lunes, 16 de junio de 2008
ACÉPHALE POR PIERRE KLOSSOWSKI Y ROGER CAILLOIS
EXTRACTOS DE LA REVISTA DIRIGIDA POR GEORGES BATAILLE "ACÉPHALE"
CREACIÓN DEL MUNDO
Por Pierre Klossowski
Ser un gran señor que lleva espada; voltearse muchachas, señoras y señoritas; dar limosna a los pobres a condición de que renieguen de Dios, despojar a la viuda y al huérfano, desatender rentas y deudas; mantener poetas a condición de que canten el delirio de los sentidos, pintores capaces de retener los movimientos de la voluptuosidad, ingenieros por los placeres de un temblor de tierra por encargo; químicos para que ensayen venenos lentos y fulminantes; fundar algunas casas de estudios para reclutar allí un serrallo de odaliscas e icoglanes*, cazar al efebo, a pie o a caballo; ofrecer banquetes al populacho sobre un tablado provisto de trampas que se lo traguen a la hora de los postres; pero si todo esto no es posible, hacer representar espectáculos extraños, hacer celebrar la misa para profanar la hostia con el objeto de convocar al diablo, y si todo esto es muy engorroso a la larga, si uno se asombra de que ninguna advertencia clara y visible llegue para detenerlo, intentar darse miedo por otro medio, hacerse moler a golpes por los propios vasallos. Pero si el mundo asombrado le pregunta las razones de todo esto, afirmar que Dios no existe, pero que por el contrario Tiberio y Nerón sí existieron, que uno hizo crucificar al Hijo de Dios, que el otro arrojó a los leones a sus discípulos, y que al ser la inmortalidad del alma un señuelo, se trata de inmortalizarse en el mundo por medio de crímenes más que por medio de buenas acciones, puesto que el reconocimiento es pasajero y el resentimiento eterno. En síntesis, aceptar sonriendo pasar por un cerdo de Epicúreo o del ser; rodearse de una corte de sabios y de poetas, de artistas y de actores, de verdugos y de súbditos dispuestos a todos los caprichos del momento. Porque el momento está colmado de exigencias, porque el momento es insuperable.
Ser ese gran señor es una cosa. Otra bien distinta es ser ese gran señor en un calabozo, no tener más que las intenciones de un gran señor, y saber que precisamente por haber tenido esas intenciones uno se encuentra entre cuatro paredes. En efecto, todo quedó en la intención: ¿acaso soñaba uno con realizarlas? Apenas intentamos un quinto de ese programa admirable. Pero por sí mismas esas intenciones eran de un peso aplastante, y he aquí que entre estos muros libran su insoportable secreto. En libertad, habíamos juzgado espiritual denominarnos "taimados": y sin embargo los verdugos rompían los huesos a los Damiens, a los Mandrin, a los Cartouche. En la celda, incluso, nobleza obliga: si nosotros, que pertenecemos a la raza de los fuertes, hemos transgredido las reglas para la protección del débil, ¿no fue acaso volviendo nuestra propia fuerza contra nosotros mismos para hacer de ello la última experiencia como fracasamos? Al fuego de nuestras pasiones, que sublevaron contra nosotros la voluntad general, encendamos la llama de la filosofía, delectémonos en incendiar el mundo: ¿no somos nosotros mismos algo más que una brasa ardiente? Detrás de estos muros brama una revolución: los hambrientos de ayer serán los amos de hoy, porque es preciso que a cada cual llegue su turno: ¿pero conocen ellos el hambre que nos devora en nuestra saciedad, nosotros, que somos los satisfechos del ayer? En verdad, ¡tendremos que padecer nuevas saciedades, nosotros, que somos hambrientos de un nuevo tipo! Libres, nos considerábamos como una fuerza de la Naturaleza, como el agente de sus intenciones, aceptábamos todas las ventajas que ofrece al fuerte a expensas del débil, listos para restituírsela desde el momento en que la reclame. Entre las cuatro paredes de nuestra celda, privados de nuestros alquimistas y de nuestros artistas, de nuestros sabios y de nuestros poetas, de nuestros comediantes y de nuestras víctimas, seremos nosotros mismos alquimistas y poetas, artistas y sabios, verdugos y comediantes, comediantes y víctimas. Una vez puestos en libertad no tendremos más amo que los gustos y las maneras, no tendremos más amo que la conciencia maliciosa, porque seremos sólo conciencia, y seremos la conciencia misma.
A pesar de todo, con esta conciencia es menos posible disfrutar de una existencia aparentemente impune que vivir, a título de castigo que da derecho a intenciones inconfesables, confundido en la muchedumbre de esos contemporáneos conservadores o democráticos -todos igualmente preocupados por acumular riquezas mientras pretenden organizar el progreso social, la unidad nacional y el Imperio-, que vivir entre ellos no teniendo para distinguirse más que esta noble mala conciencia que hemos heredado, el único bien que hemos heredado, si es que es cierto que filosofar es obedecer a las leyes de un atavismo de orden superior. Esta noble conciencia maliciosa alimenta la constatación escandalosa que hemos hecho: el mundo moderno se envilece como consecuencia de la ausencia de esclavos. Constatación que cuesta cara al único en soportar las consecuencias que sólo él puede extraer de su constatación.
Aceptar en esas condiciones una cátedra de filología en la universidad de Basilea es tomar el más prudente incógnito, porque el ejercicio de una actividad intelectual o científica no puede sino tender a satisfacer antes que nada la curiosidad propia del individuo que somos, a satisfacerla a expensas incluso del medio social al cual debemos nuestros medios de conocimiento. Y es así que nos gustaría "conducir al adolescente hacia la Naturaleza, y mostrarle en todas partes el reino de sus leyes: luego las leyes de la sociedad burguesa. Entonces la pregunta no dejaría de hacerse escuchar: ¿era necesario que fuera así? Y poco a poco el adolescente tendrá necesidad de historia para aprender cómo se llegó al presente estado. Pero aprendiendo así la historia, aprenderá también cómo él mismo puede transformarse en otro. ¿Cuál es el poder del hombre sobre las cosas? Tal debería ser la pregunta inicial en toda educación. Y entonces, para mostrar cómo todo podría ser de otro modo en este mundo, evocaríamos el ejemplo de los griegos, después el de los romanos, para mostrar cómo se llegó aquí donde estamos."
Pero quien pretende así, desde lo alto de una cátedra de filología, aniquilar la autoridad de dos mil años, ve pronto a los más simpatizantes entre sus colegas apartarse a su paso, ve su grupo de alumnos dispersarse, se arriesga a dilapidar lo mejor de sí mismo en el esfuerzo vano de marcar a la joven generación con su propio destino.
Es soportar un destino imposible de cambiar --y más hubiera valido, quizás, no haber nacido--, sentir un día que el Creador no ha creado ese día como los días precedentes; que uno ya no ha nacido de sus manos al despertar; que uno no es más que la espuma de la nada soñadora; y que el mundo ahora declina bajo la mirada, ahora que las venas divinas se han secado: todo lo que miramos y todo lo que nos rodea parece el cadáver del Creador; o bien, golpeados por la torpeza, experimentamos los límites de un gusano nacido sobre ese cadáver; con él el mundo exánime se descompone, y encontramos la felicidad de un gusano en la descomposición eterna del infinito cadáver de Dios; o bien, atormentados por una piedad clarividente, tenemos la fuerza de reconocernos en la inconmensurable carroña, y de decir: ¡soy yo! ¡Soy yo! ¡Soy yo que sufro las injurias de los gusanos!
Tal es la desvergüenza de los que asistieron al Creador en sus últimos instantes. Tal es, también, su único remedio. ¿Qué les queda del mundo, sustraído a sus impulsivas investigaciones, sustraído a su insaciable amor, qué les queda del mundo que descomponen por medio del trabajo, raza de laboriosos impotentes, enfermos de no poder poseer el mundo a la medida del mundo? Les queda todavía la Naturaleza, su propia naturaleza. La Naturaleza, decimos, es objeto de la investigación científica. El hombre que se considera como un producto de la Naturaleza se comprenderá entonces, en tanto que Sabio, en esta búsqueda: será la Naturaleza estudiada a través de la naturaleza, y en él la serpiente que se muerde la cola encontrará su satisfacción. Pero he aquí lo que precisamente inquieta a la Sociedad a la que no le gustan los hombres-serpiente: en el transcurso de su frecuentación de la Naturaleza, el investigador descubre en cada reino modos de existencia y modos de disfrute, modos de poder y modos de adoración que son otras tantas sugerencias e inspiraciones; la Sociedad confía en el investigador para estar prevenida: ¿estas sugerencias son apropiadas para mantener la vida de la comunidad, o pueden estorbar el mantenimiento del orden? Para poder cultivar las ciencias sin peligro, la Sociedad exige del Sabio que no tenga secretos con la Naturaleza. Le exige que se considere como la Naturaleza estudiada por la naturaleza, que quiera respetar de buen grado la línea de demarcación que separa la Naturaleza del Sabio.
Pero aquél que asistió al Creador en sus últimos momentos, que vio los miembros divinos ser presa de los gusanos, que se sintió como el sufrimiento póstumo de Dios, y que al amortajar a Dios perdió el mundo, no debe rendir cuentas a la Sociedad, no conoce ya línea de demarcación entre la Naturaleza y él mismo. Franquea esta línea y, desesperándose por crear alguna vez, se metamorfosea de Sabio que era en Naturaleza sabia; y si mantiene los afueras afables, graves y apacibles de un profesor, no es más que un último vestigio de pudor y de modestia verdaderamente exagerada, no es más que una consideración excesiva para su madre, su hermana y sus contemporáneos. (**)
* (N. de la T.) Icoglans en el original. El término, de origen turco (itch-oghlân), significa "niño del interior del serrallo". Muchas veces se trataba de niños de origen cristiano que constituían la guardia personal del sultán. Se los educaba, precisamente, en casas.
(*) Fuente: Pierre Klossowski, "Creación del mundo", en Acéphale. Religión, sociología, filosofía, 1936-39, Caja Negra Editora, Ciudad de Buenos Aires, 2005, pp.76-82.
DON JUAN SEGÚN KIERKEGAARD (*)
Por Pierre Klossowski
Kierkegaard y Nietzsche tienen sus orígenes en la música, primera materia universal, forma necesaria de la destinación.
En uno como en otro el sentimiento musical es el sentimiento mismo de la vida, indecible, irreductible e inaprehensible; en ambos, es el erotismo puro y ciego, la experiencia vivida que la reflexión todavía no ha abierto, pero que abrirá infaliblemente.
Nietzsche, que describió cómo en la sensibilidad musical y trágica de la Grecia presocrática la autoridad imperativa de lo inmediato se ve progresivamente minada por la explicación justificativa del sofisma dialéctico, observa que es imposible para el lenguaje "símbolo de las apariencias, manifestar alguna vez exteriormente la esencia íntima de la música que simboliza el antagonismo y el dolor originarios en el corazón de un Uno primordial". Esta definición de Nietzsche, todavía muy schopenaueriana, no deja de contener el conflicto íntimo de su filosofía, que enfrenta el lenguaje generador de la moral y negador de la vida y de la música, forma exaltante y aprobadora del sufrimiento. Antes que él, Kierkegaard, para quien la música no expresa más que lo inmediato en su inmediatez, observa que el lenguaje tomó en sí mismo la reflexión: "por eso no puede expresar lo inmediato. La reflexión mata lo inmediato, y por eso es imposible expresar lo musical en el lenguaje". Esta similitud de reacciones de Kierkegaard y Nietzsche en su respectivo recorrido inicial permite considerar bajo las categorías del segundo la experiencia del primero.
De entrada Kierkegaard parece tomar la actitud contemplativa apolínea frente al espectáculo dionisíaco que le hace ver en Don Juan la encarnación del fenómeno dionisíaco de lo inmediato erótico. Esta actitud de la conciencia que contempla la danza de su propio sufrimiento que Nietzsche había descubierto más acá del Cristianismo en la tragedia griega, Kierkegaard la encuentra más allá del Cristianismo, en un mito alumbrado por la conciencia cristiana.
"El Cristianismo introdujo en el mundo la sensualidad: como la sensualidad es aquello que debe ser negado, en tanto que realidad positiva es puesta en evidencia particularmente a través de la oposición del contrario que la excluye. Ahora bien, en tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad no fue planteada más que por el Cristianismo. Es en este sentido que el Cristianismo introdujo la sensualidad en el mundo. Para comprender exactamente esta tesis, es preciso tomarla del mismo modo que a su antítesis: el Cristianismo excluyó y expulsó del mundo la sensualidad. En tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad fue planteada la primera vez por el Cristianismo; podría incluso agregar una definición adecuada para aclarar lo que adelanto: es solamente a través del Cristianismo que la sensualidad se convirtió en correlato del espíritu. Esto es completamente natural porque el Cristianismo es espíritu, el espíritu positivo que introdujo la sensualidad en el mundo. Pero si se considera la sensualidad bajo la determinación del espíritu, su importancia reside evidentemente en el hecho de encontrarse excluida, de estar determinada en tanto que principio, en tanto que poder: porque es necesario que lo que el espíritu debe excluir (siendo él mismo un principio) sea un elemento que se afirme en tanto que principio, incluso en el momento mismo de su exclusión..."
Antes del Cristianismo, la sensualidad no estaba determinada espiritualmente. ¿Cómo entonces? "La sensualidad, determinada psíquicamente, encontró su expresión más perfecta entre los griegos. Ahora bien, determinada de esta manera, la sensualidad no es antítesis, exclusión, sino unidad y armonía...". Los griegos no conocieron la sensualidad en tanto que principio. La sensualidad se confundía entonces en la bella individualidad, y el alma, que constituía la bella individualidad, era inconcebible sin la sensualidad. En consecuencia, lo erótico dependía del alma y no podía formar un principio. El amor no se producía en el individuo más que de una manera momentánea. Se podría objetar a esto que Eros era por cierto este principio: pero Eros figuraba el amor psíquico. Además, Eros, dios del amor, no era él mismo un dios amoroso. Dispensaba el amor a los mortales como a otras divinidades, y si ocurría que sentía amor, lo que era raro, hay que ver en ello la sumisión a una potencia que habría estado excluida del universo si Eros mismo la hubiera rechazado. Eros, dispensador del amor, no posee él mismo la potencia que simboliza porque la transmite al universo entero, mientras que los mortales que están animados por ella la vuelven a conducir a él. Sin embargo, el Cristianismo introdujo en el mundo la idea de encarnación o de representación: una figura individual que representa o que encarna un principio concentra allí la fuerza en la que cada uno participa cuando contempla esta figura. Desde entonces, la conciencia cristiana pudo igualmente concebir figuras que encarnaban los principios y las fuerzas que excluye. Así es como en la época del Renacimiento alumbró las figuras de la genialidad sensual y de la genialidad intelectual excluidas del mundo. Kierkegaard no podía, en su época, conocer la significación de los misterios dionisíacos. Con mayor razón debía verse llevado, por su naturaleza, a buscar el elemento dionisíaco en el mundo de la sensibilidad cristiana, a presentirlo y a encontrarlo en este caso en la obra exaltante de Mozart.
Como el conflicto de la individuación determinaba la experiencia dionisíaca de la sensibilidad antigua, pudo motivar una tensión dionisíaca de la sensibilidad cristiana. Pero mientras el alma antigua se representaba a Dioniso en la tragedia bajo la máscara de un héroe que combatía, "maniatado en las redes de la voluntad particular", "sufriendo los dolores de la individuación", y no veía la liberación más que en la muerte del héroe ocasionada por su "voluntad de ser él mismo la única esencia del universo", la conciencia cristiana, al plantear lo inmediato como el principio que ella misma excluye, se plantea a sí misma como la individuación irreversible del alma inmortal. Es entonces la espectadora de la forma de existencia no individuada que se esfuerza en negar interiormente para combatir la peor de todas las tentaciones. Pero para negar lo inmediato (lo no individuado), para trascender el deseo sacrílego de ser en sí misma la única esencia del universo, debe darse constantemente el espectáculo de los héroes legendarios que encarnan la negación criminal de individuarse frente a Dios. La conciencia cristiana realiza de este modo ese milagro de hacer presente a Dioniso bajo su forma inhumana, monstruosa y divina. Lo que el alma antigua no había hecho más que presentir, lo que no había visto más que como máscara, la conciencia cristiana lo ve al desnudo gracias a la encarnación: Dioniso no debía revelarse supremamente más que frente al Crucificado.
En el momento en que Dios muere, Nietzsche experimenta la resurrección de Dioniso, dios de la desindividuación. La muerte del Dios de la individuación exigirá el nacimiento del superhombre, porque si Dios muere, el yo individual no pierde solamente su Juez, pierde su Redentor y su eterno Testigo: aunque si pierde su eterno Testigo, pierde también su identidad eterna. El yo muere con Dios. Y el vértigo del eterno retorno se apodera de Nietzsche: producto irreductible y fortuito del universo ciego, cuando su voluntad individual desposa el movimiento necesario del universo, entrevé, presiente y recuerda las identidades innumerables llevadas como otras tantas máscaras del monstruo Dioniso. Pero cuando haya usado toda la serie, será preciso necesariamente que un rostro vuelva a aparecer al desnudo: el del "asesino de Dios". En tanto que faz del "asesino de Dios", no puede ser más que un rostro de carne y hueso, formado muy poco tiempo atrás por el Creador asesinado; el de Friedrich Nietzsche, rostro paradójico de una voluntad que, en el seno de la irresponsabilidad consciente, tendía a establecer la responsabilidad en relación con la necesidad.
Si él predijo el retorno de una edad trágica en sentido dionisíaco, su predicción no fue menos hecha, por ello, desde el fondo de su experiencia íntima de la muerte de Dios, es decir, desde el fondo de una experiencia cristiana. Es entonces legítimo confrontar con su interpretación de lo trágico antiguo (ruptura de la individuación), la interpretación que Kierkegaard ofreció de lo trágico moderno (la individuación inevitable) en relación con la antigua. En el mundo antiguo, observa Kierkegaard, el individuo estaba integrado en las determinaciones sustanciales, tales como el Estado, la Familia, el Destino. Esas determinaciones sustanciales constituyen el elemento fatídico de la tragedia griega, la hacen ser lo que es. La suerte del héroe no es solamente una consecuencia de sus actos; es también padecimiento, mientras que en la tragedia moderna no es tanto el padecimiento como la acción individual del héroe. La tragedia moderna nos muestra cómo el héroe, subjetivamente reflejado, hace de su vida su acción a través de una decisión individual. La tragedia moderna, basada en el carácter y la situación, agota en la réplica todo lo inmediato y, en consecuencia, no tiene ni el primer plano ni el fondo épicos de la tragedia griega. En ésta, la culpabilidad constituye un elemento intermediario entre el actuar y el sufrir, y en esto reside la colisión trágica. Los tiempos modernos (es decir, cristianos), parecen haber elaborado una concepción errónea de lo trágico; todo el elemento fatídico, todas las determinaciones sustanciales fueron traducidas en subjetividad consciente y en individualidad responsable. Desde entonces --porque nuestras categorías son cristianas--, el héroe trágico conscientemente culpable se convierte en un ser malo, y el mal se convierte en el contenido esencial de la tragedia. Antes el individuo era considerado en función de su pasado ancestral, de su familia, de la comunidad; participaba del destino de la raza. Hoy asistimos al aislamiento del individuo; del mismo modo que lo cómico --característico del mundo cristiano moderno-- expresa el aislamiento en el seno de este mundo, así lo hace el mal por el mal, así lo hace el pecado.
Kierkegaard y Nietzsche constituyen la cabeza de Jano de la conciencia moderna: Nietzsche busca identificar la extrema conciencia con la necesidad extrema, con el fatum; Kierkegaard no conoce más que la nostalgia del fatum en tanto que nostalgia de lo inmediato. Para él, no existe ya existencia sometida a las determinaciones sustanciales: no hay más que una existencia en el seno del pecado, en la ignorancia o en la plena conciencia del pecado. Es la posición inevitable, ineluctable, la posición frente a Dios.
Pero la existencia en el seno del pecado es el nacimiento del yo individual --con sus horrores, con sus alegrías y dolores--, el nacimiento del yo bajo la mirada inquisidora, terrible y amante de Dios.
El yo "síntesis de lo finito y lo infinito, se plantea de entrada; luego, para devenir, se proyecta sobre la pantalla de la imaginación, y sobre lo que le revela lo infinito de lo posible. El yo contiene tanto de posible como de necesidad, porque es él mismo, pero debe todo el tiempo devenir sí mismo. Es necesidad, puesto que es él mismo, y posibilidad, porque debe convertirse en sí mismo.
Si lo posible demuele la necesidad, y si de este modo el yo se lanza y se pierde en lo posible, sin lazo que lo vuelva a convocar a la necesidad, tenemos entonces la desesperación de lo posible. Ese yo se convierte entonces en un abstracto en lo posible, se agota al debatirse allí sin cambiar sin embargo de lugar, porque su verdadero lugar es la necesidad: convertirse en uno mismo, en efecto, es un movimiento en el lugar. Devenir es una partida, pero convertirse en uno mismo es un movimiento en el lugar".
Así aparece el problema en Kierkegaard en el momento en que, aspirando a salir de una vida intelectualmente disoluta en donde había experimentado con fuerza la atracción del proteísmo de los románticos alemanes, le parece que su proyectada unión con Regina Olsen no es más que una salida falsa. Comienza entonces su examen de conciencia: es el instante de la Alternativa cuyos primeros pasos toman su impulso en lo inmediato erótico y lo erótico musical. Existe una afinidad profunda entre la nostalgia de lo inmediato en Kierkegaard y la esencia de la música, por una parte, y entre Don Juan, encarnación de lo inmediato erótico, y la música, su medio de expresión más adecuado, por la otra.
"La genialidad sensual es por completo fuerza, tempestad, impaciencia, pasión; es algo esencialmente lírico: sin embargo, no consiste en un momento sino en una sucesión de momentos... de allí su carácter épico; es demasiado desbordante para que pueda expresarse por medio de la palabra; se mueve constantemente en lo inmediato... La unidad acabada de esta idea y de su forma adecuada se puede encontrar en el Don Juan de Mozart, y precisamente porque la idea de genialidad es tan infinitamente abstracta, porque el medium es tan abstracto, no es probable en lo más mínimo que Mozart pueda tener alguna vez competidores a futuro... Esta idea de Don Juan es tanto más musical en tanto que la música no se expresa en ella como acompañamiento, sino como la revelación de su esencia más íntima. Ésta es la razón por la cual Mozart, a través de su Don Juan, se elevó por sobre todos los inmortales".
El estado inicial del alma de Kierkegaard es por naturaleza un estado musical que su conciencia cristiana objetivará progresivamente; ésta aprehende allí la pérdida de la inocencia, de ese estado en el que el alma está en unión inmediata con su naturaleza y cuyo profundo misterio es que es al mismo tiempo angustia. Ahora bien, si el yo kierkegaardiano conoció esta angustia generadora del pecado a través de sus diferentes fases, desde la angustia frente a la nada y frente a la posibilidad de poder, hasta la angustia frente al mal y frente al bien, todas ellas formas de la angustia refleja, pudo contemplar la figura del Don Juan mozartiano como la personificación milagrosa de la angustia sustancial.
"(...) Como el ojo presiente el incendio desde el primer resplandor, del mismo modo el oído presiente el ardor apasionado frente a los sonidos agonizantes de los violines - dice acerca de la Obertura de Don Juan. Existe algo de angustia en este relámpago: algo que será engendrado en la angustia, en el seno de las más profundas tinieblas; tal es la vida de Don Juan. No es una angustia que se refleje subjetivamente en él, es una angustia sustancial. La Obertura no expresa para nada la desesperación, como se dice habitualmente sin saber lo que se dice: la vida de Don Juan tampoco está hecha de desesperación, sino de toda la potencia de la sensualidad engendrada en la angustia; Don Juan mismo es esa angustia, y esa angustia es precisamente su alegría demoníaca de vivir. Después de haberlo hecho nacer así, Mozart desarrolla su vida en los sones danzantes de los violines en los que él se alza por sobre el abismo, ligero y furtivo. Como una piedra que uno lanza sobre el agua de modo tal que no haga más que rozar la superficie, a veces con rebotes ligeros, pero que desaparece bajo la onda tan pronto como deja de rebotar, así baila por sobre el abismo y goza durante el breve respiro que se le ha acordado".
El yo kierkegaardiano, enfrentado con su propia necesidad frente al infinito de lo posible, conoce en un estado extático la encarnación de sus posibilidades infinitas: Don Juan, la visión infernal y soberbia, el sueño insensato de la conciencia que busca eludir su necesidad, el desafío a Dios en la desesperación de no poder escapar a la condición de su individualidad inmortal. Hasta en sus observaciones estéticas en cuanto al error de ciertas interpretaciones de Don Juan que individualizaron al héroe, le dieron una realidad biográfica y lo sometieron a contingencias, Kierkegaard exalta la naturaleza esencialmente musical y por lo tanto pre-individual de Don Juan.
No es "por esencia ni idea (es decir fuerza, vida), ni individuo: ondea entre ambos. Ahora bien, este ondear es la vida misma de la música. Cuando el mar está embravecido, las olas espumosas forman toda clase de figuras semejantes a seres animados; parece entonces que fueran esos seres los que elevan las olas, mientras que es el movimiento de las olas el que los produce. Del mismo modo Don Juan es una forma que se convierte en aparente sin condensarse nunca en una figura definida, individuo que no deja de formarse sin terminarse jamás, y de cuya historia no percibimos otra cosa que lo que nos cuenta el rumor de las olas".
El Don Juan mozartiano pertenece a los estadios anteriores a toda toma de conciencia, y de ahí su temible poder de fascinación: Don Juan es la forma suprema de las metamorfosis de lo inmediato erótico tal como Mozart se las reveló a Kierkegaard.
"En el primer estadio, la apetencia (Querubín) no encuentra su objeto: lo posee sin haberlo deseado con avidez, y en consecuencia no llega a ejercerse en tanto que apetencia. En el segundo estado (representado por Papageno), el objeto aparece en tanto que múltiple, pero al buscar su objeto como múltiple, la apetencia no tiene objeto en sentido profundo: no está todavía determinada en tanto que apetencia. En el tercer estado es cuando la apetencia se muestra en Don Juan absolutamente determinada en tanto que apetencia: es, intensiva y extensivamente, la unión inmediata de los dos estados precedentes. El primer estadio deseaba idealmente el Uno; el segundo lo particular bajo la categoría de lo múltiple; el tercero los confunde. La apetencia encontró en lo particular su objeto absoluto, lo desea absolutamente... Ahora bien, no hay que olvidar, sobre todo, que no se trata de la apetencia de un individuo, sino de la apetencia en tanto que principio...".
No se trata del seductor reflexivo de la categoría de lo interesante (Don Juan de Molière, Lovelace, Valmont, Johannes de Kierkegaard), que, para ser seductores consumados, no buscan necesariamente variar o aumentar la lista de sus víctimas sino que se muestran más curiosos acerca de la personalidad de aquélla que se proponen seducir. Hacer entrar a Don Juan en esta categoría que es la de lo interesante es no comprender su naturaleza mítica. Si uno lo coloca en la escuela de la astucia y la estratagema, se le presta "la reflexión, y ésta echa una luz tan cruda sobre su persona que sale pronto de la oscuridad en donde no era perceptible más que musicalmente". Su goce es entonces completamente intelectual, encuentra sus satisfacciones en el plano ético; no disfruta más que con su astucia, de la que obtiene goce inmediato, y los cantos se callan. Ahora bien, el Don Juan mozartiano es un seductor en la medida en que su sensualidad y nada más que su sensualidad es el objeto de su deseo. Don Juan desea y su deseo tiene como efecto seducir. Disfruta en satisfacer su deseo, y si engaña al buscar un nuevo objeto después de haber gozado, no es porque haya premeditado la impostura: no tiene tiempo de jugar el rol del seductor, y es más bien por su propia sensualidad que sus víctimas fueron engañadas. "Pero deseando en cada mujer toda la femineidad, ejerce este poder sensualmente idealizante por medio del cual embellece, madura y vence a su presa". La infidelidad del Don Juan mozartiano, en consecuencia, no se sigue de la estrategia de los seductores morales: es inherente al deseo, y mientras el amor psíquico sometido a la reflexión dialéctica de la duda y de la inquietud es supervivencia en el tiempo, el amor sensual, infiel por esencia, se desvanece en el tiempo, muere y renace en una sucesión de momentos para encontrar así en la música su revelación más esencial.
"Como el relámpago brota de la nube sombría, surge fuera de la seriedad insondable de la vida, más rápido que el rayo, en zigzags más salvajes, pero mucho más seguro de alcanzar su objetivo: escúcheselo precipitarse en el eterno flujo cambiante de los fenómenos, tomar por asalto las sólidas murallas de la vida: los sonidos ligeros de los violines, la risa perlada de la alegría, los goces del placer, las bienaventuradas fiestas del disfrute: se sobrepasa él mismo, siempre más salvaje, siempre más huidizo; escúchese la pasión en la rabia de la voluptuosidad desencadenada, el rumor amoroso, el murmullo tentador, el torbellino seductor, el silencio del instante...".
¿Dioniso no era para Nietzsche la polimorfía originaria del yo llamado a renacer en el mundo? Y así, Don Juan para Kierkegaard, ¿no celebró acaso en el héroe mozartiano la lucha de la polimorfía de su alma con la conciencia hostil cuyos acentos amenazantes percibimos desde la obertura? ¿No lo describió acaso desde lo alto de la conciencia misma que exigía la muerte de la polimorfía ciega? Don Juan fue para él la fuerza elemental e informe que, detenida fortuitamente en su movimiento y en el punto de individualizarse al contacto con el objeto reencontrado, vuelve a caer en su informidad primera para retomar su ritmo infinito. Es entonces, como Dioniso, la expresión de la melodía infinita donde el alma de Nietzsche quería fundirse en el supremo grado de la voluntad: es la melodía infinita de lo posible que el alma de Kierkegaard escuchaba con una nostalgia angustiada por el sentimiento de culpabilidad, pero con nostalgia a pesar de todo: ¿la sonoridad gozosa del héroe mozartiano no le ofrecía el espectáculo dorado de una irresponsabilidad provisoria?
"(...) arrojado en la posición más escarpada de la vida, perseguido por el rencor del mundo entero, este Don Juan victorioso no tiene más refugio que un pequeño cuarto trasero. Sentado en el extremo de la báscula de la vida, a falta de una alegre compañía, despierta en sí mismo a golpes de látigo todo su placer de vivir. Y la música brama con tanto más furor cuanto que resuena en el abismo por sobre el cual maniobra Don Juan".
Kierkegaard había conocido él mismo esta posición escarpada: a medida que se decidía en el sentido de la individuación, del "movimiento en el lugar" que es el "convertirse en uno mismo", suprimía de sí mismo por medio de esta decisión todas las posibilidades de vida estéticas y poéticas. Ahora bien, ocurría que su unión con Regina Olsen no hubiera podido jamás separarse del carácter de lo interesante por haber sido contraída en el seno mismo de las frivolidades intelectuales. Para poseer a Regina en y según lo eterno, era preciso renunciar a ella en el tiempo y romper el vínculo: maniobra que no podía efectuarse sin ironía. Kierkegaard tomaba la máscara de la infidelidad y el elemento temporal que es la música, expresión más inmediata de la infidelidad fiel a sí misma, que iba entonces una vez más a convertirse en su propia máscara. Es entonces cuando al salir de una pasión "feliz, infeliz, cómica, trágica", Kierkegaard aparece en la actitud escandalosa de un Don Juan de la Fe. A través de la negación a comprometerse en el mundo existente, y consagrar allí su amor por medio de la institución cristiana del matrimonio, el yo, llegado a la posición "frente a Dios", había convertido la infidelidad fiel a ella misma en la fidelidad a lo eterno: salido a la deriva en el océano de su propia eternidad, ¿experimenta el yo kierkegaardiano entonces, como Don Juan cantando "la melodía de Champagne", tal "vitalidad interior que los más diversos goces de la realidad son débiles en comparación con el que extrae de sí mismo"? Ocurre que en La Repetición el yo devuelto a sí mismo entona un himno de acción de gracias como si lo posible sacrificado le fuera restituido en su eternidad:
"Soy de nuevo yo mismo... mi barca está a flote... en un minuto estaré de nuevo en donde permanecía el violento deseo de mi alma, allí en donde todas las ideas rugen con el furor de los elementos, en donde los pensamientos se desencadenan en el tumulto como los pueblos en la época de las migraciones, allí en donde reina en otros tiempos una calma profunda como la del Océano Pacífico, una calma tal que uno se escucha a uno mismo hablar, con tal de que haya movimiento en el fondo del alma: allí, por fin, en donde uno pone su vida en juego a cada instante... Pertenezco a la idea. La soy cuando ella me da la señal y cuando me da cita día y noche: nadie me espera para el desayuno, nadie para la cena. Al llamado de la idea, dejo todo, o más bien no tengo nada que dejar... De nuevo se me tiende la copa de la ebriedad: aspiro su perfume, percibo ya como una música su efervescencia; sin embargo, antes que nada, una libación para aquélla que ha liberado un alma que yacía en la soledad de la desesperación. ¡Gloria a la magnanimidad de la mujer! ¡Viva el vuelo del pensamiento, viva el peligro de muerte al servicio de la idea, viva el peligro de la lucha, viva el solemne júbilo del triunfo, viva la danza en el torbellino del infinito, viva la ola que me arrastra al abismo, viva la ola que me arrastra hasta las estrellas!".
(**) Fuente: Pierre Klossowski, "Don Juan según Kierkegaard", en Acéphale. Religión, sociología, filosofía, 1936-39, Caja Negra Editora, Ciudad de Buenos Aires, 2005, pp.137-150.
LAS VIRTUDES DIONISÍACAS
Por Roger Caillois
Parece que en la medida precisa en que el espíritu se impone una disciplina muy estrecha y leyes al menos muy severas, debe llevar una cuenta equivalente de los excesos, y perturbarse por su existencia misma, porque nunca tiene certeza de no experimentar por ellos tentación o remordimiento. Puede, en privado, mantenerse constantemente en el límite y conservar siempre el control más exacto de sus anticipaciones instintivas o, en público, restringir el ejercicio de sus facultades a la formulación de evidencias y no propagar más que lo expresable y lo definido, no avanzar más que en el terreno completamente conquistado, asimilado, y no proponer nada que no se pueda justificar y que no sea parte inalienable del sistema. El poder que dicha austeridad procura al espíritu que la adopta es propiamente, por derecho, sin medida. En efecto, este espíritu adquiere para sí gracias a ella una cohesión tal que se convierte en inexpugnable, a la manera de un ejército en el que cada elemento táctico, en cada punto, se beneficia de la fuerza indivisa de la totalidad de los efectivos. No deja por ello de sentir la constante solicitación de los excesos. Todavía más, un espíritu tan maniatado debe ser con seguridad para ellos una presa peor defendida, porque es de las que se arrebatan en su totalidad. Lo que ocurre es que dicho espíritu está demasiado unificado como para dividirse y encenderse en parte en el momento del vértigo: es inconcebible que no permanezca igual de entero en el espasmo que en el cálculo. En el espíritu, tan dispuesto a uno como entregado al otro, es como si la distensión fuera tan explosiva sólo para proseguir una tensión demasiado severa.
La ebriedad, por lo demás, se manifiesta como estado total y se extiende, virtualmente al menos, sobre toda la gama de las actividades del ser, puesto que todas consienten y callan en el momento en el que se excita sólo una. Al agregar la semi-ebriedad de la lucidez superior, de la que hablaba Baudelaire, a las que distingue Nietzsche, es decir, a las tres ebriedades de los licores fuertes, del amor y la crueldad, se percibe fácilmente que no existe punto alguno en el que el éxtasis no pueda asentarse sin que, sin embargo, la sensación extrema de poder que lo caracteriza deje de permanecer idéntica a sí misma. Cualesquiera sean los efectos íntimos, sea cual fuere el valor con que se los juzgue, es seguro que transportan a los individuos (salvo, en cierto sentido, algunos tóxicos paralizantes que les procuran por otra parte un sentimiento de superioridad intensa y calma, aunque de orden contemplativo) y les comunican una impresión de máximo de ser que les hace preferir esos extraños instantes que están muy pronto impacientes por repetir para el resto de sus vidas.
De este modo, y además de que interesen al individuo en lo más imprescriptible de sí mismo, los diversos excesos parecen constituir para él naturalmente un estado violento en relación con la sociedad, y quizás parecen ser testimonio de una cierta dificultad por su parte para adaptarse a la vida colectiva. He aquí incluso una oposición, y quizás no sea la menor, entre los excesos y la inteligencia: el destino imperialista de esta última y la desdeñosa resignación de las primeras para exaltarse marginalmente y para sí mismas.
Sin embargo, la historia da a pensar que esta oposición no conlleva ningún carácter absoluto: en la medida en que la sociedad no sabe hacer lugar a las fuerzas dionisíacas, en la medida en que desconfía de ellas y las persigue en lugar de integrarlas, el ser se encuentra reducido a tomar, a pesar de la sociedad, las satisfacciones que debería recibir de ella solamente. El valor esencial del dionisismo residía, en efecto, en ese punto preciso en el que reunía al ser socializándolo por medio de aquello que lo separaba cuando su goce era individual. Mejor todavía, hacía de la participación en el éxtasis y de la aprehensión en común de lo sagrado el único cemento de la colectividad que fundaba, pues en oposición a los cultos locales cerrados de las ciudades, los misterios de Dioniso eran abiertos y universales. De este modo colocaban en el centro del organismo social las turbulencias soberanas que, descompuestas, serán luego acorraladas por la sociedad en los vagos terrenos de la periferia de su estructura, donde arroja todo aquello que la pone en riesgo de disgregarse. Este movimiento representa nada menos que la más profunda de las revoluciones y no es indiferente que el dionisismo haya coincidido con la presión de los elementos rurales contra el patriciado urbano, y que la difusión de los cultos infernales a expensas de la religión urania haya sido impulsada por la victoria de las capas populares sobre las aristocracias tradicionales. Al mismo tiempo, los valores cambian de signo; los polos de lo sagrado, lo innoble y lo santo se permutan. Lo que era marginal --con el descrédito tan interesante del término-- se convierte en constitutivo del orden, y en cierto sentido nodal: lo asocial (lo que parecía asocial) reúne las energías colectivas, las cristaliza, las conmociona, y se revela como fuerza de sobresocialización.
Es suficiente con este vistazo para poder valerse de la expresión virtudes dionisíacas, entendiendo por virtud lo que une, y por vicio, lo que disuelve. Porque basta con que una colectividad haya podido encontrar en ellas su clivaje afectivo y haya podido fundar la solidaridad de sus miembros solamente sobre ellas, a exclusión de toda predeterminación local, histórica, racial o lingüística, para asegurar, entre aquellos a quienes ellas solicitan, la convicción de que dichas virtudes se ven vejadas injustamente en una sociedad que quiere ignorarlas y que no sabe reducirlas, para darles el gusto y mostrarles la posibilidad de agruparse en una formación orgánica inasimilable e irreductible, para hacer más firme por fin su resolución de recurrir a esta estrategia que siempre se ofrece.
De hecho, en Roma las Bacanales fueron prohibidas a la vez por ser contrarias a las costumbres y por atentar contra la seguridad del Estado. En Grecia, Las Bacantes de Eurípides, documento cuyo uso, por otra parte, es extremadamente delicado, muestra suficientemente que la difusión del culto dionisíaco no se llevó a cabo sin lucha contra los poderes establecidos.
Sería preciso remitirnos en relación con este punto a toda una sociología de las cofradías, desgraciadamente poco desarrollada todavía. Es necesario señalar dos caracteres: las cofradías existen como estructura fuerte en un medio social laxo. Se forman sustituyendo las determinaciones de hecho sobre las que reposa la cohesión de ese medio (nacimiento, etcétera), por la libre elección consagrada por medio de una suerte de iniciación y de agregación solemne al grupo, y tienden a considerar este parentesco adquirido como equivalente al parentesco de sangre (de allí la constante apelación de hermano entre los adeptos), lo que convierte al lazo así creado en más fuerte que cualquier otro, y le asegura la preferencia en caso de conflicto.
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