lunes, 16 de junio de 2008
POETAS Y MÍSTICOS DE ROLAND DE RENEVILLE
POETAS Y MÍSTICOS
Los pueblos de la antigüedad no establecían distinción precisa entre los místicos y los poetas. Los veneraban igualmente como a mensajeros de los dioses. Las experiencias de los unos y de los otros se interpenetraban de tal suerte que, con derecho, se podía confundirlos. Los Vedas, los aforismos de Lao Tsé son poemas. Las grandes obras que la civilización griega elaboró están secretamente cargadas de una enseñanza que sus autores habrían recibido en el momento de su iniciación en los Misterios. El Antiguo y el Nuevo Testamento, enteramente construidos en períodos ritmados, iluminados por imágenes grandiosas, fueron, durante largo tiempo el libro básico de la poesía occidental
Si se considera el espíritu humano en su totalidad, parece que su centro de conciencia, es decir, su parte más desnuda, esté situado en Occidente y que de ello provenga la necesidad de que nos veamos obligados a llevar hasta el límites extremos el método analítico, cuyas gestiones obligan al observador a distinguirse de manera cada vez más acusada del objeto que considera antes de aprehenderlo. Los objetos mismos son descompuestos por el análisis en elementos simples y solamente cuando nuestras investigaciones se detienen ante la noción de energía podemos llegar a redescubrir la unidad del mundo, que el Oriente nunca ha tenido ocasión de olvidar. La distinción que, en nuestros días, se admite, sin definirla, entre la experiencia poética y la experiencia mística, parece ser la consecuencia de nuestros métodos de conocimiento y es extraño que tales métodos no hayan puesto todavía, explícitamente, el acento sobre el solo momento en que poetas y místicos se separan en el curso de su labor.
El estudio de la inspiración nos ha revelado que algunos poetas se abandonan al fluir de la sensibilidad y de las pasiones hasta el instante en que resuena a sus oídos una voz que parece exterior al espíritu, mientras que otros se esfuerzan, por el contrario, en realizar, por medio de una atención sostenida, la construcción verbal que han premeditado. Estas opuestas diligencias los conducen a la obtención de una realidad única: la Poesía. Conocemos, por otra parte, al escuchar las confidencias de los místicos, que el éxtasis se apodera de ellos, tanto en el momento en que deja de actuar sobre sí mismos lo que ellos llaman la gracia divina, como cuando se esfuerzan, por una meditación voluntaria, en acceder a la contemplación de la entidad que persiguen.
San Juan de la Cruz distingue, de este modo, dos métodos que permiten, uno y otro, alcanzar la noche de los sentidos: “Resta ahora dar algunos avisos para saber y poder entrar en estado noche del sentido. Para lo cual es de saber, que el alma ordinariamente entra en esta noche sensitiva en dos maneras: la una es activa, la otra pasiva. Activa es lo que el alma puede hacer y hace de su parte para entrar en ella, de lo cual trataremos en los avisos siguientes. Pasiva es en el que el alma no hace nada, sino que Dios lo obra en ella, y ella se hace como paciente”.
Santo Tomás admite una discriminación de la misma especie entre las técnicas del éxtasis: “Hay efectos que la gracia en los que nuestra alma es movida y no se mueve y en que sólo Dios la mueve; entonces la operación es atribuida y, en este caso, la gracia es llamada operante mientras que, cuando nuestra alma es movida y se mueve a su vez, la operación es atribuida no solamente a Dios, sino también al alma, y la gracia se llama cooperante”.
Los místicos occidentales y los místicos orientales conocen igualmente estas dos vías que la inconsciencia total y la conciencia pura abren al que busca, pero, mientras los místicos metódicos del éxtasis, se entregan más gustosos a las prácticas que los conducen a una conciencia más y más aguda, parece que los místicos occidentales, que crean para sí mismos las reglas de la oración, de preferencia se dejan arrastrar dentro de las vías del método pasivo. De ello resulta, en los primeros, una tendencia a formular, al salir del éxtasis, preceptos de sentido múltiple y superpuesto, cuya concentración es la marca de la atención monstruosa que originó su nacimiento, mientras que, los segundos, en los estados en que la palabra les es todavía posible, presentan verdaderos casos de automatismo en sus discursos.
“Santa Magdalena de Pazzi se expresaba a veces con volubilidad tal que se necesitaban seis secretarios para poder recoger sus palabras” (Vida de Santa Magdalena de Pazzi, por el P. Cepan. Capítulo VII).
Y más aún:
“Era cosa de maravilla ver a Jean de Saint-Samson dictar sus tratados con tal presteza, sin reflexión alguna, que todos sus escribientes se fatigaban, pues era necesaria una vivísima atención para retener lo que decía y tener la mano rápida a fin de poder seguirlo… Y también es cosa admirable que cuando no se retenía bien lo que había dicho anteriormente y se tenía que hacerle repetir, con reflexión de su parte, he notado esto varias veces, no podía acordarse de lo que había dicho la primera vez y no lo decía en tan buenos términos, signo evidente de que el espíritu de Dios actuaba en él y que él no reflexionaba. Y me ha dicho varias veces, después de haber escrito los tratados, que seguramente no sabía lo que había dictado sino después de haber escuchado su lectura” (Vida del venerable Hermano Jean de Saint-Samson por el R.P. Sernin Maarie de Saint-André, carmelita descalzo. París, 1881).
No podemos menos de recordar, ante estos ejemplos, las recomendaciones de André Breton sobre la conducta que debe seguirse para escribir un poema: “Colocarse en el estado más pasivo o receptivo posible… Escribir rápidamente, sin tema preconcebido; bastante rápidamente para no retener y no caer en la tentación de releerse… Continuar tanto como plazca. Fiarse al carácter inextinguible del murmullo” (Manifieste du Surréalisme).
El surrealismo no ha hecho, desde luego, sino sistematizar una de las formas más corrientes de la inspiración. Sin que me sea necesario pedir ejemplos a sus adeptos declarados, la actividad poética de todos los tiempos y de todos los lugares nos los ofrece innumerables. William Blake, escribe Pierre Berger, “declaró siempre que sus libros le eran dictados por los espíritus, que él no hacía más que repetir sus palabras y que escribía para ellos. Lo despertaban en la noche; se levantaba y escribía, a veces horas seguidas, sin que jamás se hubiera creído con derecho de cambiar nada de lo que había escuchado…”
Oigamos aún lo que nos dicen del método de composición empleado por Rainer María Rilke: “Rilke quizás no ha escrito nunca sin inspiración o necesidad interna. Pero, en ese caso, no podía contenerse y apenas sabía cómo las palabras de su pequeño carnet de bolsillo, que llevaba siempre consigo, habían podido nacer. A menudo me ha mostrado aquel carnet y cada vez me sorprendía ante las frases claramente trazadas y que no presentaban casi corrección alguna.
“Rilke me contaba más tarde cómo nacieron esas Elegías. No tenía la menor idea de lo que se preparaba dentro de él… Ante el acantilado de Duino se detuvo de pronto: era como si en el ruido de la tempestad una voz hubiera gritado: Wer, wenn ich…
“Escuchaba inmóvil: “¿Qué es?” dijo a media voz… “Qué es esto? ¿qué pasa?… Tomó el carnet de notas que llevaba siempre y escribió las palabras oídas, luego, inmediatamente después, algunos versos que se formaban por sí mismos… En la noche la elegía estaba terminada.
“Así fueron compuestas las primeras elegías. El conjunto de las elegías fue escrito en tres días, no podía ni dormir ni comer, pero sí escribir, escribir sin descanso. Su pluma podía apenas seguir…” (Souvernirs de la Princesse de Thurn et Taxis), rapportés par Jean de Nougayrol. N.R.F. 1er., mai, 1935.)
Los poetas que, inversamente, optaron por le método activo y persiguieron por medio del ejercicio de la atención el refuerzo de su centro de conciencia, elaboraron así una accesis de pensamiento muy cercana a aquella que los místicos de Oriente practican. Estos tratan, sobre todo, de hacer pasar bajo el control de la voluntad los movimientos reflejos de su organismo. Así su atención se fija esencialmente sobre el fenómeno de la respiración cuyo ritmo puede ser modificado por la voluntad, pero que, sin embargo, se producen fuera de ella y constituye de este modo una comarca mixta en la que lo voluntario y lo involuntario se enfrentan: “El discípulo se retira al bosque, al pie de un árbol, o a algún lugar solitario; se sienta cruzando las piernas, el busto erguido, concentrado y atento el espíritu. Con espíritu atento aspira, luego espira. Al inspirar largamente, tiene conciencia de ello, pensando: “He aspirado largamente” Lo mismo cuando sus aspiraciones son largas o cortas tienen siempre conciencia de ello” Esta práctica debe conducirlo a un ensachamiento de su conciencia que, poco a poco, alcanza las regiones de la vida elemental reduciendo su imperio. Según la frase de Novalis, se dispone a hacer pasar “lo involutario a lo voluntario.”
Sin duda, los poetas, que a su vez optaron por la conciencia pura, no tuvieron nunca la ocasión, ni el cuidado, de experimentar un método de atención tan riguroso, pero el afianzamiento de conciencia que perseguían no por ello se sitúa menos en la misma dirección de aquel que debe alcanzar el místico cuyos esfuerzos acabamos de entrever. Poco nos importa que los problemas de ajedrez, para Edgar Poe; los excitantes físicos de la atención, para Baudelaire; las matemáticas, para Valéry, no hayan sido sino métodos risibles en comparación con los recursos que el Yoga pone a disposición de sus adeptos. Retengamos solamente la identidad de su ambición, por lo menos en tanto que los místicos y los poetas no hacen sino enrolarse en la búsqueda apasionada de una absoluta conciencia y cuya obtención les parece deber resultar de un desarrollo indefinido de las potencias de la atención.
Del rápido examen que acabamos de efectuar de la primera fase de la experiencia mística y de la experiencia poética, resulta la certidumbre de que el estado de inspiración así como el de éxtasis son buscados y obtenidos por dos métodos en apariencia contradictorios, pero que concurren igualmente a la realización de la unidad espiritual. Mientras que el método activo eclipsa el centro de conciencia en provecho de regiones más oscuras pero que se revelan sin límites. Sumergidos en el Alma universal, como una chispa en una llama, el poeta y el místico pierden igualmente la noción de su personalidad.
Semejante abandono caracteriza la segunda fase de las experiencias que nos ocupan; se le encuentra tanto en la una como en la otra. El sentimiento tan acusado que el hombre tiene de su yo debe ceder a la realización de su total conciencia. Que suprima la oposición que el estado de vigilia mantiene entre el centro de conciencia y la región negativamente llama inconsciente, a fin de conquistar el imperio de su espíritu, o que obtenga esta conquista por la extensión indefinida de su centro de conciencia, el hombre debe de renunciar a la noción relativa de su yo, cuyos límites estallan, tanto en la proximidad de la inspiración como del éxtasis.
A este respecto los testimonios abundan del lado de los poetas y del lado de los místicos. El tema fundamental de la poesía romántica es la renunciación a la posesión de sí mismo, la transfiguración del hombre a impulsos de la inspiración, que siguiendo la misma expresión se describía implícitamente bajo los rasgos de un gran Angel hablando por boca del poeta y del que no se sabía si venía del cielo o del infierno. La personalidad del poeta estaba en vías de no tener ya más valor que el de un instrumento espiritual sobre el que vinieran a acordarse las fuerzas de un más allá impenetrable y tumultuoso. La disociación de esas potencias en provecho de una realidad exterior a la suya propia debía consumarse en los poetas que sucedieron a los románticos y encontrar su expresión doctrinal en la célebre: Carta del Vidente, de Arthur Rimbaud: “Nunca se ha juzgado bien el romanticismo. ¿Quién lo hubiera juzgado? ¡Los críticos! ¿Los románticos? que prueban tan bien que la canción es tan poco a menudo la obra, es decir, el pensamiento cantado y comprendido por el cantor.
“Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta clarín no es por su culpa. Esto me es evidente: asisto a la eclosión de mi pensamiento: lo miro, lo escucho; golpeo con el arco: la sinfonía se agita en las profundidades o aparece un salto en escena.
“Si los viejos imbéciles no hubieran encontrado la significación falsa del Yo, no tendríamos ahora que barrer millones de esqueletos que, desde tiempo inmemorial acumularon los productos de su inteligencia tuerta proclamándose sus autores!…”
Así, pues, lo que constituye la esencia misma del Yo no debe ser confundido con la personalidad transitoria y movible del individuo. El Yo superior, al que el poeta hace alusión, no se manifiesta sino por medio de bruscos relámpagos, en el momento en que el fenómeno de la inspiración hace estallar el círculo de la personalidad y obliga al hombre que lo sufre a reconocerse en todas las formas y en todos los seres del cosmos. En este instante la posibilidad de conocerse a sí mismo equivale para el hombre a conocer el mundo: realiza el famoso gnauti seaton de la antigua sabiduría. La pérdida consumada de su personalidad le permite conocer su Yo y éste se revela sin limitación.
Semejante experiencia fue llevada a cabo por William Blake, del que Pierre Berger nos dice que uno de los principales artículos de su dogma era el reconocimiento de la ilusión de la individualidad. Tennyson a su vez la conoció y trató de esbozar su descripción: “Jamás he tenido revelación por anestesia –escribe Tennyson - pero sí una especie de éxtasis en estado de vigilia –no encuentro otra expresión- a menudo se ha apoderado de mí cuando me encontraba solo, y esto debe mi infancia. Me repetía mi nombre interiormente; llegaba a una conciencia tan intensa de mi personalidad, que mi personalidad misma parecía desvanecerse en la infinidad del ser; no era un sentimiento confuso sino claro, indudable y sin embargo inefable; la muerte me parecía casi una imposibilidad, risible casi, pues la desaparición de mi personalidad, si puede llamársele así, no me parecía ser el aniquilamiento sino, más bien, la sola vida verdadera. Siento vergüenza de no poder describir mi estado de alma; pero, ¿no he dicho que era inexpresable?” (Citado por W. James, L´Expérience Religieuse.)
La noción de un Yo situado al interior de la personalidad interviene de manera turbadora en la extraña explicación que Rainer María Rilke se daba a sí mismo llegado a hacerse casi exterior a él, al extremo que rehusó, hasta su muerte, dejar imprimir, bajo su nombre, ciertos versos porque le habían sido enteramente dictados por un personaje sentado enfrente de él”.
Los poetas surrealistas tuvieron, a su vez, la ocasión de insistir –y esa insistencia caracteriza una de sus más fecundas contribuciones- sobre el carácter impersonal de la inspiración y la necesidad para el poeta de dejarse escribir sin intervenir en las palabras que vienen a la luz a través de él.
La alusión de Rimbaud a la Inteligencia universal, que él opone a la personalidad del poeta, en el texto de su carta del Vidente encuentra, sin duda, un eco en la exigencia de Lautréamont: “La Poesía debe ser hecha por todos. No por uno”. Pero su resonancia más profunda me parece encontrarse en la seguridad que se atreve a darnos Edgar Poea, al final de Eureka, de una identidad de esencia entre el corazón del hombre y el corazón de Dios. Vemos que después de haber supuesto, en el curso de esta obra, que los mundos surgieron de un centro inconocible, que él llama el corazón de la Divinidad, llega a pronunciar esta afirmación: “Y ahora, ¿cuál es ese corazón divino? Es nuestro propio corazón.”
Que la negación de la personalidad del hombre por el hombre pueda conducirlo a la conclusión de que su Yo verdadero se confunde con la divinidad misma, parece indicar que hay ahí algo más que una necesidad lógica: una verdad cuyos buscadores, que hemos observado, vivieron en su plenitud. Al menos esta afirmación, a la que los poetas se vieron conducidos en el curso de su experiencia, se vuelve a encontrar expresada con insistencia por los místicos. No es de dudar que la disolución de la personalidad en provecho de un Yo superior no se encuentre en el fenómeno de la inspiración así como en el del éxtasis. Veamos de qué manera Santa Teresa establece una distinción entre su personalidad en el estado de vigilia y el Yo que se expresa a través de ella en sus momentos de oración: “Y ansí me parece es grandísima ventaja, cuando lo escribo estar en ella, porque veo claro no soy yo quien lo dice, que ni lo ordeno con el entendimiento, ni sé después cómo lo acerté a decir: esto me acaece muchas veces. (Vida, cap. XIV.)
No nos interesa, aquí, detenernos en las justificaciones que los poetas y los místicos se imponen como tarea de añadir, bajo el imperio de sus prejuicios filosóficos o religiosos, al desvanecimiento, que comprueban, de su personalidad en provecho de un yo superior tan distinto de ésta que les parece exterior a ella, sino simplemente de corroborar tanto en los unos como en los otros, aquella necesidad que experimentan de sacrificar su existencia individual cuando llega la revelación.
A este respecto la siguiente invocación del místico musulmán Halladj testimonia la avidez de la propia pérdida que se apodera de su espíritu: “¿Te invocaría yo: “Eres Tú” si Tú no me hubieras llamado: “Soy Yo”? Entre y o y Tú se arrastra aún un “soy yo” que me atormenta; ¡ah, aleja con tu “soy Yo” mi “Soy yo” de entre nosotros dos!
“¿El camino que conduce a Dios? No existe camino sino entre dos, mientras que aquí, en Mí, ya no hay nadie.”
San Juan de la Cruz insiste varias veces en su obra sobre el intercambio que parece producirse entre la personalidad del hombre y la realidad de Dios afirmando que se produce entonces una unión tan íntima entre las dos naturalezas, tal comunión entre la naturaleza divina y la naturaleza humana, que cada una parece Dios, mucho más que, ni la una ni la otra, modifican su ser propio.
Un místico hindú como Vivekananda puede ir más lejos en el reconocimiento de la ruina de la personalidad en el momento del éxtasis, pues ningún dogma le prohibe establecer una relación de identidad entre la conciencia del hombre y la de la divinidad.
En el éxtasis “no existe ya sentimiento del yo y, sin embargo, el espíritu actúa liberado del deseo y de la impaciencia, sin objeto y sin cuerpo. Entonces la verdad resplandece y podemos conocernos tal como somos verdaderamente… Libres, inmortales, todopoderosos, liberados de lo finito, con sus contrastes de bien y de mal, idénticos al Atman o Alma universal.” (Vivekananda. Raja Yoa. Londres, 1896. Citado por W. James.)
Místicos y poetas, ya se entreguen al método activo o al método pasivo, concuerdan en reconocer el aspecto transitorio de su personalidad y en la consumación de su sacrificio en provecho de la realidad que persiguen. Que el yo se deje destruir o que se ensanche, al contrario, hasta el punto de no sufrir objeto que le escape, cada uno de esos movimientos lo conduce a la desaparición en tanto que entidad separada. El hombre oscila entre la Nada y el Todo que son los últimos velos de una fuerza por definición sin atributo.
En el momento en que poeta y místico se reúnen en aquel punto nulo en el que tanto la negación como la afirmación cesan de prevalecer, la antinomia de las realidades contrarias se borra del entendimiento. Al mismo tiempo que la máscara de su personalidad les es arrancada, las categorías relativas de Bien y de Mal cesan de oponerse y los experimentadores, cuyas gestiones hemos venido siguiendo, entran, por ese mismo hecho, en la tercera fase de su tentativa.
En el curso de sus reflexiones sobre la Vía Unitiva, San Juan de la Cruz decía que el estado de alma se asemeja entonces al estado de Adán cuando éste ignoraba en qué consistía el pecado: el alma no comprende el mal y no lo ve en nada. Si llega a escuchar cosas muy reprensibles, ve aun cometer faltas, no vislumbrará la malicia porque está liberada de la inclinación al mal, sin base ya para asentar un juicio. La sabiduría divina ha arrancado de raíz sus hábitos de imperfección y la ha libertado de la ignorancia que produce el pecado.
Este dejar atrás las categorías de Bien y de Mal por medio de la identificación de la personalidad con el Alma universal, alcanzada en un acto de amor, se encuentra en la base del mensaje poético de Arthur Rimbaud. Verlaine no dejó de insistir sobre la ambición que Rimbaud manifestaba a este respecto, cuando en el poema intitulado Crimen amoris le presta estas palabras:
Nous avons tous trop souffert, anges et hommes
De ce conflit entre le Pire et le Mieux.
Humilions, misérables que nous sommes,
Tous nos élans dans le plus simple des voeux.
Assez et trop de ces luttes trop égales!
Il va falloir que´enfin se rejoignent les
Sept Péchés aux Trois Vertus Théologales.
Assez et trop de ces combats durs e laids!
Et pour réponse à Jésus qui crut bien faire
En maintenant l´equilibre de ce duel,
Para mo l´enfer dont c´est ici le repaire
Se sacrifie á l´Amour universel!
Mientras que Rimbaud insiste en sus poemas en el deseo de ver “enterrar el árbol del Bien y del Mal”, Baudelaire se esfuerza, a lo largo de su obra, en hacer resaltar la belleza del Mal, por oposición a los postulados de la moral corriente: Algunos poetas ilustres se habían repartido de tiempo atrás las provincias más florecientes del dominio poético –escribe Baudelaire, en un proyecto del Prefacio-; me ha parecido conveniente y proporcionalmente agradable, dada la dificultad de la tarea, extraer la belleza del Mal. Nerval a su vez no deja de hacer notar el valor enteramente relativo de las categorías morales: “Sobre todo me gustaban los trajes y las costumbres extrañas de países lejanos; me parecía desplazar así las condiciones del bien y del mal” (Aurélia.) Finalmente me parece que debemos buscar en la negación voluntaria del Bien y del Mal el secreto de Lautréamont, cuando en Los Cantos de Maldoror celebra la grandeza de la blasfemia mientras edifica sus Poesías a la gloria del bien. Los poetas surrealistas que descienden de Lautreámont, conscientes del carácter provisorio de los valores éticos, pero arrastrados por su furia demoledora frente a la moral común, cometieron el error de limitarse a la exaltación del Mal. De suerte que su actitud parece originarse de un error de pensamiento que no sería, en suma, sino el reflejo inverso de aquel cuyos postulados tendieron a destruir.
La tercera fase de las experiencias poética y mística se nos manifiesta, pues, caracterizada, según la expresión de San Juan de la Cruz, por el hecho de que el alma no tiene ya base para asentar un juicio. Podemos aún citar a su propósito, y simplemente para subrayar el acuerdo de los místicos de todos los tiempos y de todos los cultos sobre este punto, algunas líneas de la Brhad Aranyaka Upanishad que celebran el desvanecimiento del bien y del mal en el momento en que el místico se identifica con el Alma universal: “Allá (en el Atman) el padre no es padre, la madre no es madre, los mundos no son mundos, los dioses no son dioses, los Vedas no son Vedas. Allá el ladrón no es ladrón, el abortador no es abortador… el asceta no es asceta: ni bien ni mal ligan a los actos; pues entonces él está por encima de todos los sufrimientos del corazón”.
Para el buscador los contrarios cesan de oponerse. Su integración recíproca ha sido reconocida y anotada por William James en el curso de las experiencias que tuvo ocasión de efectuar a propósito de los estados místicos y de las cuales se expresa del modo siguiente:
“Para volver a mis propias experiencias, me parece que todas ellas convergían en una especie de intuición a la que no me puedo impedir atribuir un alcance metafísico. Era siempre la síntesis armoniosa de los contrario, cuya oposición es la causa de todos nuestros males. No solamente veía en ellos dos especie extremas del mismo género, sino que una de las dos, la mejor, con el género absorbía la otra. Esta fórmula lógica es oscura sin duda, pero se impone a mí; tengo la íntima convicción que tiene un sentido no lejano del sentido de la filosofía hegeliana”. (La Experiencia Religiosa). Sin duda será necesario que la integración de los contrarios en el soberano Bien se encuentra desde luego como la base de las enseñanzas platónicas.
Hemos visto que los místicos y los poetas se encuentran sucesivamente a través de las fases de su experiencia: a la hora en que la inspiración o el éxtasis los arrebatan; en el momento en que el yo debe ceder ante la intervención de una realidad más vasta que se manifiesta a través de él y, finalmente, en el momento en que los valores morales se borran del entendimiento. Su acuerdo se prolonga aún en el momento en que abordan la fase final de su labor, aquella en que el reconocimiento de la vacuidad de su yo los lleva no distinguirse ya de la Unidad que han concebido y que, por el hecho mismo de que ninguna entidad puede permanecer fuera de ella para limitar su imperio, desaparece a su vez como valor positivo y de Todo que era se hace Nada. En este preciso momento los místicos, como los poetas, acceden a la realidad de la Noche.
Nos ha sido dado considerar, en capítulos anteriores, a Novalis, Nerval, Baudelaire, Poe y Mallarmé en su descubrimiento del imperio de tinieblas. Parece, leyendo a los místicos, que sus gestiones los hayan conducido a los bordes de la misma selva sin árboles cuya sombra cubrió los pasos de los poetas que hemos tomado como guías.
Saint Denys define la sabiduría secreta de Dios: un rayo de tinieblas. En el curso de Ornement des Noces Ruysbroeck asegura que la principal condición necesaria para la contemplación es la de perderse así mismo en una ausencia de modos y en una tiniebla en la que todos los espíritus contemplativos son devorados fructíferamente, incapaces para siempre de volver a encontrarse a sí mismos según el modo de la criatura. Pero, el acceso al conocimiento tenebroso no se encuentra explícitamente definido sino en la obra de San Juan de la Cruz: “… comenzando el camino de la virtud, y queriéndolas Nuestro Señor poner en esta noche oscura para que por ella pasen a la divina unión, ellas no pasan adelante”. (Subida del Monte Carmelo. Prólogo.) Y sin duda el apego a los valores morales, el conocimiento discursivo, la armonía interior no tienen relación con el sacrificio del ser que la implacable realidad de la Noche exige que se le rinda. Se trata, pues, para el espíritu, no de exaltar sus fuerzas, sino, por el contrario, de sufrir “la terrible purificación tenebrosa”. La noche del espíritu debe ir emparejada con la Noche de los sentidos y estas dos Noches conducen entonces a la Noche de Dios. Esta última se define como una Noche resplandeciente, una Noche blanca, puesto que realiza la integración de los contrarios. La destrucción del espíritu que debe dejar el lugar a la afluencia de las tinieblas queda analizada también con cruel paciencia: Toda actividad del alma debe quedar suspendida; lo que es necesario es que ella (el alma) tenga el espíritu libre, aniquilado a propósito de lo creado. Es necesario que el Alma se mantenga vacía, completamente desprendida de lo creado, en pura pobreza espiritual. Mientras se comprende distintamente, el progreso es imposible. (San Juan de la Cruz.)
La tensión de un discurso que se propone circunscribir una entidad sin frontera, expresar un objeto esencialmente situado más allá de la palabra, concluye finalmente en esas afirmaciones negativas cuya aparición es el signo de su empeño de expresión de una realidad a cuya cercanía tanto las palabras como el pensamiento se destruyen: Abandonar esos modos de saber y pasar al no saber , esto es lo que se debe practicar. En este camino no seguir ya su camino es penetrar en la verdadera vía. (San Juan de la Cruz.)
Tal revolverse del espíritu contra sus propias potencias se encuentra en los textos místicos que produjeron las épocas y las regiones más diversas: “La vía que es la vía no es la vía. El nombre que puede ser pronunciado no es el nombre.” (Lao Tsé) En el momento en que el discurso se hace inverso y se refugia en el no-discurso se presiente lo absoluto: “Es aquel que no se puede designar sino por No, no. Es inasible. No se le puede dividir. No tiene apego ni bienes.” (Brihadarnyaka Upanishad.)
Para los místicos de la India, como para San Juan de la Cruz, el acceso a las tinieblas se confunde con la contemplación de la realidad absoluta. El sol, punto central del cosmos, en analogía con el centro de conciencia del hombre, no es sino el velo último de la secreta y verdadera potencia que se esconde detrás de su esplendor: el disco solar no es sino la máscara de la Noche.
“La faz de la Verdad está cubierta por un disco de oro. Oh sol, alimentador del mundo, levanta ese velo a fin de que yo, que guardo la ley de la verdad, pueda ver su rostro!
“¡Oh Sol, en todo presente, único vidente y ordenador, hijo del Señor de la Creación, aparta tus rayos, retén tu luz! ¡Haz que pueda contemplar tu forma, la más bella entre todas!”
“¡Ese ser divino que está en ti soy yo mismo!”
Místicos y poetas no solamente tienen ocasión de encontrar la última fase de su experiencia un modo común de conocimiento: el del conocimiento tenebroso, sino que se vuelven a reunir en la textura de las aproximaciones que de él tratan de darnos. Hemos escuchado a Nerval, a través de las páginas de Aurélia, insistir sobre el país sin sol que descubre a medida que la Noche lo acoge: “Todos sabemos –escribe Nerval - que en los sueños no se ve jamás un sol, aunque a menudo se tenga la percepción de una claridad mucho más viva. Los objetos y los cuerpos son luminosos por sí mismos.” También hemos seguido la descripción que Baudelaire nos dio en Rève Parisien de ese país de donde los astros y el sol han sido desterrados:
Nul astre d´ailleurs nuls vestiges
De soleil, même au bas du ciel,
Pour illuminer ces prodiges
Qui brillaient d´un feu personnel.
Una mística, Marie de Valence, en el transcurso de sus éxtasis descubre la luz sin sol esforzándose en hacer pasar con sus palabras un reflejo de ella: “Lo que veía era una cosa sin forma y sin figura y, sin embargo, era infinitamente bella y agradable de ver. Era una cosa que no tenía color y, a pesar de ello, tenía la gracia de todos los colores. Lo que veía no era una luz semejante a la luz del día y, sí, es cierto, aquello esparcía una claridad admirable y de ahí provenía toda la luz corporal y espiritual.”
De esta luz sin sol, Santa Teresa de Avila tuvo igualmente experiencia y trató de hacernos presentir su grandeza:
“No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista, y no la cansa ni la claridad que se ve, para ver esta hermosura tan divina. Es una luz tan diferente de la de acá, que parece una cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella claridad y luz, que se representa a la vista, que no se querría abrir los ojos después.
“Es como ver una agua muy clara, que corre sobre cristal, y que reverbera en ella el sol, a una muy turbia y con gran nublado, y que corre por encima de la tierra. No porque se le representa sol, ni la luz es como la del sol; parece en fin luz natural, y esta otra cosa artificial. Es luz que no tiene noche, sino que como siempre es luz, no la turba nada. En fin es de suerte, que por grande entendimiento que una persona tuviese, en todos los días de su vida podría imaginar cómo es…” (Vida. Cap. XXVIII.)
Así pues, los místicos y los poetas, empleando el método activo o el método pasivo con el fin de conquistar la plenitud de su espíritu, llegan progresivamente a la negación de su yo, a la negación de los valores éticos y acceden a una realidad tenebrosa en cuyo seno la noche y la luz cesan de oponerse.
Sin embargo, tan numerosos acuerdos y encuentros deben ceder ante la diferencia única, pero fundamental, que separa la experiencia poética de la experiencia mística: Mientras que el poeta se encamina hacia la Palabra, el místico tiende al Silencio. El poeta se identifica con las fuerzas del universo manifestado, mientras que el místicos las atraviesa, y trata de alcanzar, detrás de ellas, la potencia inmóvil y sin límite de lo absoluto.
Tal es por lo menos la conducta del poeta mientras no se desvíe del fin que originalmente se ha propuesto: prolongar el universo por el desencadenamiento de las fuerzas creadoras del lenguaje, trayéndole la conciencia de su unidad. Debe ante todo aspirar las fuerzas que constituyen el mundo, antes de espirarlas más armoniosas. Después que el poeta ha verificado que su emoción verdadera no es lo que lo distingue de los otros hombres, pero que un Alma gigantesca, aquella de la que el mundo ha surgido, es, a la vez, la suya y la del universo, llega a hacerse, en potencia, amo de este último y puede actuar sobre su orden. Ladrón de fuego, se debe a sí mismo el realizar su labor de demiurgo. La palabra le es impuesta. Desviarse de ella equivale para el poeta a renegar de la poesía.
Muy al contrario, el místico se esfuerza en dejar atrás las obras divinas para acceder a su fuente original. Su reino no es de este mundo. Que el universo sea considerado como un defecto dentro de lo absoluto, una limitación voluntaria de sus potencias, o un espejismo sin realidad que en nada podría mancharlo, el místico no se detiene en sus prestigiosas apariencias. Si reconoce la vanidad de su propio yo, la de las categorías de bien y de mal, no es sino como una consecuencia del reconocimiento efectuado por él de la irrealidad del mundo de cuya naturaleza participa. De toda la fuerza de su voluntad y de su amor tiende hacia una realidad que no tolera existencia alguna fuera de la suya y d ela que no se puede decir nada sino que es inexpresable. El silencio se hace signo de su acceso al fin que se ha propuesto. Usar palabras a propósito de la revelación viene a ser para el místico traicionarla.
Las fases de la experiencia poética y las de la experiencia mística se desenvuelven paralelamente hasta su cumplimiento, en el que de pronto se separan de todo el abismo que no cesa de oponer el movimiento al reposo, la palabra al silencio.
¿Es posible emitir un juicio de valor sobre la cualidad de estas dos experiencias? Semejante juicio supone la comparación de las realidades relativas frente a lo inconocible absoluto. Sin duda las fuerzas creadoras exaltadas por el poeta en el sentido de una conciencia más perfecta de su unidad están, por su aproximación progresivamente violenta de lo absoluto, en vías de rectificar la fallar armónica que las separa. Pero el mundo de la manifestación del que son soporte, extrae una verdadera grandeza del hecho de que puede, desvaneciéndose, dejar aparecer la realidad pura. La frase con que Mallarmé precede el cuento de Igitur está, en lo que a esto se refiere, llena de sentido: “El mismo, al fin, cuando los ruidos hayan desaparecido, sacará una prueba de algo grande (¿ningún astro? ¿el azar anulado?) del simple hecho que puede provocar la sombra soplando sobre la llama”.
Si todo el valor de la luz está en poder ser apagada en provecho de la oscuridad, no es dudoso que la experiencia cuyas vías abren directamente en plena noche prevalezca sobre aquella cuyo movimiento desde su principio se desvía de ella. La superioridad de la experiencia mística sobre la experiencia poética no puede desde luego ser concebida, si se admite que los poetas fueron cautivados por el sentido de la Noche cesaron de ser poetas. Es evidente que desde ese momento presentaron el signo característico del estado místico que es la suspensión de las potencias. El brusco silencio de Racine o del de Rimbaud, la imposibilidad de expresarse, que fue todo el tormento de Mallarmé, y hasta la angustia de lo indecible manifestada por Baudelaire, son en cierto modo el estigma del estado al que accedieron.
Por otra parte, que numerosos místicos hayan tratado, por el contrario, de violentar las palabras para traducir sus iluminaciones, hace pensar que en la medida en que lo lograron hicieron acto de poetas. Un intercambio perpetuo no ha cesado nunca de establecerse entre estas dos familias de espíritus que quizás no formaban sino una familia en tiempos ya abolidos. Parece que sus comarcas espirituales están demasiado cercanas para que en todo momento no tiendan a unirse.
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