jueves, 10 de julio de 2008
JOSÉ MANUEL ROJO I: NI DE VUESTRA VIDA NI DE VUESTRA MUERTE
José Manuel Rojo:
NI DE VUESTRA VIDA NI DE VUESTRA MUERTE
Como es más que sabido, en los últimos tiempos se ha hablado hasta la saciedad del gusto por el simbolismo del terrorismo islamista y de su avatar más espectacular, Al Qaeda. Quizás porque la civilización tecnoindustrial identifica pensamiento mítico con barbarie y arcaísmo, a pesar de (o precisamente por) estar levantada también ella sobre una mitología no menos desbordante, los poderes públicos han insistido alborozados en la obvia simbología política, económica o tecnológica del World Trade Center y de un centro de transportes moderno, y vital para la modernidad, como es la estación de Atocha de Madrid, así como en el significado pérfido y enigmático, digno de Fu-Manchú o del Viejo de la Montaña, de las coincidencias de fechas de los atentados del 11-S y del 11-M, hasta el punto de que la propia fiscal del 11-M ha considerado digno de importancia conjeturar, en lo que prácticamente fue su primera entrevista importante a un medio de comunicación, sobre la “gran carga simbólica y cabalística” que tenía la fecha del atentado de la Estación de Atocha de Madrid (El País, 10-3-2005).
En el caso madrileño, se ha dicho también, de forma algo sumaria pero no descabellada, que no fue casual la elección del lugar donde los “yihadistas” depositaron la cinta de video en la que reivindicaban su acción, una papelera situada “entre dos construcciones emblemáticas (la Mezquita y el Tanatorio de la M-30) que elevan su silueta al borde de nuestra mayor arteria anular” (1). Se convendrá en que tal consideración no puede ser inexacta, conociendo como se conoce la inclinación, por ejemplo, de un Mohamed Atta por la crítica salvaje del urbanismo y de la arquitectura occidentales, y el peso que el rechazo de ambas tuvo en su radicalización religiosa. Como tampoco se equivoca mucho el autor antes citado, cuando dice en el mismo artículo que no hay mejor monumento a las víctimas del 11-M que el propio escenario del crimen, “el solemne tambor de ladrillo de la estación de Atocha”, pues “ese icono arquitectónico proyectado por Rafael Moneo tiene probablemente singularidad y monumentalidad suficiente para albergar el recuerdo de la cruel masacre ferroviaria”. Es por este hilo simbólico por el que podemos intentar tirar para elucidar esos símbolos, y, a través de ellos, el acontecimiento en sí y su sentido último, considerando aun a título de hipótesis el valor de fuerza motriz (o al menos de polo de atracción de interrelaciones) que tales imaginarios pudieron ejercer sobre la acción práctica del 11-M. En efecto, está en la esencia de los símbolos el ser simbólicos, es decir, que si verdaderamente lo son, como la visión poética o la psicogeografía tienen que servir para algo, aunque no precisamente productivo, en cuanto que podrían ayudar a revelar, mucho mejor que muchos discursos lógicos, la realidad oculta de la que son emblema sensible y corporeidad mítica.
Preguntemos entonces al escenario donde todo terminó. Era casi inevitable que, con esa alegre banalidad con la que se habla de forma intrascendente y juguetona de cualquier manifestación de esa nadería en la que se ha convertido la ciudad-mercancía, muchos comentarios se remitieran a Giorgo De Chirico al contemplar la remodelación de la estación de Atocha diseñada por Rafael Moneo. En efecto, la torre del reloj “a modo de campanile sobre una plaza”, y el intercambiador, “cuya imagen exterior es una rotunda pieza cilíndrica, a modo de linterna” (2), autorizaban sin duda todas las divagaciones sobre la melancólica poesía de la nueva estación, sus connotaciones renacentistas, su implícita metafísica. Pero lo que quizás no se advertía era que De Chirico, amén de ser uno de los reveladores de cierto misterio y belleza modernas asociados a la vida latente de las ciudades, fue también (al menos en los años en los que creativamente estaba verdaderamente vivo) un auscultador de la desolación contemporánea, del sin sentido de la civilización industrial, pues aunque en sus cuadros pocas veces aparecen los ingenios de la industrialización en cuanto tales, tampoco queda apenas nada de la presencia humana, por lo que el triunfo de las cosas y de su intangibilidad existencial queda asegurado mediante la supresión del hombre. Así, en sus arcadas, en sus plazas porticadas el ser humano ha desaparecido, y en su lugar sólo sobreviven estatuas ensimismadas y maniquíes incomprensibles que ya nada pueden decir a nadie. De tal forma que asociar una estación de tren, lugar por excelencia transitado por el hombre, si no habitado (pues una estación nunca se queda solitaria: es el último puerto de los mendigos y de los alcohólicos, además de templo siempre abierto a los oficios nocturnos de la religión del trabajo), a una mirada de la desintegración del ser humano como la De Chirico, era dotar a esa estación de un hermoso simbolismo, sin duda, pero también de una ominosa latencia, de una potencialidad no realizada que atraía su realización: una estación desierta donde los viajeros tenían que ser suprimidos. Más aún cuando, según André Breton, De Chirico mantuvo, durante su breve periodo de videncia, una familiaridad más que sospechosa con los fantasmas: “parece que practicaba excepcionalmente bien el reconocimiento de los fantasmas bajo sus rasgos humanos”, hasta tal punto que al pintor italiano se le podría dirigir esa frase de la película Nosferatu que decía “cuando estuvo en el otro lado del puente, los fantasmas vinieron a su encuentro” (3).
Sea como fuere, y se me perdonará que emita un juicio subjetivo muy anterior al 11-M y que quizás sea compartido por más personas, si a algo me ha recordado siempre esa “rotunda pieza cilíndrica” que acoge el intercambiador de Atocha es a una inmensa urna funeraria, preparada para contener las cenizas de los mismos a los que abría y cerraba sus puertas. Es posible que este simbolismo, repito que para mí anterior a la masacre a la que precede y en cierto modo prepara, no haya pasado inadvertido a los islamistas, contribuyendo de alguna manera a su realización. Este aspecto de monumento funerario a priori, que se deduce también del parentesco formal de la linterna con la tradición arquitectónica occidental que desde el Helenismo asocia forma circular y monumento funerario (4), queda reforzado cuando nos damos cuenta de que, prácticamente en línea recta y a pocos metros del intercambiador, se levanta el Panteón de los Hombres Ilustres. Este enigmático edificio, ignorado por casi todos los madrileños, que remite también a la estética italianizante que inspiró a De Chirico, que tiene también un campanile, parece estar construido solamente para combatir la ausencia y el olvido que porta la muerte en el mayor número de formas posibles, y todas inútilmente. Primero, porque allí efectivamente descansan los restos de los “hombres ilustres” de la ridícula epopeya de la burguesía española del siglo XIX; segundo, porque esos “próceres”, Palafox, Castaños, Prim, nada representan para los hombres y mujeres de hoy, por lo que ellos, que tanto pensaban en la posteridad, se encuentran sumergidos en una doble muerte; tercero, porque el mismo Panteón no existe, es invisible, está emparedado por un horroroso colegio religioso construido por el franquismo a modo de mezquina venganza contra el pasado liberal que tanto detestaba, en una suerte de muerte civil que prolonga la física (5). Por otro lado, a muy pocos metros de la estación de Atocha, exactamente frente a ella, hay otro edificio donde también casi clandestinamente (muy pocos madrileños lo visitan o se interesan por él) los espíritus de los muertos esperaban pacientes a sus compatriotas, tal vez para prepararles, con sus antiguos rituales funerarios, a ese pasaje al silencio del que nadie hace llegar nunca ninguna señal. Me refiero al Museo Nacional de Antropología, en el que se acumulan los despojos del raquítico colonialismo español del siglo XIX. Allí, entre los distintos objetos expoliados, se pueden encontrar cabezas reducidas jíbaras, cráneos deformados(hinchados como por alguna explosión interna) de Perú, Hungría o las Filipinas, mascarillas mortuorias maoríes, una “cabeza de pirata chino decapitado” de Hai-Phong, una momia guanche, y hasta el extraordinario esqueleto del “Gigante extremeño”. No deja de ser extraño, y hasta físicamente perturbador, esta presencia ya centenaria de restos humanos extranjeros compartiendo el mismo espacio urbano en el que, más de cien años después (el museo se inauguró en 1875), otros seres humanos, convertidos así mismo en despojos expatriados del expolio capitalista, iban a unirse a sus posibles antepasados en la misma incuria y en el mismo abismo, del que ignoraremos siempre si las máscaras mbuya y las tallas kankanay han hecho parecer más leve.
Por otro lado, si bien sabemos a la perfección qué hubiera pasado en el plano humano si hubieran explotado todos los trenes a la vez como pretendían los terroristas, esto es, que el derrumbamiento de la estación habría causado miles de víctimas, podemos preguntarnos qué apariencia exterior hubieran tenido los restos de esa rotunda pieza cilíndrica que compone el intercambiador, sus pilastras de hormigón, sus lucernarios de vidrio armado, su muro acristalado, arrastrados por el desplome de la estación subterránea que se abre a sus pies. Muy probablemente esa apariencia hubiera sido la de una corona, una gran corona de espinas de hormigón y cristal, y en este caso estaríamos ante la segunda corona de la ciudad de Madrid, teniendo en cuenta que ya existe una, y en un lugar especialmente significativo para la ideología tardofranquista que lo ordenó construir: el edificio del Instituto del Patrimonio Histórico español, conocido popularmente como “la corona de espinas”, que se levanta junto a la Ciudad Universitaria, allí donde en noviembre de 1936 quedó detenido el avance aparentemente imparable del ejército fascista, y construido entre 1964-67 como probable exorcismo tecnócrata y desarrollista contra los fantasmas de la memoria histórica (6).
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Que una primera prospección psicogeográfica (de psicogeografía negra, es cierto, pero necesaria), por lo demás muy superficial y provisoria, arroje semejante saturación de símbolos de la muerte y del sinsentido relacionados con la ciudad de Madrid, no debería sorprendernos si tenemos en cuenta que esta ciudad, como todas las demás por otra parte, ha mantenido desde su eclosión como “metrópoli” una estrecha relación con el abismo, tal vez para hacerse perdonar su misma existencia como ciudad, esa que nunca debería haber sustituido al modesto poblachón manchego que un día fue. Pues sólo lo que muere ha vivido, por lo que la muerte es garantía, licencia y derecho para la vida. Sea como fuere, Madrid ha muerto varias veces para renacer después, seguramente para peor. De la tumba del fascismo al fascismo de la tumba y su millón de muertos, según el poheta, la ciudad parece que sólo quiere asomarse a la conciencia por medio de la muerte. Así fue en su miserable época “imperial”, cuando los autos de fe y las ejecuciones eran el entretenimiento favorito de su lamentable y escasa población, y podemos observar cuanto debe a las tinieblas barrocas la primera imagen literaria que los europeos se formaron de esta ciudad, a partir del Madrid oscurantista, supersticioso y encantado de Lewis y Maturin. Y así fue en el siglo XIX y en el XX, con los dos verdaderos hechos fundacionales que han desestructurado y estructurado a la vez su psicología colectiva: el levantamiento y posterior represión de los días 2 y 3 de mayo de 1808, y el asedio fascista de 1936-1939, y los posteriores fusilamientos que se prolongarán hasta bien entrados los años 40. Tan profundamente se han sentido estos desastres de la guerra, tan decisivamente han afectado sus consecuencias a la posterior evolución histórica de Madrid, a su trazado urbanístico, y hasta a su composición demográfica (pues ambos conflictos arrojaron un elevado porcentaje de bajas entre la población madrileña originaria), que si hoy al excavar una calle aparecen restos humanos, para la imaginación popular tienen que ser por fuerza de la Guerra de la Independencia o de la guerra civil, aunque más probablemente sean de cualquier antiguo cementerio (y a veces, ¡hasta de yacimientos de la Edad del Bronce!).
Pero ya no es preciso que ninguna nueva horda venga a poner fin por tercera vez a la ciudad, porque ya no queda ciudad que destruir. El atentado de la estación de Atocha, entre otras muchas cosas, puso en marcha como no podía ser menos toda la maquinaria del espectáculo en busca de una ciudad ideal, herida pero orgullosa, que apretaría los dientes para levantarse del golpe y recuperar la “normalidad”. Ese ha sido por otra parte el comportamiento tradicional de los proletarios, entrenados para ello por todos los fracasos y sangrías de la historia. Pero no una ciudad que como tal está en vías de extinción, y todos los “desastres fortuitos” que en los últimos años jalonan la crónica negra madrileña, todos esos fuegos fatuos que han prendido en los buques insignia del urbanismo especulativo y progresista, el Palacio de los Deportes en el año 2001, la estación eléctrica de Atocha el 15 de julio del 2004, la Torre Windsor en febrero de este mismo año, y que dan esa sensación fantasmagórica y opresiva de apocalipsis a cámara lenta a sus habitantes, no son sino otros tantos signos nada premonitorios de que la descomposición de Madrid ha alcanzado su punto crítico y ya está en plena ebullición. Efectiva y propiamente hablando, esta ciudad ya no existe: sólo sobrevive, si acaso (¡pero todavía es mucho!), la representación mental colectiva de lo que fue, de su carácter popular, de algunas de sus tradiciones de resistencia y lucha que aún permiten que, en el plano de las mentalidades más o menos míticas (que son las últimas en hacer mutis de la escena de la historia, cuando todas las otras realidades hace mucho que se han ido), se hable todavía de un “Madrid bronco y combativo” que no se corresponde demasiado con la urbe irreconocible, envejecida, acobardada, “propietaria” y conservadora en la que se ha convertido, aunque a veces, pero sólo a veces, esas habladurías obren el milagro y se concreten, reavivando los rescoldos del antiguo fuego en el que se reconocen los momentos de vida verdadera, irresponsable y refractaria que todavía palpitan por entre la ciudad burlada .
Es obvio que tal destino no es ni nuevo ni original. El proceso de desnaturalización de las ciudades europeas emprendido por la economía desde los años 60, consistente sobre todo en el vaciamiento de los barrios populares, el exilio de sus habitantes a la anomia del extrarradio y la decantación subsiguiente de una ciudad-mercancía disfrazada de ciudad-museo y, por la noche, de ciudad-discoteca, tuvo sin duda momentos estelares en el Madrid del desarrollismo de los años 60 y 70. Pero a pesar de la conformación de una monstruosa corona de ciudades-dormitorio y barriadas obreras dependientes en los alrededores de la ciudad, esta conservaba todavía algo de pulso, coherencia, vitalidad y equilibrio interno, y la esquizofrenia desesperada de toda área metropolitana estaba aún contenida dentro de ciertos límites. De tal forma que la famosa, muy mal entendida y rápidamente recuperada “movida madrileña” de principios de los 80, seguramente puede ser interpretada como “la versión populachera y banal de esta transición del concepto fascista de cultura a una nueva cultura concebida como espectáculo comercial”, en palabras de Eduardo Subirats, pero también fue en cierta manera una última fiesta de despedida que la ciudad, o algunos sectores de ella, se daba a sí misma. Es que a partir de los 80, ningún movimiento socio-cultural parecido, por no decir más ambicioso y radical, podrá desarrollarse en Madrid adquiriendo un peso específico propio, fuera de los inventados por el espectáculo, porque el tejido humano necesario para que cuajen y se difundan estos fenómenos (sin entrar ahora en su mucho o poco interés) más allá de su núcleo tribal y primigenio, y que en primer lugar tiene que experimentar y compartir el mismo espacio físico, el mismo tiempo psicológico y la misma experiencia vital, ha desaparecido fragmentado en las mil y una urbanizaciones que, como los restos de una deflagración, se han diseminado por la región madrileña (7). Como “desvelaba” un reciente informe, “la Comunidad de Madrid aumentó sus zonas urbanizadas un 49´23% entre 1990 y 2000, uno de los mayores incrementos de España. El dato es más llamativo aún si se tiene en cuenta que ya en 1990 Madrid era la comunidad más urbanizada” (“El suelo urbanizado aumenta un 50%”, El País, 27-12-2004). Esta es la verdadera bomba de fragmentación que la economía ha puesto bajo el suelo de Madrid, como de todas las ciudades. Y todo indica que este modelo de concentración de todos los recursos económicos y humanos (véase la procedencia, por ejemplo, de muchas de las víctimas tanto del 11-S como del 11-M: supervivientes del naufragio del Tercer Mundo, esquirlas desgajadas de su tierra que llegan atraídas por el imán económico), insostenible hasta para el parámetro ecológico y social más reformista, es precisamente el único que sostiene el funcionamiento y la autorreproducción del sistema, que por lo tanto insistirá en él con la furia del suicida hasta su definitiva consunción, que será también la nuestra.
Es así cómo los “trenes de la muerte” del 11-M llegaron a una ciudad que ya estaba medio muerta, presidida por los signos de la muerte, y a la que, en espera de esos Juegos Olímpicos cada vez más siniestros y funestos, sólo la rodean las señales y los prodigios de su fin. Y ni todas las olimpiadas del alcalde, ni todas las bodas del príncipe nunca más podrán poner a Madrid sobre sus altos muros tronando otra vez, porque la economía ha decretado la abolición de la ciudad, la dispersión de sus hijos hechizados por esos decorados de plató de televisión que llaman adosados, y la ruptura de los lazos de conflicto y de solidaridad, de amor y odio que se anudaban y desanudaban en la ciudad, entre sus calles amadas, y que le daban más sentido que cualquier símbolo: que cargaban de sentido último y decisivo a esos símbolos.
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Ha sido precisamente el problema del sentido el que una vez más se ha planteado en el 11-M, como sucede cada vez que irrumpe la violencia irracional que ampara y segrega el capitalismo, iluminando a su manera tanto la tragedia real como la realidad trágica que la explica. Me refiero al sentido que ha tenido la muerte de las víctimas del 11-M. Pues en eso que algunos cínicos han dado en llamar “sociedad del riesgo” todo tiene que estar tecnológica y milimétricamente previsto, y en su defecto todo tiene que tener su utilidad y su explicación, y tiene que haber algo, cualquier cosa, que justifique y dé satisfacción aun ilusoria, dentro del orden simbólico de la propia dominación, a los desbarajustes que esa misma dominación impone. De ahí que ante cualquier desencadenamiento de esa violencia consustancial al sistema, lo primero es señalar culpables que den un sentido a las víctimas legitimando a la vez a sus asesinos últimos, es decir, el propio sistema. Por eso aquellos que caen en los campos de batalla del trabajo asalariado, en la obra, en la fábrica, de camino al trabajo por la autopista, apenas se asoman en los medios de comunicación: el valor de esa muerte es, y sólo es, la demostración práctica de las condiciones que imponen las actuales relaciones sociales, y la forma de vida que se organiza a partir de su alienación, y ese carácter prácticamente innegociable le priva de toda fotogenia espectacular. En el caso del 11-M, sin embargo, todos los focos y cámaras del espectáculo acudieron con sus honores y homenajes, como es su costumbre en estos casos, para redecorar el vacío en el que se habían abismado tanto los muertos y heridos como aquellos que los amaban, elevando a héroes por accidente de la democracia, la libertad, la civilización, ¡la Constitución!, a unas personas que sólo tuvieron mala suerte, y que nunca eligieron ningún combate, y menos el que al parecer les convertía en héroes cívicos. Lo malo es que en tal muerte el dudoso héroe cívico seguía siendo un seguro espectador. Pues el que no tiene control sobre su propia vida, y a veces parece que ya ni sueña con tenerla o recuperarla, cómo lo va a tener sobre su muerte, que le llega como todo lo demás de forma incomprensible, sea ese tumor o enfermedad nerviosa que siembra la tecnociencia y que lo devorará sin remedio, sean los giros de la rueda de la fortuna económica, sean, en fin, los incendios fortuitos que en forma de “atentados terroristas” provoca aquí y allá, aleatoriamente y sin previo aviso, el funcionamiento de la economía y los avatares de su guerra de conquista total. Entramos así en uno de los secretos a voces de la alienación moderna: que el desposeimiento de la vida provoca sobre todo una herida existencial por la que supura el sinsentido sin alegría de todo. Que aquellos que llaman ciudadanos conscientes y dueños de su destino no pueden elegir verdaderamente nada, y mucho menos el campo de batalla y la causa por la que desean combatir y, si es preciso, morir combatiendo. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de las cosas; pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quien o por qué se muere. Esto era lo que pedían aquellas caras desfiguradas del 11-M, y aunque lo sigan pidiendo por toda la eternidad, será inútil su anhelo porque en el reino de la mercancía esta soberana celosa no tolera otra trascendencia que la suya, y su nombre es vacío.
Pero el mecanismo democrático no entiende de sutilezas metafísicas: si alguien es asesinado por culpa de las maniobras en las que se enfangan esas democracias teledirigidas por la economía, entonces es que ha muerto en su defensa, pues lo que sirvió en vida como herramienta, materia prima o unidad de consumo, debe hacerlo también en su muerte como coartada moral, como símbolo de unidad ciudadana. Se puso en marcha así la consabida manifestación y los habituales homenajes a la ciudadanía, a su coraje, a su infinita mansedumbre, a su disposición aparente a servir como carne de cañón en cualquier efecto colateral de la guerra imperialista, en cualquier guerra, menos en la única que le podría interesar: la guerra contra el sistema que hace posible todas las otras guerras contra la vida. El significado de estas demostraciones de masas ya lo conocemos: se trata de remediar el vacío que nos constituye mediante eso que se ha convenido en llamar ciudadanismo, que pretende dotar de nueva dignidad a unos hombres y mujeres reducidos a comparsas que se limitan a contemplar la mala película, el pésimo spot en el que han convertido sus vidas. Es que las mercancías convencionales son malas conductoras del sentido de la vida, sea este el que sea, y es necesaria una mercancía única y puramente ideológica (pues todas lo son en algún grado, si no totalmente) que intente colmar en lo posible esa herida de significado que sigue supurando vacío. Y sin embargo, oh sorpresa, en la manifestación del 12-M los homenajeados a su pesar no se reconocieron en su homenaje y, excepción a la regla, quizás por primera vez un “ataque exterior” no provocó el esperado cierre de filas patriótico en torno a su líder invicto, sino su denuncia y escarnio público. Es que la mercancía del ciudadanismo tampoco es de buena calidad, ni resuelve todas las dudas. Mercancía moderna o posmoderna, tanto da, no funciona cuando se enfrenta a un retorno de lo premoderno: resulta que en estos tiempos de adoración patológica de la mercancía y de disolución de los lazos humanos, cuando todo se entiende en términos comerciales, hasta las relaciones “sentimentales” entre esos amantes modernos que se aseguran el uno contra el otro mediante un contrato firmado ante notario, resulta, decía, que basta con que el golpe terrible deje estupefacta la cotidianidad deshaciendo con su negro puño la pompa de jabón del espectáculo, para que se desnuden, de nuevo en carne viva, las pasiones más primarias del dolor, el amor y el odio, y la puesta en juicio enloquecida de la realidad intolerable. Pues de la misma manera que a pesar de lo que diga la publicidad o precisamente por ello mismo, porque la publicidad miente siempre y falsifica todo lo que toca, casi nadie, fuera de unos pocos enfermos e imbéciles irrecuperables, sueña con mercancías, sino con aquellos que se fueron ya para siempre, o con aquellos que no quieren acudir a donde nuestro deseo les convoca, o que aún no han llegado y por eso todavía no reconocemos sus rasgos entre la bruma del tiempo futuro que los protege, nadie o casi nadie se acuerda de la mercancía cuando verdaderamente ama, o se sume en el duelo (8). Fue así como el sentimiento desnudo reapareció devolviéndonos a un mundo primario de preguntas dolorosamente claras y respuestas sin anestesia posible: quien ha sido, tan sencillo es, pues los que inician un duelo piden un culpable al que odiar, y por qué, para qué ha sido, pues necesitan saber también cual será el fruto de ese sacrificio que les ha hecho añicos el tiempo ya vivido, el tiempo por vivir. Tan sencillo es que éstos que tan bien saben manejar los símbolos rancios de la patria, el ejército, la moral, la democracia y la libertad de elección del feliz consumidor, quedan mudos, cuando caen como caretas sus coartadas putrefactas, ante lo único que humana y simbólicamente cuenta: la economía de la vida y de la muerte (9).
De ahí que sería limitado interpretar en clave meramente electoralista la obsesión del gobierno de Aznar por la autoría de ETA, y la consiguiente convocatoria de una manifestación “en defensa de la Constitución”, pues no sólo el PP sino el sistema en su conjunto tenía mucho que perder de su repentina desnudez: al no aceptarse la versión oficial, al no reconocerse nadie en el previsible enemigo hereditario elegido por el poder, se ponía encima de la mesa el sinsentido intrínseco de la muerte de las víctimas, para ellas y para aquellos que seguimos vivos, el absurdo de una muerte que nos es ajena venga de donde venga y la justifique quien la justifique, porque en ningún caso es consecuencia de nuestros actos libremente decididos y realizados, ni responde ni ataca a nuestros intereses de clase, ni siquiera nos elige como enemigos declarados a los que se odia apasionadamente, ya que en último término el atentado iba dirigido contra el equilibrio interno del frente de la guerra forjado en las Azores, y no contra una población a la que se sabía, en su gran mayoría, pacifista y contraria a la guerra de Irak. Y si es cierto, como afirma Santiago López Petit, que es necesario “reapropiarnos del odio porque el odio es el único modo de decir “No”, porque para expulsar el miedo (…) sólo hay una manera: odiar” (10), entonces es evidente que la falta de sentido y, sobre todo, el repudio apasionado de la dirección hacia la que tenía que orientarse la brújula del odio que la dominación nos ofreció, abría un campo magnético de desorientación (y paradójicamente de revelación) en el que esa brújula podía volverse efectivamente loca, y apuntar hacia donde no debía. Tal vez por esta razón el Estado no soporta estas preguntas y teme sobre todo su respuesta, que es él mismo, y el orden económico que defiende y al que obedece; por eso se da tanta prisa en designar culpables y organizar ceremonias cívicas. Y sin duda también el desafío planteado por las jornadas posteriores al 11-M no estuvo tanto en la ruptura del orden público y de sus rituales democráticos, como en ese repudio y en esa revelación, que aun reconociendo su carácter efímero llevan en sí mismas toda la fuerza de negación que puede hacer temblar los cimientos del castillo. Es que nadie, nunca, en ningún momento, debe apartar la vista de la pantalla del prestigitador: en efecto, puede bastar con que un espectador encadenado a su sillón cierre los ojos para que la sintonía del espectáculo se pierda.
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Hay, por último, otra tentativa de sentido que nos interpela más directamente, aunque a veces pueda parecer simplemente como una enésima vuelta de tuerca “radical” de ese ciudadanismo inofensivo que intentó manipular el PP. Una tentativa, en fin, que pretendería que los muertos del 11-M no fueron en vano, y su dolor sigue todavía teniendo sentido, en cuanto que ayudaron a galvanizar una vez más la revuelta ciudadana contra el mal gobierno, contra la mala democracia. Esta hipótesis, por supuesto, no aparece formulada como tal en ningún discurso, pero subyace, de manera seguramente inconsciente, en muchos de los planteamientos que han celebrado las protestas del 13-M como “acontecimientos excepcionales” que romperían el acontecimiento del sistema: las víctimas del 11-M habrían servido entonces, ya que no para defender una democracia falsificada, para desvelar al menos la imperfección de la misma y recargar la conciencia de la injusticia globalizada de este mundo. Esta convulsión, que a algunos parece hasta “leninista” (11), debería entenderse como “la marca que deja en la subjetividad el corte espacio-temporal de la lógica securitaria y del estado de sitio informativo a través de la toma de las calles del 13-M, una marca que enlaza y resuena con otras ´tomas de la calle´ anteriores: las de las citas del movimiento global, las de las movilizaciones contra la guerra del año pasado” (12). De esta forma, los autores de este texto, que es una addenda a otro más amplio en el que se hace un balance particularmente optimista de las movilizaciones contra la guerra del 2003, parecen adentrarse, quizás sin darse cuenta del todo, en una explicación que absuelve a posteriori el pecado original de aquellas manifestaciones que, efectivamente y en esto tienen razón, alcanzaron una dimensión cuantitativa y cualitativa no precisamente desdeñable: por qué entonces su efecto –su capacidad de hacer daño político- fue tan escaso, inoperante, impotente, y tan fácil de desactivar. Quizás, porque como se ha dicho de una manera bastante lapidaria, porque “una cosa es estar en contra de la guerra y otra muy distinta es combatirla” (13), de tal forma que, dicho sin el menor atisbo de humor, ni siquiera de humor negro, aquellos que se oponen a medias contra la guerra están cavando su propia tumba.
Sea como fuere, a esta certeza se podría replicar que tales manifestaciones no fracasaron, porque sirvieron para crear un humus de lava ardiente de descontento desde el que brotó el volcán del 13-M, gracias (en su plena acepción sacrificial) a los que cayeron en la estación de Atocha, temblor de tierra que abrió el camino a la “multitud magmática” contenida a presión, a pesar incluso de que muchas veces parece no ser consciente ni de ser magma, ni de sufrir presión alguna. Y a su vez, las protestas del 13-M tampoco habrían sido inútiles, y no porque ayudaran al triunfo del PSOE, sino porque de alguna manera no se olvidarán, y algún día reaparecerán ¿tal vez más fuertes y decididas? Dejando la futurología a un lado, esta interpretación tiene desde luego el mérito de no despreciar demasiado rápida e irreflexivamente el contenido latente de los acontecimientos de los días 12 y 13 de marzo, en cuanto que es cierto que no se pueden ignorar ciertos comportamientos y actitudes que se dan incluso a pesar del acontecimiento técnico e ideológico (14), ciertos acontecimientos que portan consigo una carga de revuelta ciega y de hartazgo sordo, de no asunción, como hemos dicho, de los gastos y gajes de una guerra aborrecida, del rechazo visceral a la unión sagrada que propuso el PP, y, en fin, de una ruptura hasta cierto punto audaz e inédita de esas bobadas con las que la política intenta purificarse, como el sacrosanto “día de reflexión” (seguramente por primera y última vez, ese día 13 se habló de y se hizo más política real que en todas las campañas electorales juntas desde la transición). Que el resultado de esa agitación fuera el previsible (15), la pérdida del mandato del cielo por parte de un PP incapaz de mantener el orden (en su doble acepción de orden público y de orden natural, de plácido horizonte vital al que ningún sobresalto salvaje debe perturbar ni sacarlo de sí mismo) y la cesión del testigo a un decrépito PSOE al que los milagros de la lógica del turno de partidos volvía a rejuvenecer como “ilusionante”, no debe hacer olvidar ni despreciar que, aun impotente y confusa, existe una materia prima social que tiende a estallar en ciertos casos límite, como fue el del Prestige, la guerra de Irak o el 11-M.
Aunque esto sea más discutible en el último caso, las movilizaciones del 13-M, porque la inmediatez de las elecciones generales alentaba todas las elucubraciones mediocres y oportunistas, tal vez sería un exceso de complacencia (de complacencia hacia nuestra propia miseria, digo) concluir que “el resultado electoral del 14 M arroja luz sobre las intenciones de aquellas manifestaciones más espontáneas. La naturaleza conservadora del voto y del voto al PSOE deja ver hasta que punto las manifestaciones en la calle pretendían cambiar alguna cosa” (“Penúltimo parte de Guerra”). Porque uno de los signos de nuestro tiempo es que ambas cosas están contenidas dentro del mismo proceso, la ira real y su resolución espectacular, y el problema no es tanto identificar las correas de transmisión que llevan a tantas personas, y en tan poco tiempo, de la pasión a la resignación, sino de interrumpirlas, pararlas, destrozarlas. Esa condición efímera de las revueltas contemporáneas, esa evanescencia intrínseca es reconocida hasta por los autores de “La Brecha”, cuando hablan de que “el desafío hoy tal vez se cifre en cómo (…) expresar, componer, interpelar esa multiplicidad fragmentada, opaca y ambivalente que el 13-M irrumpió en el espacio público para luego volver a desaparecer”. El escritor Julio Llamazares, en un ambiguo artículo ya citado, decía lo mismo pero de una forma más oblicua, y quizás más amarga: “En los vagones, los mismos o parecidos que los que aquella mañana reventaron las bombas de los terroristas, viajan también los mismos viajeros, los que sobrevivieron a la matanza y a las secuelas que dejó ésta (…) o los que los sustituyen, ya sea en sus puestos de trabajo, ya sea en los pisos de estas ciudades, antiguos pueblos del río Henares hoy convertidos en dormitorios en los que viven sus pobres vidas gentes llegadas de todo el país y de todas partes del mundo. La mayoría van en silencio, adormilados aún o sumidos en sus pensamientos o en la lectura de los periódicos gratuitos que otros trabajadores como ellos reparten en los andenes de las estaciones desde primeras horas de la mañana”. En este cuadro deprimente, que pone en ridículo las bienintencionadas elegías a los “trenes de los sueños rotos” porque no hay sueño posible en los trenes que arrastran a los proletarios a su condena diaria, podemos comprobar hasta qué punto somos piezas intercambiables que salimos gratis cuando nos fundimos, por lo que, cuando menos, ya podemos sacar en claro que por esta nuestra herida la dominación nunca se desangrará; y hasta qué punto la normalidad, el orden que vuelve a reinar en su cotidianidad totalitaria, ha sucedido al aparente “acontecimiento irreversible” productor de “verdad y justicia”. Porque, y ahora ya no queda más remedio que sumarnos a los pesimistas, dónde está la irreversibilidad de esos acontecimientos que convocan a “multiplicidades” que luego vuelven a desaparecer, cual ballena blanca, sin dejar otra estela que los cansinos análisis (este el primero) que intentamos levantar a su costa, en busca de un penúltimo destello de libertad y desafío.
En esa búsqueda de nuestro propio rastro, sólo podemos constatar de momento la existencia de tal materia prima social, humillada y ofendida pero no muerta y ya se verá si definitivamente vencida, y la intermitencia con que se muestra, y nosotros con ella; y sin duda esa misma intermitencia, que es a la vez causa y consecuencia de la debilidad en que nos encontramos, explica por qué es tan difícil que se afirme un sentido, un sentido de la revuelta que impida que aquellos que se suman a ella la olviden después con tanta tranquilidad y sin dolor aparente, un sentido por tanto de vida y de muerte alérgico al que nos ofrece, con todas las facilidades y en cómodos plazos, los embaucadores de la dominación. Porque quizás la mayor maldición a la que nos ha condenado ese vacío de significado sea su carácter abstracto, indeterminado, sobrehumano en cuanto que pasa inexorablemente por encima del individuo, de su voluntad y de su capacidad de acción, vacunándole al contrario contra cualquier iniciativas que se presenta como irrisoria, empujándole por tanto a la resignación, la apatía y el consenso fatalista. Esta abstracción es la que hace tan intolerable la desorganización actual del mundo, desde el cambio climático a las nuevas enfermedades de masas, desde los estropicios de la globalización hasta las masacres como el 11-M, pues la lección que debe extraer todo ciudadano responsable de tan espantosos desastres es su impotencia absoluta para enfrentarse a ellos (16). Por esta razón, la irreversibilidad de cualquier acontecimiento que pretenda desafiar a la dominación debería medirse por el grado de descomposición moral e ideológica de ese principio de realidad anónima que ha logrado, en cuanto que ayude a la coagulación de un punto de partida mental que no pretenda comprender semejante realidad invertida, ni dialogar con ella, ni reformarla ni llegar a pacto alguno, sino impugnarla en su totalidad como una aberración incognoscible y alógena con la que no puede haber otro trato que su supresión. Ante la racionalidad de la dominación que todo lo quiere explicar para mantenerlo mejor en circulación, deberemos hacer oídos sordos y volvernos brutos testarudos que no quieren entrar en razón: sólo a ese precio, bajo estas condiciones, recuperaremos tanto nuestras propias razones como el sentido de nuestra acción.
Postscriptum de Julio de 2005
Prácticamente al cierre de la edición de esta revista, se ha producido el atentado del 7-J de Londres; es casi imposible, y quizás una insensatez, bosquejar siquiera unas reflexiones aun precipitadas sobre este hecho, sus causas y consecuencias, y sus analogías, semejanzas y diferencias con el 11-M. Pero es a este juego de los parecidos al que han jugado tanto los terroristas como Blair, tal para cual, con las lógicas correcciones de ángulo, y es este juego y estas correcciones las que pueden permitirnos proponer algunas observaciones, aun urgentes e impresionistas. En este sentido, es interesante constatar cómo el espectáculo aprende de los excesos de su propia espectacularidad, pues en Londres la manipulación no ha estado tanto en el quien o en el por qué, sino en el cómo: la opacidad y la asepsia informativas, el apagón de datos e imágenes, impenetrable hasta la crueldad con las familias de los afectados, que ha supuesto el reverso frío de la opulencia mediática del 11-M, no es sino la aplicación en la retaguardia del ocultamiento sistemático de la realidad de la guerra que se lleva haciendo, y con qué éxito, desde el primer conflicto del Golfo. Y si no hay muertos ni sangre en el lejano campo de batalla, por qué tiene que haberlos en el home front…y así de las batallas virtuales por ordenador y sus bajas sin rostro, pasamos al “rostro de la tragedia” de Londres, Lavinia Turrell, púdicamente cubierto por una máscara, y a las casas de los sospechosos enmascaradas por los no menos púdicos andamios de la policía. Lo que tenemos aquí es la sustitución de la gestión moderna del desastre que fue el tratamiento mediático del 11-M, cuyo propio histerismo propició indeseados estados de ánimo colectivos que por una vez se volvieron en contra del que creía orquestarlos (17), por una gestión posmoderna que se basa en la coagulación del tiempo real de la mala nueva y de la hipotética carga explosiva que lo acompaña. Es evidente que tal gestión ha tenido un éxito inaudito, hasta llegar a la congelación moral, emocional y política de la población, lo que ha permitido exaltar como virtud cívica lo que más parece un preocupante síntoma de anomia, de descomposición, y hasta de servidumbre política, lo que extraña en un pueblo que suele ofrecer jornadas gloriosas a la causa de la libertad, como los disturbios de Brixton, o la revuelta contra la poll-tax tatcheriana. Sin embargo, como todos hemos leído, “el centro de la capital ofrecía el viernes por la noche un aspecto casi normal”, “la gente no mostraba la emoción y aún no la ha mostrado”, “el talante en las calles era de muda aceptación, o de extraña calma”. Esa extraña calma de la que habla el escritor Ian McEwan supone la gran diferencia con la reacción del 11-M, y la prueba palpable de que la gestión fría y “profesional” de Blair ha triunfado, y de que nadie, por ahora, le va a pedir cuentas por lo que ha pasado (18). Mucho se ha hablado al respecto de la mítica flema británica, que seguramente existe, aunque no se les ve muy flemáticos en los campos de fútbol, ni, sobre todo, en los desbordes que sí convienen al espectáculo, como la muerte de Diana Spencer. ¿O es que entonces esa muerte dolió verdaderamente, y estas no tanto? ¿Quién está más cerca del corazón de los que viven en la megalópolis, la famosa o el desconocido? Porque a veces parece que tanta flema no responde a la autocontención, sino a la indiferencia, a la falta de empatía, a esa anomia moral de la que hablábamos antes. No se trata, evidentemente, de una supuesta tara de un carácter “nacional” determinado, sino de los efectos de la misma metástasis sociológica y vital que también atenaza a Madrid, aunque todavía no en la misma proporción: la descomposición del Gran Londres a manos de la economía es, sin duda, mucho mayor, y más antigua; como lo es el modelo de “integración” multicultural que consiste en yuxtaponer en el mismo espacio comunidades étnicas y clases sociales que se ignoran (y desprecian) en su espléndido aislamiento. “Lo que ocurre en un extremo apenas se percibe en el otro”, explicaba un experto inglés en un periódico, lo que quiere decir que esa ciudad no es una verdadera ciudad, ni sus habitantes vecinos. Pero que no se inquieten los progresistas: Madrid va por buen camino, las grúas que la rodean tejiendo como parcas su sudario de acero y cemento son el mejor indicio. Tiempo al tiempo.
Jose Manuel Rojo
Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16.
Notas
1. “Tristes trenes”, Luís Fernández-Galiano, El País, 20-03-2004.
2. Arquitectura de Madrid, vol. 1, Fundación COAM, Madrid 2003, pág. 174.
3. “El surrealismo y la pintura”, 1928, Le surrealisme et la peinture, Gallimard 2002, pág. 32-33. Años más tarde, Breton interpretaba la evolución de la obra chiriquiana con unos términos que no sería difícil, ni demasiado arbitrario, leer como premonitorios, o al menos dotados de una ominosa clave, en relación con la evolución simbólica de la estación de Atocha, y de su futuro, desde su diseño amparado por los prestigios eternos de la arquitectura clasicista, hasta su transformación en el espacio malditamente encantado que ha llegado a ser : “la fijación de lugares eternos en los que el objeto sólo es mantenido en función de su vida simbólica y enigmática (época de las arcadas y de las torres) que tienden a convertirse en lugares encantados (aparecidos y presagios), asigna rápidamente al hombre una estructura que excluye todo carácter individual, reduciéndole a una armadura y a una máscara (época de los maniquíes). Después esta misma estructura se oculta: el ser vivo, desaparecido, sólo es evocado por objetos inanimados relacionados con su rol (de rey, de general, de marino, etc)” (“Génesis y perspectivas artísticas del surrealismo”, 1941, op. cit., pág. 88). No convendría desdeñar demasiado apresuradamente tales analogías premonitorias, sobre todo si tenemos en cuenta el papel que cumplieron algunos objetos dolorosamente inanimados (una maleta, un cuaderno de apuntes, el inevitable móvil), en evocar a los que murieron aquella mañana del 11-M, confesando sus roles de trabajadores o estudiantes, así como el grotesco rol de sustitución vicaria que están cumpliendo esos ordenadores que se han apresurado a instalar en la estación, y que sirven para que deudos o simples transeúntes puedan “dejar su recuerdo haciendo grabar sus manos y un mensaje personal en la pantalla que se sumará a los miles que ininterrumpidamente emiten los monitores: ´No os olvidamos´” (“Regreso a los trenes de la muerte”, Julio Llamazares, El País, 11-3-2005). En semejante ejemplo práctico de falsa memoria tecnológica podemos medir hasta qué punto han avanzado la “exclusión de todo carácter individual” y la “desaparición del ser vivo”, desde los tiempos de Melancolía de una calle hasta la actualidad.
4. Véase por ejemplo las tipologías de las iglesias rotonda o martyrium ejemplificadas por Santa María de Eunate o Torres del Río, tipologías que no dejan de ser, por otra parte, la representación material a gran escala de la costumbre inmemorial de las “linternas de los muertos” que “arden toda la noche cerca del cuerpo del difunto o delante de su casa” (Diccionario de los Símbolos, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Herder 1986, pág. 650).
5. Este detalle no hubiera dejado de interesar a De Chirico, al que tanto obsesionaban los hechos objetivos y materiales que se aparecían como conjeturalmente fantasmales, como por ejemplo “la entrevista sin testigos de Napoleón III y Cavour en Plombiéres (…) la única vez que dos fantasmas han podido encontrarse oficialmente, y de suerte que su inimaginable deliberación fue seguida de efectos reales, concretos, perfectamente objetivos” (A. Breton, op. cit. 1928, pág. 32). Para terminar con las implicaciones chiriquianas de la estación de Atocha, no es del todo indiferente recordar que su gran maestro fue el pintor simbolista Arnold Böcklin, cuyo cuadro más emblemático es La Isla de los Muertos. Sin querer llevar más allá algunas analogías que podrían ser un tanto forzadas, y seguramente muy dolorosas, no puedo dejar de hacer notar que si la estación de Atocha no poseía, desde la reforma de Moneo, un escarpado bosque de cipreses salvajes como el que ensombrece el cuadro de Böcklin, sí tenía otro tropical, igualmente salvaje y desde ahora oscuro, enmarcado no por un inmenso cielo petrificado sino por el invernadero gigante de la antigua estación de tren. Por otro lado, como recordaremos, después del 11-M se levantó junto al intercambiador, de forma provisional, un Bosque de los Ausentes que está instalado ahora definitivamente en el parque del Retiro, conformando “un monumento floral aterrazado en tres alturas que incorpora 192 cipreses y olivos” (“España y el mundo recuerdan a los ausentes”, Peru Egurbide, El País, 12-3-2005. La cursiva es mía).
6. Esta hipotética reconversión cristológica del intercambiador de Atocha quizás no ha pasado desapercibida a esos especialistas en alegorías religiosas que, se supone, son los islamitas. Pero ya el propio intercambiador, sin necesidad de “retoque” alguno, tiene un cierto aspecto religioso, incluso místico, tal vez por su relación ya citada con el martyrium. ¿O ha sido el 11-M el que nos trae a la cabeza tales analogías? Sea como fuere, hay al menos una mirada distinta a la mía que de alguna manera confirma estas apreciaciones, apoyando lo que de rigor pueda haber en ellas, o al menos alejando hasta cierto punto la sospecha de arbitrariedad o, peor aún (y esto no lo acepto de ningún modo), de frivolidad irresponsable. Me refiero a una fotografía del intercambiador de Atocha, publicada en El País el día 11 de marzo del 2005, que consciente o inconscientemente elige un ángulo y un encuadre que lo iguala a un espacio sagrado con reminiscencias de iglesia gótica, o mejor de iglesia gótica reinterpretada por la arquitectura contemporánea (Gorka Lejarcegi, pág. 19 del suplemento Domingo).
7. En el caso de la movida, todos o casi todos sus protagonistas vivían en la ciudad de Madrid, en barrios más o menos burgueses, pero siempre en la misma ciudad. Y se conoce el papel que lugares como el Rastro, o determinados bares y locales, tuvieron como medios de afirmación afectiva y práctica de ese “movimiento”. Hoy esto sería imposible: unos vivirían en Madrid, otros…en los adosados de Las Rozas, de Navalcarnero, de Villarejo de Salvanés, incluso en los neohábitats que ya están construidos o que se están diseñando en Segovia, Ávila o Toledo, al calor del despliegue de los trenes de alta velocidad. Y no hace falta decir dónde se encontrarían tales autoexiliados: en Internet, donde ya lo hacen.
8. Y nada hay más verdadero que la muerte, excepto el amor. Tal vez por eso el 11-M dejó atisbar otra realidad, que niega el realismo de la dominación que asegura que nada se puede esperar de los civilizados porque vivimos aislados, atomizados, recelosos los unos de los otros. Puede que este sea el estado psicológico y afectivo que la dominación quiere hacer pasar por natural, y lo es, dentro de sus paradigmas socio-económicos triunfantes. Pero cuando entra en juego la pasión arcaica, el simulacro baja la cabeza y aun provisionalmente (¡por desgracia y para nuestra vergüenza, por tan poco tiempo!) desaparece de escena: es entonces que ciertos tópicos se reactulizan desafiando el dogma del aislamiento. Así, esa expresión común de que “el mundo es un pañuelo”, que algunos interpretan en términos vagamente esotéricos o misteriosos, cobró un nuevo valor de uso pura y simplemente humano pues, en efecto, es sorprendente cómo un atentado que no dejó de afectar a un número mínimo de personas, en relación con la población total de Madrid y de su área metropolitana, terminó involucrando personalmente de una manera u otra a un porcentaje desproporcionadamente alto de madrileños. Que en efecto casi todos (el que esto escribe puede dar fe de ello en lo que personalmente le toca) terminaran conociendo, en un grado mayor o menor, a alguna persona afectada por el atentado, pone en duda de forma empírica la victoria aparente de la separación que la economía diseña e impone, denuncia su inhumana base conceptual y ontológica, y hasta pone límites prácticos a su misma expansión.
9. Tanto ha pretendido el poder cosificarnos, y con tanto éxito, que ya sólo puede imaginarnos como cosas. Ya lo demostraron en el caso del Yakolev 42, y eso que aquí estaban implicados algunos de sus mejores servidores, cuando la muy económica identificación de los restos de los militares muertos en el accidente reveló la incomprensión funcional que siente la dominación hacia sus súbditos, pues, ¿por qué esa obstinación de las familias por enterrar los verdaderos despojos de sus deudos, y no otros? ¿Qué más da? ¿Acaso no se averían también, y a nadie le importa, otras mercancías que se rompen en los trasportes internacionales sobre los que se funda la globalización?
10. “El Estado-Guerra”, Contrapoder nº 8, 2004, pág. 87. nº 8, 2004, pág. 87.
11. Nos referimos al inefable Toni Negri, que debe considerar también leninista a la “constitución” europea, pues, a pesar de sus “limitaciones”, animó a votar por ella, ya que aunque quizás es “mala”, también puede ser “reformable” (lo primero es seguro, lo segundo más bien no). Un paso adelante y dos atrás, claro está, pero, ¿cuál es el paso hacia delante, las protestas del 11-M o la constitución?
12. “Tras la estela del 13-M”, addenda de “La brecha. Sobre las movilizaciones contra la guerra en Madrid (febrero-abril-marzo 2003)”, Pablo Carmona, Amador Fernández-Savater, Marta Malo, Hugo Romero, Raúl Sánchez, Diego Sanz, Contrapoder nº 8, 2004, pág. 33-35.
13. “Penúltimo parte de Guerra”, Etcétera nº 38, junio 2004, pág. 36.
14. Incluso utilizando los medios de ese acondicionamiento para volverlos contra él, siquiera por un instante, como en el vuelco que sufrieron “esas redes ambivalentes, informales, difusas de socialidad (…) que en otro momento sirven para pasarse contactos de curro o de comparación de las mejores ofertas del mercado y el viernes y el sábado fueron en cambio el canal de circulación de las convocatorias a través de mensajes de móvil, de producción de lemas y de confección de pancartas” (“Tras la estela del 13-M”). Pero de reconocer tales actitudes, espontáneas pero efímeras, a idealizarlas como “cuencas de cooperación social”, hay un paso de gigante que no es prudente dar, pues la inmensa mayoría de las veces esas “cuencas” ni cooperan (como no sea para la economía) ni son sociales (como no sea de la sociedad del espectáculo).
15. Se podría pensar que esas emociones del populacho ya estaban previstos de antemano, que sirvieron de alguna manera de programada válvula de escape al malestar social, y esto nos llevaría directamente a la teoría de la conspiración. Desde luego, todo es esperable del poder, de su mano izquierda y de su largo brazo, de modo que ya no sorprende ninguna locura, si la recomienda la razón de Estado. Pero antes de dejarnos llevar por tan hipótesis tan atractiva, en cuanto que confirma (o nos autoconfirma) la maldad de la dominación, habría que preguntarse sinceramente por la existencia o no de ese supuesto malestar social que habría recomendado tomar medidas tan drásticas, y tan imprevisibles, como un asesinato de masas. Basta observar la placidez y atonía de la España del 2004, embarcada en una insignificante campaña electoral hacia un gobierno en minoría del PP (o incluso puede que del PSOE, tanto da) para darse cuenta de lo innecesario y contraproducente de semejante maniobra para aquel segmento de la clase dominante que toma en realidad esas decisiones. Innecesario, porque un supuesto cambio de gobierno del PP al PSOE ni asusta ni molesta al capital; contraproducente, no por el cambio político que efectivamente se dio, sino por tal agitación, reflejo y onda de un mar de fondo sordo y amenazante, a la que por esto mismo no hay por qué dar motivos para que aflore a la superficie. Mejor no jugar con fuego, no vaya a ser que se revele (para empezar a sí mismo) como incontrolable.
16. Como explicaba un artículo de la revista Oiseau-Tempête a propósito del 11-S, “si todavía está permitido discutir sin fin las decisiones ya tomadas, está sin embargo prohibido tomar cualquier papel en su elaboración. Que estas decisiones se refieran a los aspectos más fútiles de lo que es nuestra vida a principios del siglo XXI, o que amenacen nuestra existencia física inmediata (como fue el caso en N. Y.), lo que tienen en común es que se toman a nuestra costa y en secreto. Sea en el seno de un consejo de administración, de una camorra o de cualquier consejo de ministros, la decisión será anónima” (“Fantomas desenmascarado”, Oiseau-Tempète, diciembre del 2001, pág. 2-3). Nos podemos preguntar hasta qué punto las muy vaporosas “definiciones” de “terrorismo”, provistas por el “Grupo de alto nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio” (sic) (“constituye terrorismo todo acto que obedezca a la intención de causar la muerte o graves daños corporales a civiles no combatientes, con el objetivo de intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar o abstenerse de realizar un acto”), o la “Cumbre Internacional sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad” (resic) celebrada en Madrid en marzo de este año (“el terrorismo es un crimen contra toda la humanidad. Atenta contra la vida de las personas inocentes. Crea un clima de odio, de miedo y propicia la fractura a escala mundial entre religiones y grupos étnicos”), no pretenden, con su absurda indefinición que nada explica ni interpreta, insistir en una amenaza abstracta, irreal, sin ningún asidero con los problemas concretos e históricos que pueden hacer nacer esta forma de guerra, que se situaría entonces como amenaza incontrolable más allá de las personas. Se buscaría definir así un Enemigo incognoscible e inasible, como es el caso en la evolución del género cinematográfico del asesino en serie, donde al carnicero real o al menos plausible le ha sucedido una figura mítica que encarna al Mal sin rostro. Pero eso es en lo que se ha convertido la vida, y quizás lo que en el fondo se está buscando es ofrecer un equivalente ficticio, pero con sus mismas características, que desvíe la atención de horrores impersonales y verdaderos como el ecocidio o la globalización.
17. Nos referimos al modelo de retransmisión en vivo y en directo de la desgracia, que en una espiral acumulativa de “noticias de última hora” tiene que llevar necesariamente a un clímax y una catarsis que refuerce la lógica de la ideología dominante, como fue el caso del secuestro y asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco. Por cierto que, ya que hablamos de guerras, quizás el prototipo canónico de estos modelos sea la legendaria adaptación radiofónica de La guerra de los mundos por Orson Welles. Pero se observará con provecho cuanto hemos avanzado: de la ficción que se toma por realidad, a la realidad que se ofrece como ficción.
18. Y por eso se las piden a otros: al día de hoy, 14 de julio de 2005, ya se han producido 300 ataques racistas desde el 7-J, y uno de ellos con el resultado de un pakistaní asesinado a palos. En este caso, la brújula del odio no se ha desorientado, sino que apunta a la dirección correcta que le dicta la dominación.
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