sábado, 21 de junio de 2008

J.G. BALLLARD: ENTREVISTAS



Londres.- Ballard no es un especialista en terrorismo, pero bien podría serlo: "Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria. Un aburrimiento feroz dominaba el mundo, por primera vez en la historia de la humanidad, interrumpido por actos de violencia sin sentido. El avión volaba sobre Twickenham con el tren de aterrizaje bajo, seguro de que lo esperaba tierra firme en Heathrow. Imaginé que una bomba estallaba en el compartimiento de carga, esparciendo las chamuscadas conferencias acerca de la psicología del nuevo siglo sobre los tejados del oeste de Londres. Los fragmentos cubrirían como lluvia inocentes videoclubes y tiendas de comida china para llevar, antes de ser leídos por amas de casa aturdidas, la flor marchita de la era de la desinformación" (Milenio Negro, 2004).
No es locura, no es cinismo, no es política y no es racionalidad. No es nada de eso, pero tampoco deja de serlo. La nueva etapa de violencia y terrorismo que se viene proyectando en las pantallas de televisión del mundo desde el 11 de septiembre del 2001 requiere nuevos niveles de análisis, nuevos elementos de disección que ayuden a entender el fenómeno. Esta violencia carente de interlocutores, de objetivos precisos, estas fantásticas puestas en escena, esos fríos apelativos de los ataques semejantes a marcas de motores o armas automáticas: el 11-S, el 11-M, ahora quizás el 7/7, hacen que morir hoy día sea algo, aparentemente, más azaroso, libre de significado o causa.

Una aproximación más acertada a estos productos derivados de la globalización la puede dar uno de los más polémicos y aclamados escritores británicos como es J.G. Ballard. Autor de Crash, El Imperio del Sol y Noches de cocaína, entre otras novelas, cuentos y ensayos, es ante todo un escultor fino de ese pensamiento paranoico y esquizofrénico que hay en cada uno de nosotros.

Nacido en Shangai en 1930 en una familia de comerciantes ingleses, James Graham Ballard pasó parte de su infancia en un campo de prisioneros luego de que su familia fuera detenida por los japoneses tras el ataque a Pearl Harbour. Sus experiencias de niño en la guerra las narró en su premiada novela autobiográfica El Imperio del Sol, llevada al cine por Steven Spielberg. De regreso a Gran Bretaña, y después de estudiar medicina, se dedicó a describir un mundo donde la perversión se hace placer, la inhumanidad contemporánea se filtra a través del inconsciente y las obsesiones y la soledad se transforman en móviles de sus personajes. Una variante seguramente de la cual nadie está exento en el quinto año del siglo XXI.

Autor de culto entre críticos y lectores, él mismo definió los paisajes de sus libros como "naturalezas muertas creadas por un equipo de demolición". Desde siempre su mirada ha sido apocalíptica y premonitoria. Si desde los años 60 Ballard creyó escribir sobre el futuro, en los últimos años sus novelas se han ido transformando en inquietantes y aterradoras descripciones de algo que se asemeja mucho más a la realidad.

"El mundo empezaba a florecer en heridas (...) Estas cópulas de genitales desgarrados y partes de automóviles componían una serie de módulos perturbadores, las unidades de la nueva moneda del dolor y el deseo" (Crash, 1979).

En Crash, una suerte de sinfonía de esperma y líquido refrigerante que fue llevada al cine por David Cronenberg, el protagonista está obsesionado con la idea de estrellar su auto contra el de Elizabeth Taylor, sueña con el momento del choque y con inseminar el útero de la actriz entre los metales retorcidos y calientes del automóvil. La exhibición de atrocidades (1971), prohibida por su capítulo-cuento "Por qué quiero cogerme a Ronald Reagan", aborda las posibles consecuencias mentales de la publicidad, las imágenes de torturas y los medios. En esa novela también queda por primera vezsarcásticamente demostrado el motivo del asesinato de Kennedy (el asesinato de J.F.K considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo es un contrapunto tan esclarecedor como La Crucifixión de Cristo como una carrera de bicicletas cuesta arriba de Alfred Jarry). En Noches de cocaína, la violencia, las drogas y la prostitución son el aliciente que necesitan los dormidos resorts de la Costa Azul española para volver a despertarse de un millonario y aburrido letargo.

Si hace veinte años estas temáticas podrían haber sonado muy atípicas, hoy se lee casi con naturalidad por entre el humo del metro de Londres, los rieles de los trenes madrileños o cualquier hierro torcido del World Trade Center. Y si de premoniciones se trata, ahí están los ecos de bombas en su reciente novela Milenio Negro.

Como dijo Joseph Conrad, otro eterno extranjero en suelo inglés, otro nihilista y creyente también de la secta de la confabulación y la paranoia: "El crimen es una condición necesaria de la existencia organizada. La sociedad es esencialmente criminal". Sin duda alguna, Ballard comulga el mismo pensamiento, pero llevaría este razonamiento un poco más lejos, y mucho más adentro, de este nuevo "corazón de las tinieblas" del siglo XXI.

Ahora, por primera vez, J.G. Ballard brinda su mirada ácida, polémica y profunda de estos nuevos ataques terroristas.




-Muchas de sus descripciones parecen contar la historia de los últimos estertores del capitalismo y de una sociedad alienada que sobrevive en un sistema que a pesar de la decadencia se adapta, es flexible y sobrevive. ¿Alguna vez imaginó que la realidad llegaría a acercarse tanto a sus fantasías?

-Hoy vivimos en una profunda crisis que no es económica, como la mayoría podría pensar. Como yo lo veo, el problema está en la psicología de la gran masa. El capitalismo tiene muchos recursos y es elástico, puede amoldarse a las circunstancias con admirable resistencia. Pero, ¿tenemos los seres humanos los mismos recursos? ¿Somos tan resistentes como el sistema? Yo creo que no, de ninguna manera. La gente en los países de Occidente, sobre todo en los más ricos, ha perdido la dirección, el sentido de la vida. Los políticos han perdido su autoridad. Aquí en Gran Bretaña, por ejemplo, la monarquía está exhausta y ya no tiene magia, las iglesias están vacías. ¿En qué puede creer la gente hoy? En el consumismo, eso es todo lo que nos queda. Comprar, comprar, comprar, pero nos sentimos vacíos. Necesitamos creer en algo y el peligro está en que comenzaremos a comportarnos como niños malcriados y aburridos, de manera destructiva, explotando nuestras propias psicopatologías con actos violentos y sin significado. Mire, por ejemplo, a cualquier banda de jóvenes aburridos, peleando, provocando, rompiendo vidrios.

-¿Cómo interpreta estos últimos actos terroristas? ¿Es el cierre o el comienzo de una nueva etapa?

-Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un acto regido por la locura. Ese día presenciamos un momento apocalíptico, fuimos testigos de una breve visión de un posible futuro. La locura nos está esperando a la vuelta de la esquina, a menos que seamos cuidadosos. Aquel día fue el comienzo de la Tercera Guerra Mundial, una guerra que se está dando entre la razón por una parte y la locura por otra. Y es una pena, pero los estadounidenses han aprendido muy poco de 9/11. La guerra en Irak es un error gigantesco y va a desestabilizar Medio Oriente por décadas. Los últimos atentados en Londres fueron una tragedia terrible para todos los que estamos envueltos, y la gente en esta ciudad sigue increíblemente pasiva, como aceptando que habrá futuros ataques, como si estas bombas fueran parte del mundo urbano post 2000. Esta pasividad es muy peligrosa, es la emergencia del fatalismo. Este fenómeno quizá se deba a que loslondinenses saben que estos ataques son un sin sentido. Y es que vivimos en la era de eventos sin sentido. Gente desquiciada abre fuego y dispara al azar en un supermercado y ¿qué hacemos? Limpiamos la sangre de los muertos y seguimos comprando. Esta es una respuesta muy peligrosa.

-El terrorismo anterior al 11-S parecía tener un rostro claro, se buscaba forzar cierto tipo de negociación dentro de una lógica política clara. ¿Cuál cree usted que son los móviles detrás de los últimos atentados?

-A diferencia del IRA, estos terroristas no tienen objetivos políticos específicos. Ellos se oponen a la dominación americana en Medio Oriente, a la guerra de Irak, al apoyo de Estados Unidos a Israel. Pero los británicos jugamos un papel muy pequeño en todo eso. Pienso que las bombas en esta ciudad reflejan la profunda desesperación que corroe al mundo musulmán. Quizá quienes dirigen estos ataques saben inconscientemente que el Islam es una religión que está muriendo y que está perdiendo la batalla contra el mundo moderno. Los ataques suicidas son casi siempre un signo de desesperación ante la derrota inminente. Los pilotos kamikazes japoneses sabían que Japón había perdido la guerra. Los atacantes suicidas palestinos saben que no pueden derrotar a Israel. Los chechenios no pueden derrotar a Rusia. El Islam no puede derrotar a las fuerzas de la modernidad.

-¿Cómo se imagina la psicología de estos terroristas?

-En este sentido el aspecto relacionado con el show y los medios de comunicación no debe ignorarse. La noción de los 15 milisegundos de fama puede atraer a estos jóvenes. Muchos de ellos no tienen un centro en sus vidas, a diferencia de sus padres que han sido trabajadores esforzados. Estos terroristas han estado atrapados entre la sociedad de consumo, que es todo lo que conocen, y la tradición del Islam, que sólo tiene sentido en sociedades más primitivas. Volarse en pedazos con una bomba y matar a muchos inocentes en ese proceso es su manera de ser modernos.

-En su novela Noches de cocaína encontramos un concepto de la violencia, la prostitución y la drogadicción como herramientas para despertar a la sociedad, para devolverle algo de tensión y mantenerla activa. ¿Pueden interpretarse estos últimos actos terroristas como algo parecido a lo que ocurre en su novela?

-La violencia política energiza a las sociedades, pero es un precio terrible el que se paga con ella. El multiculturalismo ha sido algo de moda en el Reino Unido por muchos años y puede ser que se trate de un error muy serio. Y me refiero a una gran comunidad inmigrante cuyos modos de vida no han cambiado desde la Edad Media y que por eso se aísla. Muchos de estos grupos no están haciendo ningún intento de integrarse a la sociedad que los acoge y eso es un peligro muy grande. El gran éxito de Estados Unidos como un país de inmigrantes ha sido posible porque la sociedad norteamericana impone una monocultura, una manera de ser uniforme a todos quienes la componen, vengan de donde vengan. Para tener éxito en Norteamérica, se necesita primero ser norteamericano, compartir los valores del país y ser parte de la cultura del entretenimiento que los caracteriza. Pero las comunidades asiáticas en Gran Bretaña no hacen ningún intento de asimilarse. Eso debe cambiar.

-En relación a esto y considerando el desarrollo de los poderes políticos y económicos que rigen el mundo y cómo se relacionan con los sectores menos poderosos, como América latina o Medio Oriente, ¿le parece que existe todavía una relación cercana entre política, pornografía y consumismo? ¿Es esa relación la misma que usted recrea en sus novelas o ha cambiado con los años?

-El consumismo es la cultura dominante de nuestro tiempo y absorberá cualquier área de la vida que quiera desarrollarse en cualquier parte del mundo. Esto incluye a la pornografía, ciertamente omnipresente, y luego a la religión y la política. Mi última novela, Milenio Negro, trata el temade la revolución de la clase media que se siente explotada y convertida en un nuevo proletariado, con un sistema educacional secretamente diseñado para mantenerlos pasivos. He leído, por ejemplo, que la clase media en Argentina se siente perseguida de esta misma manera y ha reaccionado a esa persecución y explotación.

-En sus novelas hay una línea muy difusa entre la vida pública y privada de los individuos, entre las acciones represivas de los estados y las libertades de los ciudadanos. ¿Estamos retrocediendo a una suerte de medievalismo con fronteras muy definidas entre amos y subordinados?

-Sí, absolutamente. Hoy es cada vez más difícil saber dónde situarnos, cuánta libertad tenemos realmente, cuánto de lo que hacemos y pensamos es nuestra voluntad y hasta qué punto estamos siendo manipulados como marionetas. Vale preguntarse, ¿es que acaso nuestra cultura del entretenimiento está diseñada para castrarnos, para negar nuestra voluntad? ¿Hasta qué punto la realidad se nos entrega re-definida, recreada para que la consumamos? ¿Hay una diferencia significativa entre la verdad y la mentira? ¿No es mejor, más cuerdo, asumir que el mundo a nuestro alrededor está desquiciado?

-Para terminar, ¿cuál es el rol de los estados, qué papel juega el primer ministro Tony Blair en esta tragedia?

-Blair es un actor, como lo fue antes Reagan. El primer ministro miente y cree en sus propias mentiras como si fueran palabras que lee en un libreto y que después actúa. Quizá sean sólo actores los únicos capaces de liderar las sociedades modernas, aunque aún tengo la esperanza de que no sea así.

El futuro es psicópata

-Tal parece, por los personajes desquiciados de sus novelas, que es usted un experto en locura, en esquizofrenia. ¿No cree que con la llegada del nuevo milenio y la fantasía del Y2K la esquizofrenia podría considerarse la ideología que comanda el capitalismo?

-El capitalismo ya está llegando a su límite. Uno no puede manejar dos automóviles al mismo tiempo, ver tres programas de televisión simultáneamente, comer 50 Big Mac cada día. El capitalismo necesita diversificarse y en ese camino existe el peligro de que tome el camino hacia la psicopatología.

-¿Ha pensado alguna vez escribir acerca de psicoanálisis o es que teme que sus personajes no resistan ese tipo de análisis?

-Mis personajes tienden a habitar espacios psicológicos. Son durmientes que inventan extraños sueños con la esperanza de despertarse a sí mismos. La naturaleza ha diseñado brillantemente nuestros cerebros para que puedan lidiar con ambientes hostiles y peligrosos, salvajes. Esto es totalmente diferente al mundo que habitamos hoy. Es un milagro que podamos sobrevivir 24 horas. Entonces el capitalismo y la cultura del entretenimiento nos mantienen bajo control. Los seres humanos somos extremadamente peligrosos, estamos obsesionados con el dolor y la muerte (parte de nuestra herencia evolutiva) y tendemos a movernos hacia sueños imposibles.

-Borges dice que una de las virtudes del Corán es que uno nunca ve los camellos. Sus textos parecen utilizar una técnica similar. Los lectores nunca sabemos del todo qué está ocurriendo. Estamos siempre en el borde, en el límite de algo latente, presente, pero que en última instancia no podemos ver. ¿Es esa realmente su intención?

-No estoy seguro de que sea una descripción justa. En mi ficción trato de alcanzar la verdad inconsciente que yace bajo la superficie de la mente despierta. Nuestra visión del mundo es una ilusión creada por nuestros cerebros, que ha permitido a nuestros ancestros sobrevivir día a día. Nuestro sentido del tiempo, nuestra idea de quiénes somos, hasta la inconciencia misma, es todo una ilusión. Pero ¿es incluso nuestra la idea de la verdad una ilusión? La poesía, la ficción imaginativa, el surrealismo nos da una luz más certera de lo que puede ser un mundo más real.

El cine y la literatura

-¿Cómo ha recibido la aclamación de la crítica internacional, el éxito de sus libros: El Imperio del Sol, llevado al cine por Steven Spielberg, y Crash, dirigida por David Cronenberg?

-Uno de los héroes de Stendhal se encuentra a sí mismo vagando completamente perdido en medio de un espacio ruidoso y lleno de humo. Más tarde alguien le dice que está en la batalla de Waterloo. No hay duda de que el cine es el medio que predomina en nuestro tiempo y tener una novela adaptada al cine, especialmente con directores como Spielberg o Cronenberg, me ha acercado a un gigantesco número de lectores nuevos. Pero la emoción y la moda pasan, como las olas que se arrastran hasta la playa y se retiran. Entonces uno vuelve a la orilla a construir su castillo de arena otra vez.

"No podemos ser objetivos"

-En sus libros, el lector toma el punto de vista del narrador. Es como estar observando lo que sucede desde la cabeza del escritor. En Crash y otras novelas, Ballard es un personaje más. ¿Es posible para un escritor, en algún momento, escribir desde fuera de sí mismo, de sus creencias, su biografía?

-Difícil y, probablemente, innecesario. No podemos ser objetivos. Todo es personal. Aun las grandes religiones brillan a través de las personalidades obsesivas de sus fundadores. Vivimos hoy en un paisaje creado por los medios de comunicación donde nada es mentira y nada es verdad. Esos medios crean nuestras obsesiones personales, la manera en que el mundo se presenta ante nuestros ojos, cómo llega a nuestro cerebro y es lo único que tenemos.

Pinochet y Thatcher

-¿El atentado contra las Torres Gemelas ha hecho olvidar el 11 de septiembre chileno?

-Pinochet fue muy popular con Margaret Thatcher, pero la mayoría de los británicos se ponen nerviosos frente a un dictador militar como Pinochet, especialmente si lanza a sus prisioneros desde helicópteros.




J. G. Ballard: "La clase media está empezando a formar el nuevo proletariado"


En esta entrevista realizada por La Vanguardia para Clarín.com, el escritor británico habla sobre su última obra, Milenio negro, de editorial Minotauro. El derrumbe de la clase media en Europa, los miedos y el consumismo fueron algunos de los picos en esta charla con el autor de Crash y El imperio del sol.

(La Vanguardia para Clarín.com) —En Milenio negro asistimos a una revolución violenta protagonizada por la clase media, con un brutal atentado en el aeropuerto de Heathrow para empezar. Ésa es una hipótesis extraña. Normalmente, se cree que la revolución es algo propio del proletariado o de las clases bajas...

—Efectivamente, la gente suele pensar en las clases trabajadoras cuando oyen el término revolución. En la novela, señalo que la clase media está empezando a formar el nuevo proletariado. En el pasado, la clase media disfrutaba de un salario bastante más alto que el de la clase trabajadora, gozaba de un estatus social, y de una educación y formación que le garantizaban una seguridad laboral para toda su vida. Todo eso se ha derrumbado.

—¿La clase media se derrumba?

—Hoy, sus salarios son a menudo más bajos que los de los trabajadores industriales. Los maestros, las enfermeras, los funcionarios... ganan menos que los mineros del carbón, los trabajadores de la construcción, los fontaneros o los electricistas. Y no gozan de ningún estatus o reconocimiento, tal vez alguno muy reducido en ciertos casos, y mucho menos de seguridad laboral. Pueden perder sus trabajos a los 50 años y verse obligados a jubilarse a esa edad, justo lo que les sucedía a los obreros de antaño. La idea, pues, me vino observando la posición cambiante de la clase media en los últimos treinta años, el crecimiento de su rabia y su sentimiento de derrota.

—¿Cuál ha sido la influencia de los hechos del 11-S en este libro?

—El 11-S introdujo el miedo en nuestra vida cotidiana por primera vez desde la crisis de los misiles cubanos y la amenaza de guerra nuclear en los sesenta. Parte del miedo procede del hecho de que el ataque al World Trade Center no parece ser nada más que un acto de locura. Ha provocado que Occidente sea hostil al mundo musulmán, ha justificado la invasión de Irak y ha ayudado a reelegir a un presidente de los Estados Unidos que se sitúa en la franja más derechista posible. Como dice uno de los personajes de la novela, el sinsentido de los actos de violencia nos causa un terror especial.

—Habla usted de miedo. ¿Tiene J.G. Ballard miedo de alguna cosa?

—No solamente yo, todos vivimos un nuevo clima de miedo. Afecta a la totalidad de nuestras vidas, convierte los viajes en algo más dificultoso, nos hace sospechar de nuestros vecinos, nos anima a recogernos en el interior de nuestras casas, nos convierte en obsesos de la seguridad. Eso no es una buena atmósfera social. Nos sobrevuelan negros nubarrones de pesimismo.

—En este libro cobra gran fuerza su visión crítica de nuestra vida cotidiana. ¿Era ésa su intención?

—Vivimos tiempos peligrosos. La racionalidad y los argumentos no son dominantes en la mayor parte del mundo. El mundo musulmán odia a Occidente, no confiamos en la mayoría de nuestros políticos, que acuden a los llamamientos emocionales y a las mentiras para ganarse al electorado (como Bush y Blair), los partidos de ultraderecha están conquistando terrenos electorales importantes y la superpotencia norteamericana puede fácilmente desestabilizar todo el planeta. A todo ello se añade que la gente siente que los gobiernos de sus países ya no tienen el pleno control de sus economías nacionales. Las empresas multinacionales y el sistema bancario mundial son los que llevan las riendas, y sólo se rinden cuentas a ellos mismos.

—¿Podría comparar los tres volúmenes de su trilogía?

—Los tres libros tienen que ver con la psicopatología de nuestra vida de cada día, con la manera en que la razón ya no domina los asuntos humanos, y con los sistemas desarreglados de pensamiento por los que nos regimos. Las llamadas a la religión y la superstición (como en Estados Unidos) dominan las decisiones sobre el aborto y la pena de muerte, y son utilizadas para justificar la guerra. Quizá nos estamos moviendo hacia una era de locura total, donde el crimen puede ser usado para dar energía a una sociedad (Noches de cocaína),donde la violencia es un estímulo a la creatividad empresarial (Super Cannes),o donde la locura solitaria tiene un sentido (Milenio negro).El escritor es un arquitecto de sueños, en ocasiones pesadillas, y el terrorismo es hoy la mayor de las pesadillas, que puede ser utilizada por los gobiernos para justificar cualquier tipo de acción. Lamentablemente, los terroristas saben eso y lo explotan.

—¿Cómo ha evolucionado su estilo desde sus libros iniciales?

—No soy consciente de mi propio estilo, así que permito a los demás que hablen libremente de él.

—Un tema de la novela es el consumismo como esclavitud. ¿Cree que es realmente un peligro importante?

—El consumismo puede convertirse en una especie de droga. Representa prácticamente la única cultura compartida que tenemos actualmente, el único vínculo entre, por ejemplo, los adolescentes de España y de Hong Kong, o los británicos y los argentinos. La Iglesia, la monarquía, los políticos han perdido su autoridad, y las grandes marcas —Nike, BMW, Pepsi, Armani, etcétera— brillan como estrellas. Les seguimos, como los antiguos hombres sabios buscando al mesías.

—¿Cuáles son las afinidades entre la historia de su novela y el caso real de Jill Dando, la presentadora de televisión británica asesinada en extrañas circunstancias en el año 1999?

—Hay muchos parecidos entre el asesinato de Dando y el del presentador de televisión de Milenio negro. Buscaba un asesinato con escasa enjundia, y las celebridades televisivas tienen una amplísima fama insustancial. Hoy por hoy, nadie sabe realmente quién mató a Dando (incluso la policía está de acuerdo en que resulta improbable que Barry George, encarcelado por el crimen, la haya asesinado). Su muerte podría muy bien haberse producido por ninguna razón en concreto.

.........EL FUTURO SERÁ UNA GUERRA DE PSICÓTICOS


No es difícil entender por qué se apodó el Profeta de Shepperton a J. G. Ballard. Su primera novela importante, El mundo sumergido, exploró las implicaciones de una catástrofe ecológica décadas antes de que el calentamiento global y el Acuerdo de Kyoto ingresaran a la conciencia pública. Luego, en su famosa novela Exhibición de atrocidades, Ballard pronosticó el ascenso de Ronald Reagan de cowboy de Hollywood a presidente de los Estados Unidos. Hasta los parámetros de la muerte de la princesa Diana en un túnel de París en 1997 estaban, en cierto modo, esbozados en Crash. Como advirtió Salman Rushdie en su momento, la naturaleza novelesca de la vida de Diana no era el cuento de hadas que creíamos sino un relato pornográfico de sexo, muerte y fama que Ballard había escrito veinticinco años antes. Con la aparición de su decimooctava novela, Milenio negro, Ballard demostró una vez más sus facultades de prolepsis: en momentos en que las fuerzas antiterroristas ingresaban al aeropuerto de Heathrow en febrero de 2003, Ballard daba los últimos toques a su propio trabajo sobre terrorismo urbano, una novela que comienza con una explosión en la Terminal 2 de Heathrow.

En el transcurso de los últimos cincuenta años, la mirada indiscriminada y resuelta de Ballard se esforzó por penetrar las innumerables realidades superficiales de nuestra modernidad perturbada y por bucear en su energía inconsciente.

Ballard habla aquí de sommeliers, de política, de la globalización y del papel del arte (literario y visual) en el siglo XXI. Esta entrevista se realizó por fax en enero de 2004.

Usted admite que es un consumidor más voraz de textos visuales que de textos literarios. ¿Cuándo empezó a interesarse en las artes visuales y en qué medida eso influyó en la trayectoria de su escritura? ¿Qué opinión tiene del panorama artístico contemporáneo?

Empezó poco después de llegar a Inglaterra, a fines de los años 40, cuando todavía iba a la escuela. En Shanghai no había museos ni galerías, pero el arte me gustaba mucho. Dibujaba y copiaba, y a veces pienso que mi carrera de escritor fue el consuelo de un pintor frustrado. A fines de los años 40, en Inglaterra persistía cierta controversia en relación con Picasso, Braque y Matisse, mientras que los surrealistas estaban más allá de la crítica. Los surrealistas fueron una revelación, si bien las reproducciones de Ernst, Dalí y De Chirico eran difíciles de conseguir y se encontraban con más frecuencia en los manuales de psiquiatría. Me los devoraba. Los surrealistas, y el movimiento pictórico moderno en su conjunto parecían ofrecer la clave del extraño mundo de la posguerra con su amenaza de guerra nuclear. Las dislocaciones y ambigüedades del cubismo, el arte abstracto y los surrealistas me recordaban mi infancia en Shanghai. A fines de la década del 40 también leí mucho, pero del menú internacional (Freud, Kafka, Camus, Orwell, Aldous Huxley) más que del inglés. Sin embargo, la novela moderna tenía un tono derrotista que a los dieciséis años me resultaba deprimente. A partir de Joyce había tenido lugar una gran migración interna. El Ulises tenía algo asfixiante. Los grandes pintores modernos, en cambio, desde Picasso hasta Francis Bacon, estaban dispuestos a enfrentarse al mundo, como lo hacían los amantes brutales en uno de los divanes de Bacon. Había un rastro de semen que aceleraba la sangre. No creo que ningún pintor en particular me haya inspirado, excepto en un sentido general. Más bien fue una cuestión de corroboración. Las artes visuales de Manet en adelante parecían mucho más abiertas que la novela al cambio y la experimentación, si bien eso es sólo en parte culpa de los escritores. La novela tiene algo que resiste la innovación. ¿El panorama artístico actual? Es muy difícil de juzgar, dado que la fama y la presencia mediática de los artistas están indisolublemente unidas con su trabajo. Los grandes artistas del siglo pasado tendían a hacerse famosos en la última etapa de su carrera, mientras que ahora la fama forma parte del trabajo de los artistas desde el primer momento, como en los casos de Emin y Hirst. En la actualidad hay una lógica que atribuye más valor a la fama cuanto menos acompañada esté de logros reales. No creo que en este momento sea posible llegar a la imaginación de la gente por medios estéticos. La cama de Emin, la oveja de Hirst, los Goyas desfigurados de Chapman, son provocaciones psicológicas, pruebas mentales en las que los elementos estéticos no son más que un contexto. Es interesante que las cosas sean así. Asumo que se debe a que ahora el medio, que es ante todo un entorno mediático, está sobresaturado de elementos estetizantes (comerciales televisivos, packaging, diseño y presentación, etc. ) pero empobrecido y entumecido en lo que respecta a profundidad psicológica. Los artistas (pero no los escritores, lamentablemente) tienden a desplazarse a los lugares en que la batalla es más enconada. En el mundo actual todo es objeto de diseño y packaging, y Emin y Hirst tratan de decir que esto es una cama, que esto es la muerte, que esto es un cuerpo. Tratan de redefinir los elementos básicos de la realidad, de recuperarlos de manos de los publicistas que secuestraron nuestro mundo.

En "Milenio negro" dice que la revolución de la clase media en Chelsea Marina se convertirá en parte del "calendario folclórico... a celebrarse junto con la última noche de los bailes de egresados y del tenis de Wimbledon". Si es inevitable que la revolución adquiera un nuevo envase, ¿dónde quedamos nosotros? ¿El arte puede ser vehículo para el cambio político?

Las revoluciones reenvasadas tienden a ser las pseudorrevoluciones, o las que fueron ante todo acontecimientos mediáticos. La destrucción del World Trade Center el 11 de setiembre todavía no se reenvasó en algo más atractivo para el consumo. Otro hecho revolucionario, el asesinato de JFK, se diluyó con rapidez como consecuencia de la intensa cobertura mediática, la infinita repetición de la filmación de Zapruder y la proliferación de teorías conspirativas. Pero el propio Kennedy era en buena medida una construcción mediática con un atractivo emocional tan calculado como cualquier campaña publicitaria. Su vida y su muerte fueron ficciones casi por completo. Una verdadera revolución, como a su manera lo fue el 11 de setiembre, siempre surge de algún lugar inesperado. Lo que sostengo en Milenio negro es que en nuestro mundo por completo pacificado los únicos actos que van a tener alguna importancia van a ser los actos de violencia sin sentido. En el futuro el principal peligro no va a proceder de actos terroristas por una causa, por más equivocada que pueda ser, sino de actos terroristas sin causa alguna. ¿Si el arte puede ser un vehículo para el cambio político? Sí, asumo que gran parte del atractivo de Blair (como el de Kennedy) es estético, así como gran parte del atractivo nazi reside en un triunfo de la voluntad estética. Sospecho que muchos de los grandes cambios culturales que preparan el camino para el cambio político son sobre todo estéticos. La parrilla del radiador de un Buick es una declaración tan política como la parrilla del radiador de un Rolls Royce. Una protege una máquina estética que conduce un optimismo populista; la otra resguarda un orden social exclusivo y jerárquico. El art deco transatlántico de la década de 1930, que se usaba para vender desde vacaciones en la playa hasta aspiradoras, puede haber contribuido a que en 1945 el electorado británico votara la salida de los conservadores.

La mayoría de sus novelas puede leerse como una celebración provocadora del poder transgresor y transformador de la imaginación. En "Milenio negro", sin embargo, la imaginación está por completo ausente. Su frase "el apocalipsis tapizado" alude de manera alarmante a una impasse crítica e imaginativa, ¿verdad? ¿Esa declinación de la vida mental es algo terminal?

Nada es terminal, gracias a Dios. A medida que vacilamos, el camino se extiende solo, se bifurca y se desvía. Pero la vida actual del Occidente próspero tiene algo muy sofocante. El aburguesamiento, la suburbanización del alma, avanza a un ritmo alarmante. La tiranía se hace dócil y sumisa y lo que prevalece es un totalitarismo blando, tan obsequioso como un sommelier. No se permite que nada nos inquiete ni perturbe. Lo que nos gobierna es la política del grupo de juegos. El principal papel de las universidades es prolongar la adolescencia hasta la mediana edad, momento en el cual la jubilación temprana garantiza que careceremos de los medios o la voluntad para producir un cambio importante. Cuando Markham (no JGB) usa la frase "apocalipsis tapizado", revela que sabe lo que en verdad está pasando en Chelsea Marina. Es por eso que se acerca a Gould, que ofrece un escape desesperado. Mi verdadero temor es que el aburrimiento y la inercia puedan llevar a la gente a seguir a un líder trastornado con muchos menos escrúpulos morales que Richard Gould, que nos pongamos botas y uniformes negros y adoptemos el aspecto del asesino sólo para mitigar el aburrimiento. Un neofascismo insensato y malsano, un racismo hábilmente estetizado, podrían ser las primeras consecuencias de la globalización, cuando Classic Coke y el merlot de California sean las únicas bebidas del menú. Por momentos miro las casas para ejecutivos del Valle del Támesis y siento que ya está aquí, que espera que le llegue el día sin tener demasiada conciencia de sí.

Sus últimas novelas experimentan con la polémica teoría de que la transgresión y el asesinato son correctivos legítimos de la inercia social. Si los actos de violencia y resistencia al mismo tiempo nos perturban y nos dan energías, ¿qué implicancia tiene para el lector esa falta de unidad moral?

Las ideas sobre las ventajas de la transgresión en mis tres últimas novelas no son algo que quiera ver concretarse. Son más bien posibilidades extremas que pueden llegar a imponerse a la realidad como consecuencia de las presiones sofocantes del mundo conformista que habitamos. El aburrimiento y una sensación de completa futilidad parecen llevar a muchos crímenes sin sentido, desde los episodios de Columbine y Hungerford hasta el asesinato de Dando, y hubo decenas de crímenes similares en los Estados Unidos y otras partes en los últimos treinta años. Esos crímenes absurdos son mucho más difíciles de explicar que los atentados del 11 de septiembre y dicen mucho más del estado trastornado de la psique occidental.

Se habla muy poco del humor cambiante de su trabajo, pero sus novelas están sembradas de bromas, desde las impasibles confrontaciones de "Exhibición de atrocidades" y "Crash" hasta las observaciones irónicas de "Milenio negro". ¿Por qué el humor le resulta tan importante y por qué a algunos lectores les cuesta tanto reírse con su trabajo?

Me complace que piense eso. La gente, sobre todo los estadounidenses demasiado moralistas, a menudo me consideran pesimista y carente de humor, pero yo creo que tengo un sentido del humor casi maníaco. El problema es que es algo irónico. Los lectores dicen que Milenio negro los hizo reír, lo cual es una excelente noticia, pero es cierto que la idea de una revolución de la clase media tiene en sí algo muy gracioso. Sin embargo, tal vez eso sea un indicio de cuán lavado tiene el cerebro la clase media. La idea de que podemos rebelarnos parece ridícula.

En la introducción a "Crash" diagnosticó que "la muerte del afecto" era la principal enfermedad del siglo. ¿Cuál es su diagnóstico para el siglo XXI?

Un siglo es mucho tiempo. Hace veinte años nadie podría haber imaginado los efectos que tendría Internet: florecen relaciones, se hacen amistades por e-mail, hay una nueva intimidad y una poesía accidental, para no hablar de la más extraña de las pornografías. Toda la experiencia humana parece revelarse como la superficie de un nuevo planeta. Dudo mucho que Internet o alguna otra maravilla tecnológica puedan detener la caída en el aburrimiento y el conformismo. Sospecho que la especie humana avanzará como un sonámbulo hacia ese vasto recurso que vaciló en abordar: su propia psicopatía. Ese patio de juegos del alma nos espera con las puertas abiertas de par en par, y la entrada es gratis. En resumen, una psicopatía electiva vendrá en nuestra ayuda, como lo hizo muchas veces en el pasado: la Alemania nazi, la Rusia stalinista, todas esas pesadillas que constituyen buena parte de la historia humana. Como señala Wilder Penrose en Super Cannes, el futuro será una enorme lucha darwinista entre psicopatías enfrentadas. A nuestra pasividad se suma que estamos ingresando en una etapa profundamente masoquista. Todo el mundo es una víctima, ya sea de los padres, de los médicos, de los laboratorios farmacéuticos, hasta del amor. ¡Y cómo lo disfrutamos!

SEMBLANZA DE J.G. BALLARD

J. G. Ballard es un narrador que predijo los más oscuros escenarios del mundo posindustrial, que dijo que el 11/9 fue una superproducción del inconsciente de los Estados Unidos y que ahora, a sus 78 años, publica sus memorias y anuncia que el futuro será una guerra entre psicóticos. Perfil de uno de los autores básicos del siglo pasado que anticipó el XXI, por el filósofo argentino Pablo Capanna. Además, una entrevista a fondo con el autor de La sequía, Exhibición de atrocidades y Crash.

Hoy que todos flotamos en un océano de información, dando ansiosas brazadas o aferrados a algún madero del Titanic moderno, ¿qué puede decirnos alguien que vive en un insignificante suburbio de Londres, no tiene acceso a Internet y escribe a mano?

Si hay alguien así que merezca ser escuchado, aunque sea porque nos enfrenta con una incómoda imagen del mundo, es James Graham Ballard. No sólo es uno de los grandes escritores del último siglo; es casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global. Cuando la moda obliga a ser trasgresores y ya queda poco por transgredir, quizás él, que se limitó a seguir sus propias obsesiones, sea uno de los que calaron más hondo. Medido con el rasero de Eco, Ballard podría ser tanto apocalíptico como integrado. Oscila entre la condena apocalíptica del mundo actual y una delectación casi morbosa con sus perversiones, lo cual hace más inquietante sus textos.

Por décadas, Ballard fue capaz de seducirnos con una misma historia, que a veces ni siquiera es historia. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Huxley, pero quizás más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, acabará por cruzarse con él.

Rotulado (y marginado) como “escritor de ciencia ficción”, recién alcanzó el reconocimiento cuando Spielberg le tendió una mano con El Imperio del Sol.

En sus comienzos admiraba a Graham Greene, luego fue Greene quien lo con paró con Conrad, y llegó la hora de que los críticos lo compararan a él con Greene. Obtuvo la bendición de Susan Sontag, el reconocimiento de Baudrillard y hasta el elogio de Martin Amis. Alguien descubrió una foto donde aparecía conversando con Borges. Algún otro incorporó el adjetivo “ballardiano” al diccionario Collins y es casi inevitable que los medios se lo apropien, en cuanto se harten de “dantesco” y “kafkiano”.

Paul Tillich dijo alguna vez que vivir en un suburbio permitía tener una perspectiva más amplia que la que uno tiene en la urbe. Hace cincuenta años que Ballard vive en una sencilla casa de Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto y traspasado por las autopistas. Viajó bastante por las costas mediterráneas, pero nunca pensó en mudarse. Alguna vez Charles Platt lo llamó “el profeta de Shepperton“.

A quien se asombre de la información que parece haber tras sus textos, habrá que recordarle que durante mucho tiempo encontró inspiración en el papelero de un amigo biólogo, más fascinado por el lenguaje de la ciencia que por sus contenidos. Como buen surrealista, sostuvo que la ciencia y la pornografía se parecen porque ambas son analíticas.

De Shanghai a Shepperton

En su autobiografía, Ballard ni siquiera habla de sus últimas novelas; prefiere retomar la historia de su infancia, que ya había narrado en El Imperio del Sol (1984), en La bondad de las mujeres (1991), en un documental de la BBC y hasta en una crónica del Sunday Times.

Toda su vida giró en torno las durísimas experiencias que marcaron el fin de su infancia. Criado en el barrio europeo de Shanghai, tuvo su Caída cuando repentinamente pasó de una casa con diez sirvientes chinos sin nombre, a las penurias y humillaciones de un campo de prisioneros japonés. Allí nació el poderoso símbolo de la piscina seca donde se amontonan las basuras del último verano.

Cuando conoció Inglaterra, se sintió tan ajeno a esa sociedad que hasta llegó a tener rechazo por el paisaje inglés. Lejos de una familia que nunca le había dado afecto, pasó por un internado, que “le recordaba al campo de concentración, de no ser por la comida, que era peor“. Luego fue portero, vendedor de enciclopedias y redactor de una revista industrial. Hasta se entrenó como piloto en una base de bombarderos nucleares en Canadá.

Cuando quiso ser psiquiatra estudió Medicina dos años, pero quedó para siempre atrapado por la siniestra magia de las salas de disección, que selló su fantasía y su estilo. Fue entonces cuando se enamoró del surrealismo y del psicoanálisis, que parecían encarnar la trasgresión, y de la ciencia ficción, que entonces hervía de ideas estimulantes. Fue el iconoclasta de la ciencia ficción. Rechazado, admirado y vanamente imitado, propuso explorar un ambiguo “espacio interior” en lugar del espacio cósmico. Rompió con todas las convenciones de la novela catastrófica, para explorar la “arqueología del psiquismo”.

Inundó al planeta en El mundo sumergido (1962), lo hizo árido en La sequía (1964) y lo congeló en El mundo de cristal (1966). Sus novelas apenas se parecían a la ciencia ficción convencional. Eran una suerte de alquimia que David Pringle sintetizó en los “cuatro elementos” ballardianos: el agua (el pasado), la arena (el futuro), el cemento (el presente) y el cristal (la eternidad).

Su primer y único amor fue Mary, la periodista con quien se casó. Se mudaron a Shepperton, un anodino suburbio cercano al aeropuerto y fueron un matrimonio poco convencional, con tres hijos que vinieron uno tras de otro. Entonces, una tremenda “injusticia de la naturaleza” (así escribió Ballard) se llevó a Mary en una semana. Víctima de una trivial infección, Mary murió en 1963, cuando pasaban unas vacaciones en Alicante.

Ballard tuvo amigas y hasta una “compañera”, pero nunca pensó que nadie pudiera ocupar el lugar de Mary. Le hizo frente al dolor y se dispuso a criar a sus hijos sin ayuda, para lo cual desplegó insospechadas virtudes maternales. Todavía recuerda esos años como los más felices de su vida y confiesa que sus hijos de dieron la infancia que no había conocido.

Paradójicamente, ese fue su período nihilista. Cuesta imaginar al “psicópata” que escribía La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973) después de servirles el desayuno a los chicos, llevarlos al colegio y poner en marcha el lavarropas. Ese Ballard que organizó una polémica exposición de autos chocados y un concurso literario para adictos no era un Warhol sino un perfecto amo de casa; una persona que cualquiera hubiera tomado por ferretero o empleado de correos. Escribió Crash temiendo que sus hijos tuvieran un accidente, y por esos días él mismo estuvo a punto de morir cuando se dio vuelta su auto. Nunca renegó de aquellas obras, pero hoy prefiere verlas como una drástica elaboración de su duelo.

El psiquiatra global

Años después, Ballard la emprendió con el entorno urbano, e inició su demolición en Rascacielos (1975), La isla de cemento (1974) y Hola América (1981), donde mostraba la fragilidad de los lazos sociales en situaciones límite. Cuando todos soñaban con la NASA, Ballard anticipaba el fin de la era espacial e imaginaba el día que caerían las estaciones espaciales. Antes del posmodernismo, diseñó la utopía posmoderna de Vermilion Sands. Antes que los punks y el teatro de Kantor, afirmó que “no hay futuro” y escenificó desolados paisajes de basura y chatarra. En el fundamental prólogo que escribió para la versión francesa de Crash, diagnosticó que “muerte del afecto” era la raíz del nihilismo. Habló de ese “presente insaciable” que con sus falsas novedades nos quita la posibilidad de pensar un futuro mejor.

En su etapa hipermoderna, profundizó su obsesión por el nihilismo de los no-lugares: encontró la psicopatología de la opulencia en barrios cerrados, shoppings y aeropuertos. Noches de cocaína (1996), Super Cannes (2001) y Milenio negro (2003) fueron historias un tanto morosas, cuyo germen estaba en Furia feroz , un texto de 1988 : un policial narrado de manera no lineal, con asepsia ballardiana y mediatizado por informes psiquiátricos y documentales. Retomaba así sus pesadillas urbanas de los Setenta, que ahora empalidecían ante la realidad. Kingdom Come (2006) es su última versión, quizás la más desesperada.

“Milagros de la vida”

Aun septuagenario, Ballard seguía resistiéndose a la canonización. Sin ser tan espectacular como otros, siguió siendo tan irritativo como en la época en que hizo su terrible profecía de Ronald Reagan. Personajes como Thatcher, Bush, Blair o Berlusconi son para él los frutos del “sueño de la razón”. A dos años de Malvinas, habló de “la melancolía de los conscriptos argentinos heridos” en Malvinas. Comparó la caída de las Torres Gemelas con un guión del cine catástrofe, brotado del inconsciente norteamericano. En 2003 se opuso públicamente a la invasión de Irak, anticipó un atentado en Londres y rechazó un título nobiliario, declarándose “republicano”.

Ballard siempre desconfió de las entrevistas, pero nunca se negó a darlas, sin importarle si su interlocutor era apenas un lector devoto. Entonces, solía repetir casi textualmente pasajes enteros de sus ensayos y textos periodísticos, o citaba parlamentos enteros de alguna de sus novelas, como si hubiera encontrado la fórmula definitiva y ya no quisiera modificarla.

Hace dos meses se publicó su autobiografía Miracles of Life (2008), que le costó completar. En la última página, se despide abruptamente de la vida, revelando un diagnóstico terminal. Pero así como hace este anuncio con la frialdad quirúrgica propia de alguno de sus personajes, el libro termina por aparecer como un canto a la vida familiar.

Transfigura tu aldea

En una entrevista de hace un cuarto de siglo se mostraba cansado, pero pensaba que evitar el nihilismo era una de las razones que lo animaban a seguir. Y añadía: “ Siempre es posible darle la espalda a un universo bastante insípido si uno es capaz de rehacer por lo menos una pequeña parte de él a su imagen y semejanza…”.

Ese fue el desafío que logró superar cuando realizó el deseo oculto de muchos escritores: transfigurar su medio cotidiano a su imagen y semejanza. Lo hizo con una tremenda novela surrealista: La Compañía de Sueños Ilimitada (1979) donde se convertía en un mesías sufriente que intentaba redimir poéticamente las opacas vidas de Shepperton y sus vecinos. En el final, el protagonista resucitado se reencontraba con “Miriam” en esas “nupcias de lo animado y lo inanimado, de los vivos y de los muertos“, que cantó el hermético William Blake.

Que así sea.

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