuerpo. Su yo, su verdadero yo, no es de este mundo. Sin embargo, Plotino no tiene que esperar el fin del mundo sensible para que su yo, de esencia espiritual, regrese al mundo espiritual. Este mundo espiritual no es un lugar supraterrestre o supracósmico del que lo separarían los espacios celestes. Tampoco es un estado original irremediablemente perdido al que sólo la gracia divina podría conducirlo de nuevo. No, este mundo espiritual no es otro que el yo más profundo. Se puede alcanzar de manera inmediata mediante el recogimiento.


"Muchas veces, despertándome de mi cuerpo a mí mismo,(6) saliéndome de las otras cosas y entrando en mí mismo, al contemplar entonces una belleza maravillosa y convencerme de que pertenezco a lo más alto en el mundo superior, habiendo vivido la vida más noble, habiéndome convertido en idéntico a lo divino y fijado en él, ejercitando esta actividad suprema y situándome por encima de cualquier otra realidad espiritual, cuando luego, tras esa estancia en la región divina desciendo del Intelecto al raciocinio, me pregunto cómo ha sido posible, y también esta vez, descender de este modo, cómo es posible que mi alma haya llegado jamás a estar dentro de un cuerpo si ya, desde que está en un cuerpo, el alma es tal como se me manifestó". (IV, 8, 1,1.)


En efecto, tenemos aquí una experiencia mística de visión de uno mismo (7) en la cual uno se encuentra identificado con el Intelecto o Espíritu divino, en un estado de "belleza maravillosa", y en el que se es consciente de vivir en un nivel superior de vida y actividad. Todavía no se trata de un contacto con el Principio supremo, el Uno o el Bien, sino con aquello que se encuentra en el nivel inmediatamente inferior: el Espíritu (8). En este punto, Plotino alude a unos momentos privilegiados, no a un estado continuado. Se produce una especie de despertar: algo que hasta entonces era inconsciente invade el terreno de la conciencia. O, mejor dicho, el individuo se encuentra en un estado que habitualmente no experimenta: ejerce una actividad que trasciende los modos de conciencia y razonamiento a los que está acostumbrado. Sin embargo, tras estas iluminaciones fugitivas, se muestra del todo sorprendido de encontrarse de nuevo tal como era, viviendo en su cuerpo, consciente de sí mismo, razonando y reflexionando sobre lo que le ha ocurrido.
Plotino expresa esta experiencia interior en un lenguaje que se ajusta a la tradición platónica. Se sitúa a si mismo y a su experiencia en el seno de una jerarquía de realidades que se extiende desde un nivel supremo, Dios, hasta un nivel extremo, la materia. Según esta doctrina, el alma humana se encuentra en una situación intermedia entre unas realidades que son inferiores a ella, la materia, la vida del cuerpo, y unas realidades que son superiores a ella, la vida puramente intelectual, propia de la inteligencia divina, y, más arriba aún, la existencia pura del principio de todas las cosas. Según este cuadro, que corresponde a una jerarquía recibida en la tradición platónica, ningún grado de la realidad puede explicarse sin el grado superior: la unidad del cuerpo no puede explicarse sin la unidad del alma que lo anima; la vida del alma, sin la vida del Intelecto superior que contiene el mundo de las Formas y las Ideas platónicas, y que ilumina al alma y le permite pensar; y tampoco la vida del propio Intelecto, sin la simplicidad fecunda del Principio divino y absoluto.
Sin embargo, lo que aquí nos interesa es que todo este lenguaje tradicional sirve para expresar una experiencia interior, y que estos dos niveles de realidad se convierten, por tanto, en unos niveles de vida interior, en unos niveles del yo. Volvemos a encontrar aquí la intuición central de Plotino: el yo humano no está irremediablemente separado del modelo eterno del yo, tal como existe en el pensamiento divino. Este verdadero yo, este yo en Dios, es interior a nosotros. En determinadas experiencias privilegiadas que elevan el nivel de nuestra tensión interior, nos identificamos con él, nos convertimos en este yo eterno; su belleza inefable nos enmudece y, al identificamos con él, nos identificamos con el propio Pensamiento divino en el cual está contenido.
Así pues, estas experiencias privilegiadas nos revelan que no dejamos, que nunca hemos dejado, de estar en contacto con nuestro verdadero yo. Siempre estamos en Dios:

"Y, si hay que tener la osadía de decir con más claridad mi propio parecer en contra de la opinión de 'os demás, tampoco nuestra alma se adentró toda ella en lo sensible, sino que hay algo de ella que siempre permanece en el mundo espiritual". (IV, 8, 8, 1.)


Si esto es así, todo está en nosotros y nosotros estamos en todas las cosas. Nuestro yo se extiende de Dios a la materia, puesto que estamos ahí arriba al mismo tiempo que estamos aquí abajo.
Como dice Plotino retomando una expresión homérica, (9) "nuestra cabeza está fija por encima del cielo". Pero a continuación surge una duda:


"Si albergamos en nosotros tan grandes cosas, ¿por qué no tenemos conciencia de ello, por qué la mayor parte del tiempo permanecemos sin ejercer estas actividades superiores? ¿Por qué algunos hombres no las ejercen jamás?" (V, 1,12,1.)


Plotino responde a esto inmediatamente:


"Lo que sucede es que no todo cuanto se encuentra en el alma está consciente, sino que nos llega a 'nosotros' al llegar a la conciencia. Cuando una actividad del alma se ejerce sin que se comunique nada a la conciencia, esta actividad no llega al alma por entero. Así pues, 'nosotros' no tenemos noticia alguna de esta actividad, puesto que 'nosotros' estamos vinculados a la conciencia y 'nosotros' no somos una parte del alma, sino el alma entera". (V, 1, 12, 5.)


Por tanto, no somos conscientes de este nivel superior de nosotros mismos que es nuestro yo en el pensamiento divino, o, mejor dicho, que es el pensamiento divino de nuestro yo, aunque éste sea una parte,siquiera ahora la parte superior de nuestra alma.
¿Podemos realmente decir que nosotros somos unas cosas de las que no tenemos conciencia? ¿Y cómo explicar esta inconciencia?


"Mas nosotros [...] ¿Quiénes somos 'nosotros'? ¿Somos la parte del alma que permanece siempre en el Espíritu, o bien somos lo que se añade a ella y está sometido al devenir del tiempo? Aunque no es preciso decir que, antes de que se produjese el nacimiento actual, éramos otros hombres en el mundo trascendente algunos de nosotros, incluso éramos dioses, almas puras, Espíritu, unidos a la totalidad del ser, partes del mundo espiritual, sin separación, sin división: pertenecíamos al Todo (y ni siquiera ahora nos hemos separado de él).
Mas es cierto que a aquel hombre ha venido a añadirse ahora otro hombre: quería existir y nos encontró [...] nos revistió de sí mismo y se agregó a aquel hombre que originariamente éramos [...] y de este modo nos hemos convertido en el conjunto de ambos hombres, y más de una vez ya no somos lo que éramos anteriormente, y somos aquel que nos hemos añadido a continuación: el hombre que éramos deja de actuar y, de algún modo, de estar presente". (IV, 4, 14, 16.)

La conciencia es un punto de vista, un centro de perspectiva. Nuestro yo, para nosotros, coincide con ese punto a partir del cual se nos abre una perspectiva sobre el mundo o sobre nuestra alma: dicho de otro modo, para que una actividad psíquica nos pertenezca es preciso que sea consciente. La conciencia y nuestro yo se sitúa, por tanto, como un medio o un centro intermedio, entre dos zonas de sombras que se despliegan por encima y por debajo de ella: la vida silenciosa e inconsciente de nuestro yo en Dios y la vida silenciosa e inconsciente del cuerpo. A través del razonamiento podemos descubrir la existencia de estos niveles superior e inferior. Pero no seremos todavía verdaderamente aquello que somos hasta que no tengamos conciencia. Si pudiéramos adquirir conciencia de la vida del espíritu, percibir las pulsaciones de esta vida eterna que está en nosotros del mismo modo que podemos, prestando atención, percibir los latidos de nuestro corazón hecho de carne, entonces la vida del espíritu invadiría el terreno de nuestra conciencia, se convertiría realmente en nosotros mismos, sería de verdad nuestra vida:


"La actividad en lo alto (10) sólo ejerce su influencia sobre nosotros cuando llega hasta la parte intermedia del alma [=la conciencia]. ¿No somos también nosotros lo que se encuentra en un nivel superior a esta parte intermedia? Sí, pero es preciso que tengamos conciencia de ello. Pues no siempre hacemos uso de lo que poseemos, sino sólo cuando orientamos la parte intermedia del alma o bien hacia lo alto o en el otro sentido, o cuando actualizamos lo que en nosotros no era sino el estado de potencialidad o de disposición". (I, I, 11,2.)


Plotino nos invita a esta conversión de la atención que, ya en él, constituye esa "plegaria natural" de la que hablará Malebranche.(11) El método es aparentemente simple:


"Hay que dejar de mirar; es preciso, cerrando los ojos, cambiar esta manera de ver por otra y despertar esta facultad que todo el mundo posee pero que pocos utilizan". (I,6,8,24.)


Esto resultará sencillo sobre todo porque la conciencia es, en definitiva, una especie de espejo, que basta con purificar y girar en una determinada dirección para que refleje los objetos que se le presentan. Es preciso, por tanto, colocarse en una disposición interior de calma y reposo para percibir la vida del pensamiento:


"Parece ser que la conciencia existe y se realiza cuando la actividad del Espíritu se refracta, y también cuando la actividad de pensamiento que se ejerce en el nivel de la vida que es propia del alma [=la razón discursiva] rebota de alguna manera, como sucede sobre la superficie pulida y brillante de un espejo, si está inmóvil. Del mismo modo, como en todos los casos de reflexión, la imagen se produce si el espejo está presente, pero si el espejo no está presente o si no se encuentra en el estado deseado para reflejar las imágenes, no por ello está menos presente en acto el objeto cuya imagen sería posible; de la misma manera, en el alma, si aquello que en nosotros es análogo al espejo [es decir, la conciencia], si aquello donde aparecen los reflejos de la razón y del Espíritu no está perturbado, ahí es posible ver y conocer dichos reflejos mediante una suerte de percepción, sabiendo de entrada que se trata de la actividad de la razón discursiva y del Espíritu. Pero si la conciencia es como un espejo roto porque la armonía del cuerpo está perturbada, la razón discursiva y el Espíritu ejercen su actividad sin reflejo, y entonces se produce una actividad del espíritu sin representación imaginativa (phantasia)". (1, 4, 10, 6.)

En este punto, Plotino examina ese caso extremo que es la locura: la vida espiritual del sabio no se interrumpirá, porque haya perdido la conciencia de su vida espiritual, porque el espejo de la conciencia se haya roto debido a las perturbaciones corporales. Con todo, es preciso que al mismo tiempo comprendamos por qué habitualmente no percibimos en nosotros la vida del Espíritu. Nuestra conciencia -nuestro espejo interior- está perturbada y empañada por la preocupación por las cosas terrestres y corporales.
Lo que nos impide que tengamos conciencia de nuestra vida espiritual no es nuestra vida en el cuerpo que en sí es inconsciente, sino el cuidado que prestamos al cuerpo. En esto consiste la verdadera caída del alma. Nos dejamos absorber por preocupaciones vanas, por solicitudes exageradas:

"Por tanto, si se quiere que haya conciencia de las cosas trascendentes así presentes [en la cima del alma], es preciso que la conciencia se vuelva hacia el interior y que aplique su atención hacia lo trascendente. Sucede lo mismo que con un hombre que estuviera a la espera de una voz que deseara oir: separaría todas las demás voces y aguzaría el oído hacia ese sonido que prefiere a todos los demás para saber si se acerca; de la misma manera, es preciso que prescindamos de los ruidos sensibles, salvo en caso de necesidad, para salvaguardar el poder de conciencia del alma, pura y presta a escuchar los sonidos que vienen de arriba". (V1, 12, 12.)


No es, pues, por odio ni por asco hacia el cuerpo por lo que es preciso desvincularse de las cosas sensibles. Estas, en sí mismas, no son malas. Sin embargo, la preocupación que nos causan impide que prestemos atención a la vida espiritual, por lo que vivimos inconscientemente. Plotino quiere que, con respecto a las preocupaciones por las cosas terrestres e incluso en relación con el recuerdo de estas preocupaciones, nos mantengamos ya en este mundo en la actitud que tendrá el alma después de la muerte, cuando se eleve hacia el mundo superior:

"Cuanto más se afana hacia lo alto, más olvida las cosas de aquí abajo, a menos que, también aquí abajo, haya vivido de tal manera que sólo se acuerde de las cosas superiores; pues aun en este mundo es conveniente "mantenerse al margen de los asuntos humanos"(12) y, por tanto, necesariamente también de los recuerdos humanos. Por ello, diciendo que el alma buena es olvidadiza (13) se tendría razón en cierto sentido, pues el alma buena huye de la multiplicidad y reúne en una sola cosa toda esa multiplicidad, rechazando lo indeterminado. De este modo, no se sobrecarga con muchas cosas sino que es ligera, sólo es ella misma; y, en efecto, ya aquí abajo, si quiere estar en lo alto, estando aún aquí abajo, el alma abandona todas las demás cosas". (IV, 3, 32, 13.)

¿Basta, pues, con renunciar al cuidado, con volver nuestra atención hacia la cima de nuestra alma para que adquiramos de inmediato conciencia de nuestra verdadera vida y de nuestro verdadero yo, para que experimentemos, como si dijéramos a voluntad, estas experiencias privilegiadas que describe Plotino?
No, no se trata aquí más que de una fase preparatoria, aunque indispensable. Ahora bien, sólo en momentos concretos y fugaces nos identificaremos con nuestro verdadero yo. Porque la vida espiritual, de la que vive sin interrupción nuestro verdadero yo, constituye un nivel de tensión y concentración que es superior al nivel que es propio a nuestra conciencia. Incluso cuando nos elevamos a ese nivel, no podemos mantenernos en él. Y, cuando lo alcanzamos, no adquirimos conciencia de nuestro yo superior, sino que más bien perdemos la conciencia de nuestro yo inferior. En efecto, nuestra conciencia sólo es una sensación interior: nos exige un desdoblamiento, una distancia temporal, por mínima que sea, entre lo que ve y lo que es visto. No es, por tanto, una presencia; es un recuerdo y está, de manera inexorable, inscrito en el tiempo. Sólo nos proporciona reflejos, que intenta fijar expresándolos en el lenguaje.
Por el contrario, la actividad de nuestro verdadero yo se ejerce en la presencia total, en la eternidad y la simplicidad perfecta:

"Recuérdese, a este respecto, que aun aquí abajo, cuando se ejerce una actividad contemplativa y, sobre todo, cuando ésta se realiza con suma claridad, no se vuelve uno hacia sí mismo a través de un acto de pensamiento, sino que se posee uno a sí mismo, y la actividad contemplativa se dirige por completo hacia el objeto, y nos transformamos en ese objeto [...] ya no se es uno mismo sino de un modo potencial". (IV, 4,2, 3.)

Toda la paradoja del yo humano se encuentra aquí: sólo somos aquello de lo que tenemos conciencia y, sin embargo, tenemos conciencia de haber sido más nosotros mismos en los precisos momentos en los que, elevándonos a un nivel más alto de simplicidad interior, hemos perdido la conciencia de nosotros mismos. Por ello, en el fragmento autobiográfico que hemos citado antes, Plotino decía que en el momento en que, después de sus éxtasis, descendía de nuevo de la intuición a la reflexión, al volver a recuperar la conciencia se preguntaba en cada ocasión cómo había podido volver a descender, como había podido recobrar la conciencia, cómo, después de haber vivido la unidad del Espíritu, había podido encontrar de nuevo el desdoblamiento del yo consciente. Al pasar de un nivel interior a otro, el yo siempre tiene la impresión de perderse. Cuando se unifica y se eleva al pensamiento puro, el yo teme perder la conciencia de sí mismo y no volver a poseerse. Sin embargo, cuando consigue vivir su vida divina, teme recobrar la conciencia, teme perderse al desdoblarse. No parece, entonces, que la conciencia, como tampoco el recuerdo, sea la mejor de las cosas. Cuanto más intensa es una actividad, menos consciente es.

"Es fácil comprobar, incluso en el estado de vigilia, mientras pensamos o actuamos, que hay actividades nobles, ya se trate de contemplaciones o acciones, que no van acompañadas de la conciencia que pudiéramos tener de ellas. Pues no es necesario que quien lee tenga conciencia de que lee, sobre todo cuando lee con intensidad, del mismo modo que quien realiza un acto de valentía no tiene conciencia de que actúa de acuerdo con la virtud del valor en el momento de llevar a cabo su acción". (I,4,10,21.)

De algún modo, la conciencia aparece cuando hay una ruptura de un estado normal: la enfermedad, por ejemplo, provoca un choque que nos hace recobrar conciencia. Sin embargo, no tenemos conciencia del estado de nuestro cuerpo si gozamos de buena salud. Más aún:

"De este modo, las tomas de conciencia conllevan el riesgo de debilitar los actos a los que acompañan: si no van acompañados de conciencia, los actos son más puros, más activos, más vivos; y, ciertamente, también cuando los hombres de bien logran alcanzar semejante estado, su vida es más intensa porque no se vuelca en la conciencia, sino que se concentra en si misma en un mismo punto". (I,4,10,28.)

No obstante, estos estados no pueden prolongarse: somos, de manera irremediable, seres conscientes y desdoblados. Queremos comprender esos momentos de unidad, fijarlos, conservarlos, pero se nos escapan en el momento mismo en que creemos retenerlos: volvemos a caer de la presencia al recuerdo.
Así pues, sólo podemos elevarnos a la vida espiritual por una especie de vaivén continuo entre los niveles discontinuos de nuestra tensión interior. Al volver nuestra atención hacia el interior de nosotros mismos, es preciso que nos preparemos para experimentar la unidad del Espíritu, para volver a caer después en el plano de la conciencia, a fin de reconocer que somos "nosotros" quienes estamos "aquí abajo", y para perder de nuevo la conciencia a fin de reencontrar nuestro verdadero yo en Dios. Para ser más exactos, en el momento del éxtasis será preciso resignarse a no conservar nada más que una conciencia confusa de uno mismo:

"Esta identidad [del que ve y de lo que ve] es, de algún modo, una comprensión y una conciencia del yo que debe abstenerse de no apartarse de sí mismo por un deseo demasiado grande de tener conciencia de sí". (V,8,11,23.)

Plotino describe este movimiento de vaivén que nos permite tener la experiencia interior de nuestro yo en Dios, o de Dios en nosotros de este modo:

"Si, aunque sea bella, aparta esta imagen [de él mismo unido al Dios, es decir, al Espíritu], y llega a ser uno con el Espíritu, sin desdoblarse más, entonces es al mismo tiempo Uno y Todo con este Dios [= el Espíritu], que está presente en el silencio, y está con él mientras puede y quiere.
Sin embargo, si a continuación regresa para volver a ser dos, se queda cerca de Dios en la medida en que permanece puro, de manera que puede serle de nuevo presente de la manera que acabamos de describir, si de nuevo regresa hacia el Dios.
No obstante, he aquí lo que gana en este regreso: al principio, tiene conciencia de sí mismo en tanto que permanece diferente del Dios; sin embargo, cuando regresa apresuradamente hacia el interior, se encuentra en un estado de totalidad y, al dejar atrás la conciencia de temer el hecho de seguir siendo diferente [del Dios], es uno en este estado trascendente". (V, 8, 11,4.)

De este modo, la experiencia interior plotiniana nos revela unos niveles discontinuos de nuestra vida espiritual. Dispersos en las ocupaciones y preocupaciones de la vida cotidiana, podemos, en primer lugar, concentrarnos hacia el interior, dirigir nuestra atención hacia las cosas superiores y recobrar la conciencia de nosotros mismos. Descubriremos entonces que, a veces, podemos elevamos a una unidad interior más perfecta en la que alcanzamos nuestro verdadero yo vivo y real en el Pensamiento divino. Llegados a este nivel, entraremos quizá en un estado de unidad inefable en el que coincidiremos misteriosamente con la simplicidad absoluta de la que procede toda vida, todo pensamiento y toda conciencia.
Ahora bien, estos niveles no se anulan los unos a los otros: su conjunto, su interacción constituyen la vida interior. Plotino no nos invita a la abolición de la personalidad en el nirvana La experiencia plotiniana, por el contrario, nos revela que nuestra identidad personal supone un absoluto inefable del que es, a la vez, la emanación y la expresión.

Volver


Notas
1. Vida de Plotino, 1, 1.

2. Sobre la noción de mentalidad colectiva, véanse mis críticas en el Annuaire du College de France, 1983-1984, pp. 505-510.

3. Porfirio: Gegen die Christen [Contra los cristianos], (ed. A. von Harnack), Berlín, Akademie der Wissenschafter, 1916, frag. 77.

4. Arnobio: Contra los gentiles II. 37.

5. Clemente de Alejandría: Extraits de Théodote (ed. y trad. Sagnard), París, Editions du Cerf (Sources chrétiennes, 23), 1948, 78, 2, p. 203. [Versión en castellano: Extractos de Teodoto (trad. J. Montserrat). Los Gnósticos II, pp. 344 y ss.)

6. San Ambrosio (en su sermón De lsaac IV, 1, Corp. Script Latín, t. XXXII, Viena, 1987, pp. 650, 15-651, 7) relaciona este éxtasis de Plotino con el éxtasis de san Pablo (cf. 2 Corintios 12: 14): «Bienaventurada el alma que penetra los secretos del Verbo. Pues, al despertarse del cuerpo, al convertirse en ajena a cualquier otra cosa, busca en su propio interior: escruta para saber si, de alguna manera, podría alcanzar el ser divino. Y cuando por fin ha podido comprenderlo, rebasando cualquier otra realidad espiritual sitúa en él su morada y se alimenta de él. Así le sucedió a Pablo, que sabía que había sido raptado hasta el paraíso; sin embargo, si fue arrebatado en su cuerpo o fuera de su cuerpo, eso no lo sabía. Pues su alma se haba despertado de su cuerpo y se había alejado y elevado fuera de los sentimientos y los vínculos de la carne, y, convertida de este modo en extraña a sí misma, recibió en sí misma palabras inefables que escuchó y no pudo divulgar, pues, como él observa, no le está permitido al hombre decir estas cosas». Lo que sorprendió a san Ambrosio fue que, por una parte, san Pablo decía que él no sabía si había sido arrebatado en su cuerpo o fuera de su cuerpo, y que, por otra parte, Plotino hablaba de un despertar fuera del cuerpo. San Ambrosio no vacila, pues, en describir el éxtasis de san Pablo en términos que toma prestados del éxtasis del Plotino.

7. Cf. p. 24.

8. Cf. P. Hadot: «L'union de l'âme avec l'intellect divin dans l'expérience mystique plotinienne», en Proclus et son influence, Actes du Colloque de Neuchâtel, Editions du Grand Midi, 1986, p. 14.

9. Enéadas IV,3,12,5; cf. Homero: Iliada, IV, 43; y Platón, Timeo 90a


10. Plotino emplea a menudo la expresión ekei, «en lo alto» (que E. Bréheir traduce en francés por «lá-bas», «allá»), para designar el mundo trascendente, es decir, el Uno y el Espíritu donde está contenido el mundo de las Formas.

11. Malebranche: Méditations chrétiennes es métaphysiques, XIII, 11 y 18M XV, 9 en Oeuvres complètes, t. X, Paris, Vrin, p. 144, 148 y 168.

12. Platón: Fedro, 249 e 9.

13. A pesar de Platón: República, 486 d1, que afirma que el alma filosófica no debe ser olvidada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Este es el texto original escrito por Pierre Hadot? Necesito encontrar el texto de Pierre Hadot, ojala me puedas ayudar.