jueves, 10 de julio de 2008

PSICOGEOGRAFÍA VIII: 200 AÑOS POR MANUEL CRESPO


Manuel Crespo: 200 AÑOS

en ¡más realidad!

Viajo a menudo a Lorca, ciudad murciana a la cual, por ser la cuna de mi familia materna, me hallo vinculado afectivamente desde la infancia. Hay en mí, cuando la visito, una disposición anímica especial, un desamparo de lo conocido y, al mismo tiempo, un arraigo telúrico, como una llamada de la tierra, que produce sensaciones especiales, más nítidas y rotundas. Los olores se acrecientan, se agudiza la mirada.

Domina en el paisaje árido y polvoriento el imponente perfil del castillo, uno de los más extensos que se conservan en España. Levantado por los musulmanes, cayó finalmente durante la reconquista. Pacificada la región, sus murallas languidecieron, y fueron deteriorándose, si bien la torre Alfonsina permaneció enhiesta.

La fortaleza se está ahora habilitando, y es posible visitarla de un modo más didáctico, con guías, filmaciones, paneles gráficos y unos actores ataviados de época, que van presentándose a lo largo del trayecto y explicando las costumbres medievales y su cotidianidad.

Esta semana santa, la recorrí con un grupo de familiares. Subimos a las torres de vigilancia, descendimos a los aljibes, vimos tumbas de la cultura del Algar, conocimos a un soldado, un cantero, una campesina, dos pordioseros…

Mientras un arqueólogo hablaba de las excavaciones actuales y los planes futuros, mi hija Sol y Helena, una sobrina de edad próxima, se aburrieron y quisieron seguir camino. Yo les acompañé.

Al rato, estábamos solos en un sendero, en el interior del recinto amurallado, rodeados de matorrales y pedregal, bajo el duro sol. A unos metros había una pineda.

Hacia ella íbamos cuando apareció corriendo un actor, muy verosímilmente caracterizado de mago. Las niñas se asustaron y me costó tranquilizarlas.

El alquimista, que ese era su oficio, nos pidió que le acompañáramos, a la sombra. Allá tenía sus matraces y pócimas, algunos huesos y símbolos cabalísticos en un mostrador de madera. Solicitó a alguna de las niñas que fueran sus ayudantes en la elaboración de un bebedizo por cuya ingesta viviría yo doscientos años. Se negaron.

Pero llegó, sin que la hubiera visto, una tercera niña, que pidió para sí el privilegio de convertirse en aprendiza de bruja. Ante la mirada atónita de Sol y Helena, el alquimista simuló una fórmula química. Al fin, con gran habilidad –reconozco que yo mismo dudé- vertió agua en unos polvos efervescentes. Mientras tanto, el grupo fue llegando y rodeándome.

El alquimista me dio la droga. La apuré sin dudar.

“Dentro de doscientos años, aquí”, me despedí, con una grata sensación.

Por la tarde salí a dar un paseo por el casco antiguo lorquino. No esperaba nada, no tenía intuición alguna, sino más bien un cierto sopor, pero aún así me armé de la cámara fotográfica.
Caminé por los alrededores de la Colegiata de San Patricio y la plaza consistorial, donde se celebraban, como en todas las plazas mayores, corridas de toros y ejecuciones públicas. Me metí por callejones ruinosos, con viejos edificios en demolición, con los que la urbanística especula.

Una subida tortuosa lleva a los juzgados y a la antigua cárcel. Recordé que por las inmediaciones se me había dicho que estaba la fuente cuya agua proviene de un manantial del cercano “Cerro de los enamorados”, y que tiene propiedades mágicas si de ella se bebe. Me pareció lógico probarla tras el episodio de la mañana.

Busqué infructuosamente.

Sin dar con ella y algo decepcionado, descendía a la ciudad, la cámara al hombro cuando, en una callejuela, me adelantó un chico. Su atuendo era raro. Vestía como un obrero de principios del siglo pasado, mono azul ajado y gorra. Moreno y enjuto, fumaba y avanzaba con decisión. Por su ademán y su seguridad parecía más bien un hombre que un niño, aunque de estatura corta.

Iba aprisa, pero súbitamente, pareció cambiar de opinión. Se dio la vuelta y mirándome, el rostro arrugado, señaló un edificio carente de interés, situado a mi derecha. “Échele una foto a esa casa” –me dijo- “tiene doscientos años. Yo sólo tengo catorce, pero la casa tiene doscientos años. Lo sé seguro”.

No cambiamos palabra alguna. Dobló la esquina. Cuando llegué, había desaparecido.

Manuel Crespo. Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16.

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