sábado, 5 de julio de 2008

GILLES DELEUZE VI: ENTREVISTA CON DELEUZE Y GUATTARI SOBRE MIL MESETAS



martes, abril 04, 2006
Mil mesetas en los campos de fuerza


Los nombres propios designan fuerzas,
acontecimientos, movimientos y móviles, vientos, tifones, enfermedades,
lugares y momentos antes que personas. Los verbos en infinitivo
designan devenires y acontecimientos que desbordan modas y tiempos.
[Gilles Delueze]

ENTREVISTA SOBRE MIL MESETAS
[Deleuze y Guattari, Capitalisme et schizofrénie, II: Mille Plateaux. Les Éditions de Minuit, París, 1980. Trad. cast.: J. Vázquez y U. Larraceleta, Mil Mesetas. Ed. Pre–textos, Valencia, 1988]



CHRISTIAN DESCAMPS– ¿Cómo han construido ustedes sus Mil
Mesetas? Se trata de un libro que no se dirige únicamente a los especialistas;
se presenta como si estuviera compuesto –en el sentido musical
del término– en diversos modos. No está organizado en capítulos cada
uno de los cuales desarrollaría una esencia. El índice está lleno de
acontecimientos; 1914: la guerra, pero también el psicoanálisis del
hombre de los lobos; 1947: el momento en el que Artaud descubre el
cuerpo sin órganos; 1874: cuando Barbey d’Aurevilly teoriza la novela;
1227: la muerte de Gengis Kan; 1837: la de Schumann... Las fechas son
acontecimientos, marcas que carecen de una orientación cronológica
progresiva. Sus mesetas están llenas de accidentes...

– Es como un grupo de anillos entrelazados. Cada anillo, o cada
meseta, debería tener un clima propio, un tono o un timbre propio. Es
un libro de conceptos. La filosofía se ha ocupado siempre de conceptos,
y hacer filosofía es intentar crear o inventar conceptos. Pero hay varios
aspectos posibles en los conceptos. Durante mucho tiempo, los conceptos
han sido utilizados para determinar lo que una cosa es (esencia).
Por el contrario, a nosotros nos interesan las circunstancias de las
cosas –¿en qué caso? ¿dónde y cuándo? ¿cómo?, etc.–. Para nosotros, el
concepto debe decir el acontecimiento, no la esencia. De ahí surge la
posibilidad de introducir en filosofía procedimientos novelescos muy
simples. Por ejemplo, un concepto como el de ritornelo debe decirnos
en qué casos experimentamos la necesidad de canturrear. O el rostro:
pensamos que el rostro es un producto, y que no todas las sociedades
lo producen, sino sólo aquellas que lo necesitan. ¿Por qué y en qué
casos? Cada anillo o cada meseta debe, pues, trazar un mapa de circunstancias,
y por eso cada una tiene una fecha, una fecha ficticia y una
ilustración, una imagen. Es un libro ilustrado. De hecho, lo que nos
interesa son aquellos modos de individuación distintos de las cosas, las
personas o los sujetos: la individuación, por ejemplo, de una hora del
día, de una región, de un clima, de un río o de un viento, de un acontecimiento.
Quizá sea un error creer en la existencia de cosas, personas o
sujetos. El título Mil Mesetas remite a estas individuaciones que no son
las de las personas o las cosas.

C. D.– Hoy, el libro en general, y en particular el de filosofía, se encuentra
en una extraña situación. Por una parte, los tam– tams de la
gloria celebran todos esos antilibros hilvanados al hilo de la actualidad;
por otra parte, se asiste a una especie de resistencia a analizar los
trabajos en nombre de una noción muy debilitada de expresión. Dice
Jean Luc Godard que no importa tanto la expresión como la impresión.
Un libro de filosofía es al mismo tiempo un libro difícil y un objeto
totalmente accesible, una caja de herramientas extraordinariamente
abierta destinada a lo que en cada momento se necesite o se desee. Mil
Mesetas produce efectos de conocimiento pero, ¿cómo presentarlo sin
hacer de él materia de opinión, sin provocar su “vedetización” en el
seno de todo el chismorreo que “descubre” semanalmente las obras
maestras de nuestros días. Si se confía en este rumor de quienes tienen
el poder de la actualidad, no habría necesidad alguna de conceptos.
Una subcultura difusa, constituida por revistas y semanarios, habría
sustituido a los conceptos. La filosofía está amenazada institucionalmente:
ese formidable laboratorio que se llama Vincennes ha sido
marginado. Este libro, plagado de ritornelos científicos, literarios,
musicales y etológicos, se presenta como una obra conceptual. Es una
apuesta fuerte y efectiva por el retorno de la filosofía como gaya
ciencia...

– La pregunta es compleja. Para empezar, la filosofía nunca ha estado
restringida a los profesores de filosofía. Es filósofo aquel que se
convierte en filósofo, es decir, quien se interesa en esas creaciones tan
peculiares del orden de los conceptos. Guattari es un extraordinario
filósofo, especialmente cuando habla de política o de música. Habría,
pues, que saber cuál es el lugar, cuál es el papel que podría representar
en la actualidad un libro de este género. Más en general, habría que
saber lo que sucede actualmente en el dominio de los libros. Desde
hace algunos años, vivimos un período de reacción a todos los
niveles, y no hay razón para que el terreno de los libros se salve de ello.
Se nos está fabricando un espacio literario –en la misma medida en que
se nos fabrica un espacio jurídico, económico o político– completamente
reaccionario, prefabricado y asfixiante. Me parece ver en ello
una labor sistemática, algo que Libération hubiera debido analizar. En
esta labor, los media tienen un papel decisivo, pero no exclusivo. Me
parece algo de gran interés. ¿Cómo resistir a este nuevo espacio literario
europeo que se está constituyendo? ¿Cuál sería el papel de la
filosofía en esa resistencia frente a tan terrible neoconformismo? Sartre
desempeñaba un papel excepcional, y su muerte es un acontecimiento
muy triste en todos los sentidos. Después de Sartre, la generación a la
que yo pertenezco parece gozar de bastante riqueza (Foucault, Althusser,
Derrida, Lyotard, Serres, Faye, Châtelet, etc.). La situación que me
parece ahora muy difícil es la de los filósofos jóvenes, y también la de
todos los escritores jóvenes, todos los que están creando algo. Corren el
peligro de asfixiarse antes de conseguirlo. Trabajar se ha convertido en
algo muy difícil, pues se está edificando todo un sistema de “aculturación”
y de anticreación característico de los países desarrollados.
Mucho peor que una censura. La censura provoca efervescencias
subterráneas, pero la reacción aspira a que todo se torne imposible.
Pero este período de sequía no tiene por qué durar. Provisionalmente,
sólo pueden contraponérsele ciertas redes. Así las cosas, la cuestión
que nos interesa, de cara a Mil Mesetas, es saber si hay resonancias, si
existe una causa común con lo que investigan o hacen otros escritores,
otros músicos, pintores, filósofos, sociólogos, si esto permite aumentar
nuestra fuerza o nuestra confianza. Será preciso, en todo caso, un
análisis sociológico de lo que está sucediendo en el terreno del
periodismo, y de su significado político. Quizás alguien como Bourdieu podría hacer ese análisis...

C. D.– Rechazan ustedes resueltamente las metáforas, y también las
analogías. Mediante la noción de “agujeros negros”, que toman prestada
de la física contemporánea, describen unos espacios que tienen el
poder de captar, pero de los que nada puede ya salir, y que se aproximan
a la noción de “pared blanca”. Según ustedes, un rostro es un
muro blanco perforado por agujeros negros a partir del cual se organiza
la “rostridad”. Pero, más adelante, no dejan ustedes de aludir a los
conjuntos vagos, a los sistemas abiertos. Su proximidad con respecto a
las ciencias contemporáneas sugiere la pregunta acerca del uso que
podrían hacer los científicos de una obra como esta. ¿No corren el
peligro de ver en ella únicamente metáforas?

– Efectivamente, Mil Mesetas se sirve de algunos conceptos que tienen
cierta resonancia, o incluso una correspondencia científica:
agujeros negros, conjuntos vagos, zonas colindantes, espacios de
Riemann... Sobre ese particular querría advertir que hay dos tipos de
nociones científicas, aunque en concreto estén siempre mezcladas. Hay
nociones exactas por naturaleza, cuantitativas, ecuacionales, que
carecen de sentido fuera de su exactitud: los escritores o los filósofos
no pueden usarlas más que metafóricamente, y se trata de una mala
metáfora, porque pertenecen a la ciencia exacta. Pero hay también
nociones fundamentalmente inexactas, que no obstante son perfectamente
rigurosas, nociones de las que los científicos no pueden
prescindir, y que pertenecen al mismo tiempo a los científicos, a los
filósofos y a los artistas. Se trata, desde luego, de conferir a estas
nociones un rigor que no es exactamente rigor científico, de tal modo
que, cuando el científico alcanza estas nociones, se convierte también
en filósofo o en artista. Estos conceptos no son indecisos por alguna
carencia, sino antes bien por su naturaleza y por su contenido. Tenemos
como ejemplo actual de ello, un libro que ha tenido gran resonancia:
La nueva alianza, de Prigogine y Stengers. Este libro crea, entre
otros, el concepto de zona de bifurcación. Prigogine crea este concepto
desde los fundamentos de la termodinámica, en la que es especialista,
pero se trata justamente de un concepto que es, indiscerniblemente,
filosófico, científico y artístico. Y viceversa: tampoco es imposible que
un filósofo cree conceptos científicamente útiles. Ha sucedido numerosas
veces. Para contentarnos con un ejemplo muy reciente, aunque
olvidado, notemos la profunda huella que ha dejado Bergson en la
psiquiatría, además de que su pensamiento mantenía estrechas relaciones
con los espacios físicos y matemáticos de Riemann. No se trata
en absoluto de pretender una falsa unidad que no beneficiaría a nadie,
se trata de que ciertos trabajos pueden producir convergencias inesperadas,
nuevas consecuencias, enlaces entre campos diversos. Nadie –ni
la filosofía, ni la ciencia, ni el arte o la literatura– goza de privilegios en
este sentido.

DIDIER ERIBON.– Aunque ustedes utilizan el trabajo de algunos
historiadores, especialmente de Braudel (cuyo interés por el paisaje es
bien conocido), lo menos que se puede decir del papel que ustedes
confieren a la historia es que no es determinante. Usted se confiesa de
buena gana geógrafo, privilegia el espacio, y afirma que ha de trazarse
una “cartografía” de los devenires. ¿Es éste uno de los medios que nos
permiten pasar de una “meseta” a otra?

– No hay duda de que la historia tiene una gran importancia. Pero,
si tomamos una línea cualquiera de investigación, hallamos que es
histórica en cierta parte de su recorrido, en ciertas regiones, lo que no
impide que sea, por otra parte, ahistórica o trans–histórica. En Mil
Mesetas, los “devenires” tienen más importancia que la historia. Se
trata de cosas muy distintas. Por ejemplo, intentamos construir un
concepto de “máquina de guerra”; ante todo, implica cierto tipo de
espacio, una peculiar composición de hombres, de elementos tecnológicos
y de aparatos de Estado. En cuanto a los aparatos de Estado como
tales, los relacionamos con determinaciones como las referidas al
territorio, la tierra y la desterritorialización. Hay aparato de Estado
cuando los territorios dejan de explotarse sucesivamente y constituyen
el objeto de una comparación simultánea (tierra) en la que, de golpe, se
encuentran ya embarcados en un movimiento de desterritorialización.
Esto supone una larga secuencia histórica. Pero, en otras condiciones
completamente distintas, encontramos el mismo complejo de nociones
distribuidas de otro modo: por ejemplo, los territorios animales, sus
posibilidades de relación con un centro exterior que es una suerte de
tierra, los movimientos de desterritorialización cósmica, como los que
las grandes migraciones... O bien el lied: el territorio, pero también la
tierra natal, y también la apertura, la partida, lo cósmico. En este
sentido, pienso que el capítulo de Mil Mesetas que trata sobre el
ritornelo es complementario del que trata sobre el aparato de
Estado, aunque no sea el mismo tema. Así es como una “meseta” se
comunica con otra. Otro ejemplo: intentamos definir un régimen de
signos muy peculiar que hemos llamado “pasional”. Es una sucesión de
procesos. Se trata de un régimen que podemos encontrar en algunos
procesos históricos (del tipo “travesía del desierto”) pero también, en
condiciones diferentes, en algunos delirios estudiados por la psiquiatría,
o en obras literarias (por ejemplo, en Kafka). No se trata en
absoluto de reunir esos procesos en un mismo concepto sino, al
contrario, de referir cada concepto a las variables que determinan sus
mutaciones.

R. M.– La forma “fragmentaria” de Mil Mesetas, su organización
acronológica aunque fechada, la multiplicidad y la multivocidad de sus
referencias, la conexión de conceptos procedentes de los más diversos
géneros y de dominios teóricos aparentemente heteróclitos, todo ello
ofrece sin duda una ventaja: podemos concluir la existencia de un anti–
sistema. Mil Mesetas no son una montaña, pero dibujan mil caminos
que, al contrario de los de Heidegger, conducen a todas partes. Anti–
sistema por excelencia, patchwork, disipación absoluta, eso sería Mil
Mesetas. Y, sin embargo, tengo la impresión de que se trata de algo
muy distinto. Para empezar, porque, como usted mismo ha declarado a
l’Arc (número 49, nueva edición de 1980), la obra pertenece estrictamente
al género filosófico, “a la filosofía en el sentido tradicional del
término”; además, porque, a pesar de su modo de exposición, que no es
en absoluto sistemático, contiene al menos una cierta “visión del
mundo”, deja ver o entrever una “realidad” que, por otra parte, no deja
de tener afinidades con la que describen o intentan mostrar las teorías
científicas contemporáneas. A fin de cuentas, ¿sería tan paradójico
considerar Mil Mesetas como un sistema filosófico?

– No, en absoluto. Hoy se ha convertido en un lugar común el derrumbamiento
de los sistemas, la imposibilidad de construir un
sistema a causa de la diversidad de los saberes (“ya no estamos en el
XIX...”). Esta idea tiene dos inconvenientes: ya no se concibe ningún
trabajo serio que no se lleve a cabo acerca de pequeñas series muy
localizadas y determinadas; y, lo que es peor, se confía, para todo lo
que pretende mayor amplitud, en una especie de antitrabajo de visionarios
en cuyo seno todo el mundo puede decir cualquier cosa. De
hecho, los sistemas no han perdido nada de su fuerza vital. Asistimos
hoy día, tanto en las ciencias como en la lógica, al comienzo de una
teoría de los sistemas llamados abiertos, fundados en interacciones,
que rechazan únicamente la causalidad lineal y que transforman la
noción del tiempo. Tengo gran admiración por Maurice Blanchot: su
obra no está constituida por pequeños fragmentos o aforismos, es un
sistema abierto que ha construido por adelantado un “espacio literario”
opuesto al que ahora se nos impone. Lo que Guattari y yo llamamos
un rizoma es, precisamente, un caso de sistema abierto. Vuelvo a
la pregunta: ¿qué es la filosofía? Porque la respuesta a esta pregunta
tendría que ser muy simple. Todo el mundo sabe que la filosofía se
ocupa de conceptos. Un sistema es un conjunto de conceptos. Un
sistema abierto es aquel en el que los conceptos remiten a circunstancias
y no ya a esencias. Pero, por una parte, los conceptos no están
dados o hechos de antemano, no preexisten: hay que inventar, hay que
crear los conceptos, y se requiere para ello tanta inventiva o tanta
creatividad como en las ciencias o en las artes. Crear nuevos conceptos
que tengan su necesidad, tal ha sido siempre la tarea de la filosofía.
Y es que, por otra parte, los conceptos no son generalidades que se
encuentran en el espíritu de la época. Al contrario, son singularidades
que reaccionan frente a los flujos ordinarios de pensamiento: se puede
perfectamente pensar sin conceptos, pero sólo cuando hay conceptos
hay verdaderamente filosofía. Lo que no significa en absoluto ideología.
Un concepto es algo que posee una fuerza crítica, política y de
libertad. Y es justamente la potencia del sistema lo que puede distinguir
lo bueno de lo malo, lo nuevo de lo que no lo es, lo que está vivo y
lo que no lo está en un constructo conceptual. Nada es absolutamente
bueno, todo depende del uso y de la prudencia, que son sistemáticos.
Intentamos decir, en Mil Mesetas, que lo bueno no es nunca suficiente
(por ejemplo, no basta un espacio liso para vencer las estrías y las
coacciones, no basta un cuerpo sin órganos para hacer frente a las
organizaciones). En ocasiones se nos ha reprochado el empleo en
términos complicados para aparentar distinción. Este reproche no es
únicamente malintencionado, es simplemente estúpido. A veces un
concepto necesita de una palabra nueva que lo distingue, a veces se
sirve de una palabra corriente a la que confiere un sentido peculiar.
Creo, en cualquier caso, que el pensamiento filosófico no ha tenido
nunca como hoy un papel tan decisivo que desempeñar, cuando
asistimos a la instalación de todo un régimen –no solamente político,
sino cultural y periodístico– que es una ofensa para el pensamiento. Lo
diré una vez más: Libération debería ocuparse de este problema.

D. E.– Hay algunos puntos sobre los que me gustaría insistir.
Hablábamos hace un momento de la importancia que usted reconoce
al acontecimiento; también del privilegio que confiere a la geografía
sobre la historia. ¿Cuál es el estatuto del acontecimiento en la “cartografía”
que usted se propone elaborar?
Y, tratándose del espacio, hay que volver sobre el problema del Estado,
que usted vincula con el del territorio.
Si el aparato de Estado instaura el “espacio estriado” de la coacción,
la “máquina de guerra” intenta constituir un “espacio liso” mediante
líneas de fuga.
Pero usted acaba de advenirnos que no basta el espacio liso para
salvarnos. Las líneas de fuga no son necesariamente líneas liberadoras.

– Lo que llamamos un “mapa” o, incluso, un “diagrama” es un conjunto
de líneas diversas que funcionan al mismo tiempo (las líneas de
la mano dibujan un mapa). Hay, en efecto, líneas de muy diversos
tipos, en el arte y también en la sociedad o en una persona. Hay líneas
que representan cosas y otras que son abstractas. Hay líneas segmentarias
y otras que carecen de segmentos. Hay líneas direccionales y líneas
dimensionales. Hay líneas que, sean o no abstractas, forman contornos,
y hay otras que no los forman. Estas son las más hermosas. Pensamos
que las líneas son los elementos constitutivos de las cosas y de los
acontecimientos. Por ello, cada cosa tiene su geografía, su cartografía,
su diagrama. Lo interesante de una persona son las líneas que la
componen, o las líneas que ella compone, que toma prestadas o que
crea. ¿Por qué este privilegio de la línea sobre el plano o sobre el [56]
volumen? No hay, de hecho, privilegio alguno. Hay espacios correlati-
vos de las diferentes líneas, y a la inversa (también aquí intervendrían
nociones científicas, como los “objetos fractales” de Mandelbrot). Tal o
cual tipo de línea implica tal formación espacial y voluminosa.
De ahí su segunda observación: definimos la “máquina de guerra”
como una disposición lineal construida sobre líneas de fuga. En este
sentido, la máquina de guerra no tiene por objeto la guerra, su objeto
es un espacio muy especial, el espacio liso que compone, ocupa y propaga.
El nomadismo es exactamente esta combinación entre máquina
de guerra y espacio liso. Intentamos mostrar cómo, y en qué casos, la
máquina de guerra toma la guerra como objeto (cuando los aparatos
de Estado se apropian de una máquina de guerra que no les pertenecía
en absoluto). Una máquina de guerra puede ser mucho más revolucionaria
o artística que bélica.
Pero su tercera observación nos recuerda que ello es una razón más
para no prejuzgar. Podemos definir los tipos de líneas. Pero no podemos
concluir, a partir de eso, que tal línea sea buena y tal otra mala. No
podemos decir que las líneas de fuga sean necesariamente creadoras, o
que los espacios lisos sean mejores que los segmentados o los estriados:
tal y como ha mostrado Virilio, el submarino nuclear ha reconstruido
un espacio liso al servicio de la guerra y el terror. En una
cartografía sólo podemos marcar caminos y movimientos, con sus
coeficientes de fortuna y de peligro. Llamamos “esquizo–análisis” a
este análisis de las líneas, de los espacios, de los devenires. Parece algo
al mismo tiempo muy cercano y muy diferente a los problemas históricos.

D. E.– Líneas, devenires, acontecimientos... Quizá hemos vuelto a la
cuestión de la que partimos, referente a las fechas. El título de cada
“meseta” implica una fecha: ”7000 antes de Cristo”, “Año cero. Rostridad”...
Usted ha dicho que son “fechas ficticias”, pero que sin embargo
remiten al acontecimiento, a las circunstancias, ¿son quizá ellas las
que establecen esa cartografía de la que estamos hablando?

– El hecho de que cada “meseta” esté marcada con una fecha ficticia
no es más importante que el de que cada una esté ilustrada o lleve
nombres propios.
El estilo telegráfico tiene una potencia que no procede únicamente
de su brevedad. Tomemos una proposición como esta: “Julio llegar
cinco de la tarde”. Carece de interés escribir de este modo.
Lo interesante es cuando la escritura alcanza a provocar por sí
misma ese sentimiento de inminencia, de que algo va a pasar o acaba
de pasar a nuestras espaldas. Los nombres propios designan fuerzas,
acontecimientos, movimientos y móviles, vientos, tifones, enfermedades,
lugares y momentos antes que personas. Los verbos en infinitivo
designan devenires y acontecimientos que desbordan modas y tiempos.
Las fechas no remiten a un calendario único homogéneo, sino a
espaciotiempos que cambian en cada ocasión. Todo esto es lo que
constituye las disposiciones de enunciación: “Hombres–lobos pulular
1730”...

Libération, 23 de Octubre de 1980, conversación entre Gilles Deleuze, Christian Descamps, Didier Eribon y Robert Maggiori, publicada en Conversaciones 1972–1990, Gilles Deleuze [Pre–textos, 1995]

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