lunes, 16 de junio de 2008
LA LECCIÓN DE LA MÁSCARA DE JOSEPH CAMPBELL
LA LECCIÓN DE LA MÁSCARA
El ojo del artista, como ha dicho Thomas Mann, tiene una forma mítica de ver la vida; por tanto, al reino mitológico -el mundo de los dioses y los demonios, el carnaval de sus máscaras y el curioso juego del "como si" en el que el festival de los mitos vivos anula todas las leyes del tiempo, permitiendo a los muertos volver a la vida y el "érase una vez" se convierte en el presente actual- debemos aproximarnos y mirarlo por primera vez con los ojos de un artista. En el mundo primitivo, donde hay que buscar la mayor parte de las claves de la mitología, los dioses y los demonios no se conciben a la manera de realidades inflexibles, inalterables y positivas. Un dios puede estar simultáneamente en dos o más lugares, como una melodía o como la forma de una máscara tradicional. Y dondequiera que se presenta, el impacto de su presencia es el mismo, no queda reducido por su multiplicación. Además, en un festival primitivo la máscara es reverenciada y experimentada con una autentica aparición del ser mito que representa, aunque todo el mundo sabe que un hombre hizo la máscara y que un hombre la lleva sobre sí. Y el que la lleva es identificado con el dios mientras dura el ritual, del cual la máscara es una parte. El no representa simplemente al dios, es el dios. El hecho literal de que la aparición está formada por : A) una máscara, B) su referencia a un ser mítico y C) un hombre, se desplaza de la mente y la representación se acepta para que funcione sin cambios en los sentimientos tanto del espectador como del actor. En otras palabras, ha habido un cambio de punto de vista desde la lógica de la esfera secular normal, donde las cosas se entienden como diferentes las una de las otras a una esfera teatral o de juego, donde se aceptan por lo que se experimenta que son y la lógica es la de "hacer creer", "como si".
Seguro que todos conocemos la convención; es un dispositivo primario, espontáneo, de la infancia, y un dispositivo mágico por medio del cual el mundo se puede transformar de trivial en mágico de un santiamén. Y su inevitabilidad en la infancia es una de esas características universales del hombre que nos reúne en una familia, por tanto, es un dato primario de la ciencia del mito, que hace referencia precisamente al fenómeno de la creencia autoimpuesta.
"Un profesor", escribió Leo Frobenius en un célebre texto sobre el poder del mundo demoníaco de la infancia, "está escribiendo en su despacho y su hijita de cuatro años corre por la habitación. No tiene nada que hacer y le está molestando. Entonces él le da tres cerillas usadas diciendo: '¡Toma, juega!' Y sentándose en la alfombra, ella empieza a jugar con las cerillas. Hansel, Gretel y la bruja. Pasa un tiempo considerable durante el cual el profesor se concentra en su trabajo, pero, de pronto, la niña grita aterrorizada. El padre salta: ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado? La niña corre hacia él mostrando las señales de un gran espanto, ¡papá, papá, levante la bruja, no puedo tocarlo más!".
Este vívido y convincente ejemplo de la niña atacada por una bruja mientras está jugando puede utilizarse para representar un intenso grado de la experiencia mitológica para representar por el propio juego, antes de que ocurriese el ataque, pertenece también a la esfera de nuestro tema. Pues como ha señalado J. Huizinga en su brillante estudio sobre el elemento lúdico en la cultura, al principio el punto central es lo divertido del juego, no el arrobo del ataque. "En todas las frenéticas imaginaciones de la mitología está jugando un espíritu divertido", escribe, "entre los límites de la broma y lo serio". "Que yo sepa, etnólogos y antropólogos coinciden en la opinión de que la actitud mental con que se celebran las grandes fiestas religiosas de los salvajes no es una ilusión completa, hay una conciencia sobreentendida de que las cosas no son reales". Y cita entre otros a R.R. Marrett, quien en el capítulo sobre "Ingenuidad Primitiva" en su libro The Threshold of Religion desarrolla la idea de que un determinado elemento de "hacer creer" opera en todas las religiones primitivas. "El salvaje", escribe Marett, "es un buen actor que puede estar totalmente embargado por su papel, como un niño al jugar; y, también como un niño, es un buen espectador que puede asustarse mortalmente por los rugidos de algo que él sabe perfectamente bien que no es un león real".
"Considerando todo el conjunto de la llamada cultura primitiva como una esfera de juego", sugiere Huizinga como conclusión, "preparamos el camino para un entendimiento de sus peculiaridades más directo y general que el que permitiría cualquier análisis meticulosos psicológico o sociológico". Y estoy de acuerdo de todo corazón con este juicio, añadiendo únicamente que deberíamos extender la consideración a todo el campo de nuestro tema presente.
En la misa católica, por ejemplo, cuando el sacerdote citando las palabras de Cristo en la Ultima Cena pronuncia la formula de la consagración con gran solemnidad, primero sobre la oblea de la hostia (Hoc est enim Corpus meum: éste es Mi cuerpo), y luego sobre el cáliz del vino (Hic est enim Calix Sanguinis mei, novi et aeterni Testamenti; Mysterium fidei: qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem pecatorum: Este es el cáliz de Mi samgre, del nuevo y eterno testamento, misterio de fe, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados), se ha de suponer que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, que cada particular de la hostia y cada gota de vino es de hecho el Salvador viviente del mundo. Es decir, el sacramento no se concibe como una referencia, un simple signo o símbolo para provocar en nosotros una serie de pensamientos, sino que es Dios mismo, el Creador, Juez y Salvador del Universo, venido aquí para actuar sobre nosotros directamente, para liberar nuestras almas (creadas a su imagen) de los efectos de la caída de Adán y Eva en el jardín del paraíso (que debemos suponer existió como un hecho geográfico).
Asimismo, en India se cree que como respuesta a las fórmulas de consagración los dioses descenderán graciosamente para infundir su sustancia divina en las imágenes del templo, que entonces son llamadas sus troncos o asientos (pitha). También es posible, y en algunas sectas hindúes incluso esperado, que el individuo mismo se convierta en un asiento de la deidad. En el Gandharva Tantra está escrito, por ejemplo: "Nadie que no sea el mismo divino puede adorar debidamente a una divinidad"; y de nuevo, "Habiéndose transformado en la divinidad, uno debería ofrecerle sacrificio".
Más aún, incluso es posible para un actor realmente dotado descubrir que todo, absolutamente todo, se ha convertido en el cuerpo de un dios, o que revela la omnipresencia de Dios como sustrato de todo ser; por ejemplo, hay un pasaje entre las conversaciones del maestro espiritual bengalí del siglo XIX Ramakrishna, en el que describe esta experiencia: "Un día", se dice que contó, "se me reveló repentinamente que todo es Puro Espíritu. Los útiles religiosos, el altar, el marco de la puerta, todo Puro Espíritu. Entonces, como un loco, empecé a esparcir flores en todas direcciones, todo lo que veía lo adoraba".
Creer, o al menos un juego de creer, es el primer paso hacia un trance divino semejante. Las crónicas de los santos abundan en relatos de sus largas pruebas de prácticas dificultosa, que precedían a sus momentos de éxtasis; y también tenemos los aficionados) para ilustrarnos sobre el principio formulado, el espíritu festivo, la fiesta, el día sagrado del ceremonial religioso, requiere que la actitud normal hacia las preocupaciones del mundo se abandone momentáneamente en favor de una particular disposición de engalanarse. El mundo está lleno de templos y catedrales donde una atmósfera de santidad flota permanentemente en el aire -no puede permitir que la lógica del hecho frío y simple se interfiera y deshaga el hechizo-. Los gentiles, "los aguafiestas", los positivistas que no pueden o no quieren jugar, deben ser mantenidos aparte. De aquí las figuras guardianas que están a ambos lados de las entradas a los lugares sagrados: leones, toros o terribles guerreros con espadas desvainadas. Están allí para impedir la entrada a los "aguafiestas", a los defensores de la lógica aristotélica, para quienes A nunca puede ser B; para los que el actor nunca ha de abandonarse a su papel, para quienes la máscara, la imagen, la hostia consagrada, el árbol o el animal no pueden convertirse en Dios, sino sólo aludirlo. Tales graves pensadores han de quedarse fuera, pues lo que se intenta al entrar en un santuario o al participar en un festival es ser alcanzado por el estado conocido en India como "la otra mente" (en sánscrito anya-manas: mente ausente, posesión por un espíritu), donde uno está más allá de sí mismo, embelesado, apartado de la propia lógica de autoposesión y dominado por la fuerza de una lógica de indiferenciación, donde A es B y C también es B.
"Un día", dijo Ramakrishna, "mientras adoraba a Shiva, iba a ofrecer una hoja del Señor sobre la cabeza de la imagen cuando se me reveló que este mismo universo es Shiva. Otro día, había estado cogiendo flores cuando se me reveló que cada planta era un ramillete que adornaba la forma universal de Dios; aquello fue el fin de mis recogidas de flores. Veo al hombre exactamente de la misma manera. Cuando miro a un hombre, veo que es el mismo Dios que anda sobre la tierra, que va de aquí para allá, como una almohada flotando sobre las olas".
Según este punto de vista el universo es el asiento (pitha) de una divinidad de cuya visión nos excluye nuestro habitual estado de conciencia. Pero en la representación del juego de los dioses damos un paso hacia esa realidad, que en último caso es nuestra propia realidad. De aquí el éxtasis, los sentimientos de deleite y el sentido de renovación, armonía y recreación. En el caso de un santo, el juego lleva al éxtasis, como en el caso de la pequeña a la cual la cerilla se le aparecía como una bruja. El contacto con el sentido del mundo puede entonces desaparecer al permanecer la mente detenida en ese otro estado. Para ellos es imposible volver a este otro juego, el juego de la vida en el mundo. Están poseídos de Dios; esto es todo lo que saben sobre la tierra y todo lo que necesitan saber. Y pueden incluso impregnar a sociedad enteras, de manera que éstas, inspiradas por sus éxtasis, pueden igualmente perder el contacto con el mundo y rechazarlo como ilusión o como el mal. La vida secular puede ser entendida entonces como caída, una caída de la Gracia, siendo la gracia el éxtasis de la fiesta de Dios.
Pero hay otra actitud más comprensiva que ha concedido belleza y amor a los dos mundos, a saber: la del lila, el juego como ha sido denominada en Oriente. El mundo no está condenado ni rechazado como caída sino penetrado voluntariamente como un juego o una danza donde el espíritu juega.
Ramakrishna cerró los ojos: "¿Es sólo esto?", dijo. "Sólo existe Dios cuando los ojos están cerrados y desaparece cuando están abiertos?" Abrió los ojos. "El juego pertenece a Aquel a quien pertenece el Juego...algunas personas suben los siete pisos de un edificio y no pueden bajar, otros los suben luego, cuando lo desean, visitan los pisos inferiores".
Así pues, la única pregunta pertinente es: ¿Cuánto se puede subir o bajar por la escalera sin perder el sentido del juego? El profesor Huzinga, en su obra antes mencionada, señala que en japonés el verbo asobu que se refiere al juego en general -recreo, relajamiento, diversión, viaje, excursión, distracción, jugueteo, abandono, estar desocupado- también significa estudiar en una universidad o con un profesor, asimismo, entablar una lucha simulada y, por último, participar en las muy estrictas formalidades de la ceremonia del té. Y continúa:
La seriedad extraordinaria y la profunda solemnidad del ideal de vida japonés está enmascarada por la elegante ficción de que todo no es más que un juego. Como la chevaleire de la Edad Media cristiana el bushido japonés fue tomando forma casi exclusivamente en la esfera del juego y fue representado en formas de juego. El lenguaje aún conserva está convención en el asobase-kotoba (literalmente, lenguaje de juego) o habla educada, la forma de hablar utilizada en la conversación con personas de rango superior. La convención es que las clases superiores meramente está representando todo lo que hacen. La forma cortés para "tú llegas a Tokio" es, literalmente, "haces como que llegas a Tokio" y para "he sabido que tu padre ha muerto", "he sabido que tu padre ha hecho como que muere". En otras palabras, a la persona que se reverencia se la imagina como viviendo en una esfera elevada donde lo que impulsa a la acción es sólo el agrado o la condescendencia.
Desde este punto de vista supremamente aristocrático, cualquier estado de trance, ya sea por la vida o por los dioses, representa una caída o descenso del niveau espiritual, una vulgarización del juego. Nobleza de espíritu es gracias o habilidad para jugar, tanto en el cielo como en la tierra. Y supongo que esto, este noblesse oblige, que ha sido siempre la cualidad de la aristocracia, fue precisamente la virtud de los poetas, artistas y filósofos griegos, para quienes los dioses eran verdad como la poesía verdad. Podemos suponer también que este era el primitivo (y característico) punto de vista mitológico, como opuesto al más tedioso del positivismo; que posteriormente es representado, por una parte, por experiencias religiosas de un tipo literal, donde el impacto de un demonio surgiendo al plano de la conciencia desde su lugar de origen en el nivel de los sentimientos se acepta como objetivamente real, y por otra, por la ciencia y la economía política, para la que sólo los hechos comprobables son objetivamente reales. Porque si es verdad como ha dicho el filósofo griego Antístenes (nacido alr. 444 a.C.) que "Dios no se parece a nada, por tanto nadie puede comprenderlo por medio de una imagen" o, como leemos en el Upanishad hindú,
En verdad, es otro que lo conocido
y, además, por encima de lo desconocido.
Entonces hay que reconocer, como un principio básico de nuestra historia natural de los dioses y los héroes, que cuando un mito se ha tomado literalmente, su sentido se ha pervertido; pero también, recíprocamente, que cuando se ha desdeñado como un mero engaño de sacerdotes o como señal de inteligencia inferior, la verdad ha salido por la otra puerta.
¿Entonces, cuál es el sentido que debemos buscar si no está aquí ni allá?
Kant, en sus Prolegómenos, manifiesta cuidadosamente que todo nuestro pensamiento sobre las cosas últimas sólo se puede hacer por medio de analogías. "La expresión más adecuada para nuestro falible modo e concebir" declara, "sería: que nosotros imaginamos el mundo como si su ser y su naturaleza interna hubieran derivado de una mente suprema".
Este juego del "como si" bien actuado libera nuestra menta y nuestro espíritu por una parte de la presunción de la teología, que pretende conocer las leyes de Dios, y por otra de la esclavitud de la razón, cuyas leyes no se aplican más allá del horizonte de la experiencia humana.
De buena palabra aceptó las palabras de Kant, en tanto que representan la opinión de un metafísico considerable. Y aplicándolas a la serie de juego de fiesta y a los compartimientos que acabamos de ver -desde la máscara a la hostia consagradas y a las imágenes de los templos, adorador transustanciado y mundo transustanciado- veo, o creo que veo, que un principio de liberación opera a todo lo largo de las series por medio de la alquimia de un "como si", y que a través suyo es transustanciado el impacto sobre la mente de toda la llamada "realidad". Por tanto, el estado de juego y los estados de trance que a veces genera representan más bien un paso hacia la verdad ineluctable que un alejamiento de ella; y la creencia -conformidad con una creencia que no es una creencia del todo -es el primer paso hacia la honda participación que proporciona la fiesta en aquel deseo general de vida que, en su aspecto metafísico, es anterior a, y el creador de, todas las leyes de la vida.
El peso opaco del mundo -tanto de la vida en la tierra como de la muerte, el cielo y el infierno- se disuelve, y en espíritu se libera, no de algo, pues no había nada de lo que ser liberado, excepto de un mito demasiado firmemente creído, sino para algo fresco y nuevo, un acto espontáneo.
Por así decir, desde la posición del hombre secular (Homo sapiens) tenemos que entrar en la esfera de juego de las fiestas, aceptando un juego de creer, donde diversión, alegría y trance rigen en series ascendentes. Por consiguiente, las leyes de la vida en tiempo y espacio -económicas, políticas e incluso morales- desaparecerán. A partir de lo cual, recreados por ese retorno al paraíso antes de la caída, antes del conocimiento del bien y del mal, de lo correcto y lo erróneo, lo verdadero y lo falso, creencia e incredulidad, hemos de devolver a la vida el punto de vista y el espíritu del hombre jugador (Homo ludens); como en los juegos de los niños, donde, impávidos ante la trivial realidad de las pobres posibilidades de la vida, el impulso espontáneo del espíritu a identificarse con algo diferente a sí mismo por el puro deleite del juego, transmuta el mundo, donde, en realidad, después de todo, las cosas no son tan reales o permanentes, terribles, importantes o lógicas como parecen.
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