lunes, 16 de junio de 2008

EL LAOCOONTE Y LA IMITACIÓN DE LA NATURALEZA DE J.W. GOETHE



EL LAOCOONTE Y LA IMITACIÓN DE LA NATURALEZA

Una de obra de arte auténtica, al igual que una obra de la naturaleza, es siempre infinita para nuestra mente. La contemplamos, la percibimos, tiene un efecto, pero no podemos comprenderla realmente y aun en mucha menor medida podemos expresar con palabras su esencia y mérito. Lo que aquí se ha dicho sobre Laocoonte no pretende agotar este objeto; nuestras observaciones están inspiradas con motivo de dicha excelente obra de arte que planteadas sobre la misma.

Cuando se quiere hablar de una gran obra de arte es casi necesario hablar de todo el arte, pues obras de este tipo contienden en sí el arte en su conjunto. Cualquiera puede en la medida en que sus fuerzas se lo permiten, desarrollar un discurso acerca de lo general a partir de un caso particular. Por esta razón comenzaremos con algo general. Todas las obras de arte bellas representan la naturaleza humana, las artes de diseño tienen una relación peculiar con el cuerpo del hombre; vamos a hablar aquí acerca de éstas. El arte tiene muchos niveles o peldaños, en cada uno de estos pueden aparecer artistas prominentes; pero una obra de arte perfecta reúne todas las cualidades que normalmente sólo vemos dispersas.

Las obras de arte supremas nos muestran:

Naturalezas vivas altamente organizadas. Es exigible sobre todo un conocimiento del cuerpo humano, de sus partes, medidas, fines internos y externos y de sus formas y movimientos en general.

Caracteres. Un conocimiento de la diferencia de forma y efecto de sus partes. Las propiedades se separan entre sí y se presentan aisladas, de ellas surgen los caracteres y de esta manera puede establecerse una relación recíproca entre las diferentes obra de arte, al igual que ocurre cuando las partes de una obra componen a ésta y sus partes guardan una relación significativa entre sí.

El objeto se caracteriza por;

Estar en reposo o movimiento. Una obra o sus partes pueden presentarse o bien subsistiendo por sí mismas y sólo mostrando su existencia de una forma tranquila, o en movimiento, en acción, apasionadas y llenas de expresividad.

Ser ideal. Para alcanzar este punto el artista necesita una profunda y sólida sensibilidad dotada de paciencia, a la que habrá que añadir un noble sentido capaz de abarcar al objeto en toda su extensión, de encontrar el momento más digno de presentación y en consecuencia de hacerle que supere su factividad limitada y darle en un mundo ideal medida, límites, realidad y dignidad.

La gracia. Pero el objeto y la forma de representarlo están sometidos a las leyes de la sensibilidad artística, concretamente al orden, la perspicuidad, la simetría, la oposición etc., por medio de las cuales son bellos para el ojo, es decir, están dotados de gracia.

La belleza. Además está sometido a la ley de la belleza espiritual. Ésta surge de la medida, a partir de la cual, el hombre formado para la representación o la producción de lo bello sabe como someterlo todo, incluso los extremos.

Habiendo indicado de antemano las condiciones que le exigimos a una obra de arte de alta categoría, puedo decir mucho con pocas palabras si digo que nuestro gusto cumple todas. Tanto es así que podríamos exponer éstas sólo mediante la observación del mismo.

No se espere de mí la pruebas de que el artista ha mostrado un profundo conocimiento del cuerpo humano, de que sabe dar cuenta de lo característico de éste, así como concederle expresividad y apasionamiento. En lo que sigue quedara de manifiesto con que altura e idealidad ha sido concebido el objeto. Nadie que sepa reconocer la medida en que son representados aquí los dolores físico y espiritual extremos dudara de que se puede llamar bella a esta obra.

Pero a algunos les puede parecer paradójico que en este grupo se manifiesta al mismo tiempo la gracia. Acerca de este asunto diré algunas palabras.

Toda obra de arte debe anunciarse por sí misma y esto sólo puede llevarse a cabo mediante lo que llamamos belleza sensual o gracia. Los antiguos, muy alejados de la opinión de los modernos según la cual una obra de arte, siguiendo la apariencia, tiene que volver a convertirse en una obra de la naturaleza, caracterizaban a sus obras por un selecto orden de sus partes. Ellos le facilitaban al ojo la intuición de sus proporciones por la simetría y de esta manera una obra compleja se hacia fácil de comprensión. La simetría y las oposiciones daban como resultado la posibilidad de producir los mayores contrastes mediante diferencias difícilmente perceptibles. El cuidado que demostraba el artista antiguo al oponer diversas masas unas a otras, al dar una posición especialmente regular y recíproca a las extremidades de los cuerpos en los grupos, era algo muy feliz y muy estudiado. Dicho cuidado se ponían en juego para que toda obra de arte, si se abstraía de su contenido y se contemplaba de lejos, pueda aparecer ante el ojo con su aspecto ornamental. Las antiguas vasijas nos ofrecen cientos de ejemplos de este agrupamiento dotado de gracia, y tal vez sería posible presentarle al ojo series de las mejores muestras de composiciones simétricas de las vasijas empezando por el Grupo de Laocoonte, más tranquilo y acabando por el más agitado. Me atrevo otra vez a repetir que el Grupo de Laocoonte, junto a todos sus otros méritos es a la vez un ejemplo de simetría y variedad, de reposo y movimiento, de contraste y transiciones paulatinas que se presentan unidas, a veces de formas sensual a veces de forma espiritual, a aquel que lo contempla. Estas cualidades, a pesar del gran patetismo de lo representado, provocan una sensación agradable y suavizan la tormenta de dolor y pasión mediante la gracia y la belleza.

Es una gran ventaja para una obra de arte ser independiente, estar acaba en sí misma. Un objeto sereno sólo se muestra mediante su existencia, es terminado en y por sí mismo. Un Júpiter con truenos que salen de su regazo, una Juno que reposa en su majestad y su pureza, una Minerva absorta en su reflexión, son objetos que no tienen, por así decirlo, ninguna relación con lo que está fuera de ellos, descansan en y por sí mismos y son los prioritarios y preferidos objetos de la escultura. Pero en el bello círculo mítico del arte, ámbito en el que estas figuras aisladas y autónomas habitan y descansan, hay círculos más pequeños en los que las figuras aisladas son concebidas y esculpidas en relación a otras. Por ejemplo cada una de las musas, al igual que su líder Apolo, está concebida para representarse separadamente, pero todos ganan interés en el coro completo y variado de las nueve. Cuando el arte procede a la representación de lo pasional significativo, entonces puede operar de la misma forma: nos muestra un círculo de figuras que mantienen entre sí un vínculo pasional como Níobe y sus hijos, perseguidos por Apolo y Diana, o nos muestra en la obra el movimiento junto a su causa. Recordemos aquí tan solo al joven lleno de gracia que se saca una espina del pie, a los luchadores, a dos grupos de faunos y ninfas en Dresde y al dinámico y magnífico Grupo de Laocoonte.

Con razón la escultura es tenida en tan alta consideración, pues puede y debe llevar la representación a su mal alta cumbre al privar en ésta al hombre de todo aquello que no es esencial. Así, en este grupo, Laooconte es sólo un hombre, los artistas lo han despojado de su sacerdocio, de lo que es nacional y troyano en él, de todas sus referencias poéticas y mitológicas; no tiene que ver nada con que aquello en lo que lo convirtió la fábula. El es un padre con dos hijos amenazados por dos animales peligrosos. Éstos no son dos serpientes enviadas por los dioses, son dos serpientes naturales, suficientemente poderosas para acabar con varios hombres, pero en ningún caso, ni en su forma, ni en sus actos, seres extraordinarios, vengativos y punitivos. Conforme a su naturaleza, reptan, se enroscan, oprimen, y una de ellas muerde después de haber sido irritada. Si de este grupo no fuera conocida otra interpretación, yo lo denominaría un idilio trágico. Un padre está durmiendo junto a sus dos hijos, unas serpientes se enroscan al grupo y, al despertarse, se afanan en liberarse de esta red viviente.

Esta obra es extraordinariamente importante por la representación del momento. Cuando una obra de arte ha de moverse realmente ante el ojo ha de ser escogido un momento fugitivo: poco antes ninguna parte habría podido encontrarse en esa posición y poco después todas las partes estarán obligadas a abandonar esa posición; esta es la razón por la que la obra siempre resultara nueva y viva aunque la vean millones de espectadores.

Para comprender bien la intención del Grupo de Laocoonte, coloquémonos a distancia adecuada con los ojos cerrados ante éste y abramos y cerremos los ojos alternativamente y veremos todo el mármol en movimiento, de hecho, cada vez que abramos de nuevo los ojos presentiremos que todo el grupo haya cambiado su posición. Yo diría que la posición que ahora tiene, es como la de un relámpago fijado, como una ola petrificada en el momento en el que se aproxima a la orilla. Se produce la misma impresión cuando se ve al grupo por la noche a la luz de la antorcha.

(...) uno de los méritos mayores de esta obra es el momento que el artista ha representado y sobre esto añadiré aquí unas palabras.

Hemos supuesto que serpientes reales han aprisionado a un padre y a sus dos hijos mientras dormían, para que los diferentes movimientos de la acción tuvieran un efecto gradual. Los primeros movimientos de las serpientes enroscándose durante el sueño anuncian muchos acontecimientos, pero son irrelevantes para el arte. Quizás se podría haber esculpido como se enlazan unas serpientes a un joven Hércules durmiendo cuya figura y tranquilidad en el sueño nos hacen adivinar qué podemos esperar de él cuando despierte.

Vayamos más allá con nuestra imaginación y pensemos en un padre que, sea como fuere, se siente aprisionado por serpientes junto a sus hijos, entonces vemos que sólo hay un momento en el que el interés es máximo; cuando un cuerpo ha sido tan aprisionado que se ha quedado indefenso; cuando el segundo, estando en condiciones de defenderse, ha sido herido; y cuando al tercero todavía le queda una esperanza de huir. En el primer caso está el hijo menor, en el segundo el padre, en el tercero el hijo mayor. ¡Es imposible buscar otra situación!, ¡es imposible repartir los papeles de otro modo!

Pensemos en la acción desde le principio y reconozcamos que éste es su momento culminante. Al imaginarnos los momentos siguientes comprendemos que todo el grupo tiene que cambiar de postura y que no puede haber un momento de mayor valor artístico que éste. El hijo menor será ahogado por la serpiente o, estando como está indefenso, si la irrita, será mordido. Ambas situaciones son insufribles y al ser extremos no se representa. En lo que respecta al padre, será mordido en diferentes partes, y por ello la postura de su cuerpo, y las primeras mordeduras pasarán desapercibidas para el espectador, o, si se muestran, serán repugnantes. La serpiente puede también volverse y atacar al hijo mayor, entonces este se concentraría en sí mismo, ya no habría nadie interesado en la acción. La última apariencia de esperanza desaparecería del grupo, la representación devendría de trágica a cruel. El padre que ahora manifiesta toda su magnificencia y su sufrimiento se convertiría en una figura secundaria.

El hombre, frente la sufrimiento propio y ajeno, sólo experimenta tres sensaciones: miedo, terror y compasión: el presentimiento receloso de un mal que se aproxima a él, la percepción inesperada de un sufrimiento presente y la participación en uno en curso o ya pasado. Los tres son representados y provocados por esta obra en sus gradaciones más adecuadas.

Las artes plásticas que siempre trabajan para el momento, al elegir un motivo patético, captan aquel que causa terror, por su parte la poesía se detiene en aquellos que provocan miedo y compasión. En el Grupo de Laocoonte el sufrimiento del padre excita terror del máximo grado, con él la escultura ha llegado a su cumbre. Pero, ya sea para recorrer el círculo de todas las sensaciones humanas, ya sea para suavizar la fuerte impresión de terror, provoca la compasión por la situación del hijo menor y miedo por la del mayor, dejando abierta la esperanza para éste último. Así los artistas le dieron cierto equilibrio a su obra, disminuían y aumentaban un efecto mediante otros efectos y eran capaces de dar acabamiento a un todo espiritual y sensual a la vez.

En definitiva, podríamos sostener audazmente que esta obra agota su objeto y cumple satisfactoriamente todas las condiciones del arte. Esta nos enseña que si el artista puede comunicar su sentimiento de la belleza a objetos inertes y simples, este mismo sentimiento se muestra con su mayor energía y con toda su dignidad cuando demuestra su fuerza y sabe moderar y contener las violentas y apasionadas explosiones de las naturaleza humana.

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